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Madre e hijo


Esta es una de las primeras novelas de François Mauriac, que ya anticipa plenamente su futura maestría. Tiene por objeto la cuestión más íntima y más profunda, la que se desarrolla entre una madre y un hijo; y es un drama que para cada hombre se desarrolla en la prehistoria infantil, en una época arcaica que precede a la propia historia. Mauriac ha sabido mostrar una parte del pavor y la grandeza del mito en esos personajes de Felicité –la madre, ya anciana– y de Ferdinand Cazenave –su hijo de cincuenta años–, amado por aquélla con un amor fanático, ciego e insaciable. El autor muestra cómo la fuerza bienhechora del amor puede convertirse en diabólica, fatal y destructiva cuando usurpando su verdadero lugar se impone como el principio supremo, rompiendo el orden humano. Dibuja ante nuestros ojos una de las figuras eternas del pecado, la exaltación sin límites de un sentimiento exclusivo y ardientemente enamorado de sí mismo. Por consiguiente, se vislumbra un pathos bíblico en los dos o tres personajes que evolucionan en este espacio novelesco, atrapados en un primer plano entre contornos majestuosos, sobre el fondo de un paisaje despojado como en Millet, simple frontera entre la tierra y el cielo.

Mauriac ha mostrado algo así como el reverso del complejo de Edipo. Mientras que el drama edípico consiste en un predominio de la imagen de la madre de la que su víctima no puede separarse, nosotros vemos aquí la fascinación trágica de una madre ante su hijo, porque ella no tiene la fuerza de romper el cordón umbilical que la une a ese hijo. La realidad humana impone ciertos límites de tiempo al amor maternal, que sólo puede ejercerse bajo su forma exclusiva en un cierto periodo de la vida. Pero parece que el tiempo, engañado por el complejo de la madre, y hecho añicos por su poder fatal, haya perdido su potestad sobre ese sentimiento de amor imposible. Triunfando sobre la vejez de los cuerpos y la consunción de las pulsiones, sólo puede acabar con la muerte del ser. El amor de la madre aplasta al hijo. Como rodeado por todas las partes por los tentáculos de ese amor, a la vez déspota y sojuzgado, pierde en el abrazo absorbente su existencia propia y su virilidad. Su sexualidad embrionaria, asmática y entorpecida, apenas encuentra algunas ocasiones de rebelarse contra el amor maternal devorador, como sus ridículas incursiones al barrio chino: desafíos –habitualmente tolerados por la madre– que servían de excusa a sus crisis de emancipación.

Entonces, cuando llega a los cincuenta años aparece en la vida del héroe, en el horizonte de ese idilio incestuoso, un grave peligro en la persona de una institutriz, pobre, intimidada, pero decidida, que ha conquistado a Ferdinad contra la voluntad de la madre y que, tras una ardua lucha, consigue casarse. Pero Ferdinand ya no es capaz de inaugurar una vida personal. En la lucha a muerte que se abre entre las dos mujeres para conservarlo, él inclina la balanza del lado de su madre. La novela nos hace asistir al último acto del drama familiar, cuando la joven mujer, rota por su lucha contra un enemigo demasiado poderoso, agoniza, abandonada por todos, después de un grave aborto. La muerte de su mujer, a la que había atormentado en vida, despierta –en contra de lo que se esperaba– una rebelión tardía en el corazón de Ferdinand, y una protesta contra aquélla que lo ha privado, con su pasión devoradora, de su propia vida y felicidad. Reniega de su madre, detruye su idealizada imagen y consagra un culto póstumo al recuerdo de la esposa hostigada hasta la muerte.

Mauriac, con mano segura, con profundos trazos fuertemente dibujados, narra la tragedia de la anciana que, impotente ante una rival en adelante inaccesible en su hechizo de ultratumba, acaba por perder, poco a poco, su infausto dominio. Su amor tiránico adquiere el aspecto trágico de una pasión fatal y desdichada, que va más allá de la razón y la voluntad. En la derrota, él se purifica, pierde aquellos rasgos de personaje egoísta y posesivo, y alcanza tales dimensiones que escapa a cualquier intento de comprensión o juicio humano.

Felicité muere finalmente, con los ojos puestos hasta el último suspiro en el objeto de su loco amor, y entonces se ve cómo la rebelión del hijo, su intento de liberación tardía sólo era una forma invertida de atadura. Con la muerte de la madre, también se acaba el encarnizado odio hacia la bienamada de Ferdinand, y éste privado ya de todo objetivo, se derrumba. Sumido en una terrible soledad, vuelve a ser la criatura inacabada, incapaz de una existencia autónoma, fruto del amor maternal. Es en su elemento solitario, igual que el embrión en el seno de la madre, como puede vivir, o más bien vegetar, esta vida incompleta y sojuzgada.

Tal es la imagen de un amor trágico y sin salida que ha desarrollado Mauriac, como una especie de terrible “memento”. Podría- mos ver ahí, también, la protesta del sentido común contra el mismo principio maternal. Sin embargo, más allá de la escala de los valores humanos, se subrayan en esta obra otros criterios trascendentales, que arrojan sobre ese amor, por muy extraviado, destructivo y condenado que pueda ser, la luz de una terrible y beatífica religiosidad.


Primera edición:
Wiadomości Literackie, nº 50, 1936 [reseña de la novela Genitrix. Madre e hijo, de François Mauriac (1885-1970), traducción de Zenon Wiktor, editorial Polskie Towarzystwo Przyjaciół Książki, Warszawa 1936]

Reimpresión:
Bruno Schulz, Proza, p. 397-399.


[Bruno Schulz Madre e hijo en: Ensayos críticos, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 147 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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