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Un libro sobre el amor


Podríamos comparar el estilo de este autor con el trabajo de un topo. Tadeusz Breza excava pasadizos en su tema, y, entre los desprendimientos de tierra, va revelando la estructura interna en el círculo estrecho que forma la llama de una vela, poco a poco desplazada, extrañamente próxima, nítida y casi palpable. Como si el campo de visión fuese cada vez prodigiosamente delimitado, pero lo que pasa bajo ese escrutador rayo de luz es muy diáfano y plástico, como visto a la lupa. Breza posee el don poco común de concentrarse intensamente en la más fina trama de la narración. El resto del tema parece entonces quedar sumido en la sombra, y, magnetizados por él, seguimos el movimiento sutil de sus dedos disponiendo la urdimbre delicada de un maravilloso trenzado. El libro sorprende por la densidad y la forma fascinante de la narra- ción, y por la materia que se elabora así en el transcurso del monólogo: especialmente lento en su discurrir, densísimo y precioso. Cada prosa posee en el fondo una tonalidad específica, que le dan los labios que la profieren y la anatomía del pensamiento propio a su autor; pero la prosa de la novela se distingue en que sólo conserva poco tiempo la forma del manantial, cuando apenas articulada se adapta ya al lecho por el que fluye, y pasa a un universo objetivo en el que se funde, mientras que a sus expensas se forma y agranda el universo de las significaciones, como independientemente del autor. El rasgo esencial –y sorprendente– del monólogo de Breza, es su aparente ingenuidad, su desarrollo a partir de un registro primordial. Pero me expreso mal al hablar de ingenuidad aparente, pues su ingenuidad es real. Es la ingenuidad verdadera del artista a quien le sorprende el tema que ha elegido; y uno de los mayores atractivos de este libro es esa atención silenciosa, esa devoción con la que el autor se pone a la escucha de los flujos del proceso interior, de su murmullo que monologa en silencio. Tiene la osadía de dejarle a ese proceso su tempo propio. No se asusta de ningún juicio de valor, no juzga ningún momento como una bagatela, sólo valora la importancia de lo vivido en su propia balanza. Comtempla sin parpadear ese mundo interior, con un ojo dilatado, sorprendido, atento, y codifica, no cesa de codificar, con una seriedad ingenua y profunda, y como única preocupación la exactitud y fidelidad. Por eso el curso de la na- rracción avanza con tanta lentitud, tan pesadamente y al precio de tantos esfuerzos. Por eso habla con gravedad, exhaustivamente y pagando el precio de la perspicacia, de cosas en apariencia fútiles. Por eso este monólogo abunda en comparaciones y en imágenes.

Como todo lo que se desarolla de manera orgánica, el personaje de este monólogo no es fácil de analizar ni describir, desempeña ahí su papel el tono melancólico y dulce de la prosa, la noble monotonía de las frases, ese murmullo apenas audible, parecido al vuelo del muerciélago en el crepúsculo, pero también una dialéctica propia al autor, una especie de razonamiento interior –diferente al de Proust aunque en ciertos aspectos sea de la misma naturaleza–, finalmente una actitud pasiva, casi resignada ante la vida; una manera de no oponerse al mal, y un asombro sin violencia ante las manifestaciones de sus propias profundidades. En muy pocos escritores una total fisonomía espiritual se funde así en la unidad de un solo cuerpo con el curso de las palabras, la articulación de la frase, y es raro que se exprese tan plenamente en sus fragmentos más escuetos.

En autores de índole más objetiva, más épica, se expresa en la elección de los caracteres, los paisajes, en la temática; en Breza no abandona ni un sólo instante el cuerpo mismo, el cuerpo físico de su monólogo.

El análisis psicológico, en Breza, no se limita a observar y describir, sino que se desarrolla más bien en una especie de proceso dialéctico, una forma de debate, completamente sutil e interesante. A veces incluso son las búsquedas verbales y las imágenes las que lo arrastran a una problemática particular. En ciertos momentos se deja llevar por su fuerza autónoma de creación, y nos ofrece entonces ejemplos de psicología lúdica, en una suerte de burla, como danzando en medio de espejos, entre paralelismos ficticios y oposiciones paradójicas, que ejecuta, con acentos de Gira- doux, de mano maestra. Yo creo que esta psicología mitologizante, abandonando los caminos de la verdad literal, llega sin embargo a un nivel superior, a una especie de verdad que es la del arte. El peligro que amenaza aquí aumenta solamente los riesgos y, por ello, el mérito de un efecto logrado. Breza, a pesar de todo, está más cerca de sí mismo cuando no se aleja del tema, y permanece fiel a su piadosa precisión de instrumento registrador. Considero que el monólogo de Breza inaugura un nuevo registro de objetividad, un respeto –un pietismo– de un nuevo género en lo tocante a procesos interiores: acto arriesgado y de alguna manera revolucionario entre nosotros, y aún más porque no se acompaña de ningún pathos de ese género, de ningún espíritu de negación o innovación demostrativa. Una revolución, pero positiva y noble, elegante y espontánea.

El tema del libro es el “clásico” gran amor entre Grywałd e Iza, amor desdichado para Grywałd, pues Iza –a quien la naturaleza difícil y compleja de su amante desanima–, lo abandona para casarse con Dieuvalse. La historia de ese amor, que pertenece ya al pasado cuando el libro comienza, y que alumbra entonces retrospectivamente, supera por sus dimensiones y su carácter insólito todo lo que ocurre de ordinario en un milieu sin incidentes y sin verdadero carácter, pero ávido de lo nunca visto y alimentándose de rumores. La sombra de ese gran amor casi místico se proyecta sobre todos los acontecimientos y no cesa de habitar el horizonte del libro. Llegamos a conocer admirables fragmentos de las memorias de Grywałd, de sus confidencias ocasionales, y de la leyenda que se ha creado en base a rumores y habladurías. El guardián de la leyenda es sobre todo el autor–narrador, personaje intermediario que Breza introduce como filtro de los acontecimientos, prisma –uno más– que refleja y ordena la elocuencia natural de los hechos, y entre éstos y el lector.

Sin embargo, toma cuerpo en el presente de la narración un epílogo extraño, inesperado, de ese amor, que le proporciona a la historia toda su intencionalidad. Breza lo muestra sobreviviéndose de alguna manera a sí mismo, y trascendiendo su muerte. Como enraizado en el inmortal instinto de conservación del sentimiento, renace en la persona de Mossek, el hermano de Iza, que se parece físicamente a su hermana. Este caso clínico, esta extrañeza del sentimiento, es ya interesante como concepción y como problema; también está representado de manera magistral. Grywałd, fascinado por ese hecho interior único, sin ejemplo, y absorbido por su extrañeza al mismo tiempo que por el problema de su filiación insólita, no encuentra en principio ningún esquema preparado en la psicopatología para la clasificación de ese sentimiento, y el punto culminante de la obra se encuentra quizá en la duda entre las diversas categorías, las diversas iluminaciones, que invade tanto el alma del héroe como las reflexiones del autor. La evolución de ese sentimiento, peripecias, manifestaciones y síntomas incomprensibles para el entorno, pero suscitando ya una atmósfera pesada de sospechas y habladurías, se establece de la manera más interesante. Asistimos a sus diferentes fases, que ilustran una sucesión de episodios memorables, después la escena, minuciosamente observada en sus detalles, de la visita a Grywałd, pasando por los celos de Mossek hacia Joasia, que el mismo héroe no ha percibido, depués el juego de las individualidades, más fuerte y triunfante en el mayor a quien subyuga la naturaleza pasiva, maleable, del encantador y débil Mossek, hasta la admirable escena, en el teatro, en donde asistimos a la conclusión de ese juego, a la capitulación total y la servidumbre psíquica de Mossek, todo eso ofrecido de una manera cruda y extrañamente grotesca.

Si puedo arriesgar esta conjetura, diré que la escena del teatro ha podido ser el origen, y quizá el embrión, de la idea. Es el momento fértil de todo el proceso de dónde, como de un punto culminante, es posible desarrollarlo de nuevo, de deducir todas las situaciones anteriores y el carácter de los protagonistas. Los dos personajes –Grywałd y Mossek– son los más vivos, los más nuevos, perfectamente dibujados y lejos de los esquemas psicológicos convencionales.

El autor, testigo y a la vez narrador de los acontecimientos, desempeña un papel verdaderamente curioso. Una carencia de vida afectiva le hace parasitar los sentimientos y las experiencias de su entorno, espiar con un extraño ardor sus síntomas. Excelente pretexto para un tipo de razonador que deviene también narrador de la novela. Más allá de su papel de intérprete, se convierte de ese modo en héroe marginal de la narración, un poco triste y lamentable. Este libro sobre la juventud se baña en el indefinible perfume que le es propio, y que emana como una sutil energía de esos jóvenes personajes. La sombra de Eros se proyecta sobre las páginas del libro, muy delicadamente, como en una anteprimavera, en medio de los narcisos de las nieves, con un olor a arcilla y agua silvestre. Eros ha guiado la pluma del escritor, es él quien vibra, Proteo desconocido, irrigando las venas y los capilares de esta prosa perfecta. Eros elemental, de antes del sexo, que penetra todos los personajes, y el paisaje gris, asolado por ventiscas y lluvioso, con su aura crepuscular, que deslumbra y embriaga.


Primera edición:
Tygodnik Ilustrowany, nº 3/4, 1937 [reseña de la novela Adam Grywałd, de Tadeusz Breza (1906-1970), editorial Ferdynand Hoesick, Warszawa 1936]

Reimpresión:
Bruno Schulz, Proza, p. 359-363.


[Bruno Schulz Un libro sobre el amor en: Ensayos críticos, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 147 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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