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Las historias descritas por Schulz están en alguna medida basadas en su propia historia, aunque modificadas, enriquecidas con distintos acontecimientos fantásticos. Las aventuras que le ocurren a Józef –porte-parole de Bruno– no son infundadas. Se inscriben en un orden mítico, se incardinan en algunas estructuras comunes a la fábula que podemos observar en muchas mitologías. Las historias de los protagonistas de Schulz son, entonces, historias mitológicas, historias del hombre en general, describen el camino que tenemos que recorrer en nuestra vida.


El mito del origen, del nacimiento, de los albores de la vida es para Schulz uno de los mitos más importantes, aunque más nebulosos y más misteriosos. El nacimiento siempre ocurre «antes», siempre fuera del alcance del conocimiento del protagonista.[...]

El origen del mundo y la existencia, en general, están ocultos en un inalcanzable pasado. El origen, en los escritos de Schulz, aparece en forma bíblica: como el momento en el que Dios-Demiurgo pronuncia la primera Palabra significante. En los albores del tiempo no existe división entre Dios y su Palabra, entre la Palabra y lo que surge de ella, el mundo, y todas las cosas de ese mundo y, finalmente, el sentido de las mismas. La división surge después; nace como consecuencia de esa división una variedad impresionante de la realidad física y, junto con ella, la variedad de lenguas con las infinitas cantidades de palabras, que rompen su Sentido inicial en múltiples moléculas.[...]


El mito de la unidad primaria del mundo y del lenguaje, según Schulz, es el mito del origen, que aún está presente en cada uno de nosotros, es el mito indiferenciado y primigenio, al que podemos llegar siguiendo el camino de la intuición poética, descubriendo la conjunción de las palabras, construyendo entre ellas puentes de tal manera como sólo sabe hacerlo la poesía; es decir, sobre todo con ayuda de la metáfora. La metafórica, a la que los primeros y no muy conspicuos críticos de Schulz consideraban como (muchas veces demasiado extenso) ornamento, está reconocida como la más importante herramienta metafísica, con ayuda de la cual se está reconstruyendo continuamente la unión primaria del cosmos.[...]


En el campo de los acontecimientos existenciales «ya todo había ocurrido», y lo que sucede ahora pertenece ya a un infinito –y común para todos los seres– hilo de acontecimientos y de fórmulas preestablecidas. Pero el mundo con su tendencia a la regresión, al mismo tiempo está abierto a la novedad, a lo excepcional, a la aventura.[...]


Schulz encierra el reflejo de dos tendencias, como dos sensibilidades de la vida humana. Una de ellas es la regresión, el retroceso, la búsqueda de las raíces y del sentido de la unidad; la otra, expansión, búsqueda de la novedad, aspiración alegre a derrumbar todos los obstáculos y limitaciones. Władysław Panas en su obra El Libro del Esplendor. Tratado sobre la Cábala en la prosa de Bruno Schulz dedujo ese dualismo de la mística de la escuela cabalista de Isaac Luria. Correspondería a dos fases de la actividad creativa de Dios: ilimitado en su grandeza, abarcando por sí mismo Todo, tiene que «retroceder», «hacer sitio», para poder emanar de sí el mundo. Gershom Scholem en su obra sobre el misticismo judío dice:


«Todo lo que existe es consecuencia de un doble movimiento, en el cual Dios se recoge en sí mismo, y, a la vez, emana algo de su existencia. Esos dos procesos son inseparables y se condicionan mutuamente. El proceso de emanación impregna todo lo que existe con algo de su Divinidad y, a cada instante, a cada paso se ve limitado por el mismo recogimiento en sí de Dios.» Ciertamente, el dualismo de regresión y expansión aparece más de una vez en los escritos de Schulz, es su «metrum» básico, como «respiración» que facilita al mundo repleto de significados el movimiento y los cambios. En la prosa de Schulz existen esos compases y aun más, y la sensibilidad de una modulada naturaleza de la existencia acerca a Schulz al otro maestro judío que escribía en polaco, a Leśmian: el latido de la noche y el día, el latido de las estaciones del año, el latido de la vegetación, incluso el latido armonioso de los “arrestos” otoñales y las «liberaciones» primaverales del ladrón Szloma, todo se filtra sin límites en la materia de la realidad, la hace hasta cierto punto clarividente, y, gracias a eso, comprensiva.


Ese dualismo de regresión y expansión donde la primera adelanta y facilita el camino a la otra, es la antítesis de lo que nosotros percibimos, toda vez que en la vida de uno la expansión es anterior a la regresión: la expansión es el privilegio de la juventud y la regresión el triste atributo de la vejez. Eso exige una singular percepción del mundo, hay que contemplarlo desde la perspectiva del Centro. Ese Centro en la obra de Schulz es el lugar más intimo: la cama del protagonista, situada también en el centro de la casa paternal. La casa ocupa un lugar estratégico en la ciudad por estar situada en la plaza, en el mismo centro, y la misma ciudad está situada en un valle, rodeado de colinas, más allá de las cuales la mirada y la imaginación del protagonista sólo llegan de manera incidental, las imágenes de esos territorios aparecen turbias y poco claras, como si no perteneciesen ya al orden de la realidad. En efecto, las fronteras del mundo literario de Schulz coinciden con las fronteras de Drohobycz y sus cercanías, reflejadas en sus relatos. Cuanto más lejos del Centro, el mundo parece menos concreto y menos sensual, hay pérdida de colorido, de valores y de sentido. Podemos observar el mapa de la ciudad y sus alrededores desde esa perspectiva central de percepción, contemplándola con el mismo protagonista del relato titulado La Calle de los Cocodrilos:


«En ese mapa, colgado de la pared y que se desplegaba por casi todo el espacio de la habitación, se veía en una perspectiva lejana el valle de Tyśmienica […] contrafuertes de las montañas que extendían sus pliegues hacia el sur, primero escasos y lejanos, después formando cadenas más numerosas, en un damero de colinas redondeadas, más pequeñas y difuminadas a medida que se iban acercando hacia la línea dorada y brumosa del horizonte. De esa lejanía marchita de la periferia emergía la ciudad, avanzando hacia la parte delantera del plano. Al principio lo hacía bajo la forma de masas aún indiferenciadas, bloques compactos de casas que dejaban ver el corte profundo de las calles, y, áun más cerca, algunos edificios separados, trazados con la precisión de objetivos vistos a través de un catalejo. En esa parte, el grabador había sabido representar la tumultuosa profusión de calles y callejones, la nitidez de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras brillando en el oro viejo de un atardecer de tonos apagados, que sumía las hornacinas y los recodos en una penumbra de color sepia.»


El protagonista de Schulz está situado siempre en una ciudad presentada «al estilo barroco», es decir, en una perspectiva subjetiva. La aventura de la vida lo empuja en su infancia y juventud a agrandar su mundo: al principio son los paseos “legales” con su madre –como en el relato Agosto de la obra Las Tiendas de Canela Fina–; después los excesos que encarnaban las aventuras prohibidas: los escolares del relato Pan se deslizan por un agujero de la empalizada de un jardín abandonado, situado detrás de la casa, a la búsqueda de algo excitante; el protagonista deambula por la sospechosa calle de los Cocodrilos. Finalmente, descubrimos también escapadas que se desarrollan en un espacio entre el sueño y la realidad, como en el relato titulado Las Tiendas de Canela Fina. La penetración en los espacios desconocidos tiene el sabor del pecado, se relaciona siempre con el escalofrío de la aventura, anuncia cosas nuevas, intrigantes, fuera de lo habitual (el vagabundo que se agacha para hacer sus necesidades, la loca Tłuja, la colección pornográfica del primo Emil, «la culminación de la depravación» en la trastienda del negocio con la lencería femenina); el personaje, al emprender su aventura deberá estar dispuesto a correr riesgos, la agresión de los elementos físicos e impetuosos. Y por esa razón regresa siempre a lugares protegidos, a su propia casa. Es la casa la que debe soportar el viento del huracán (El Vendaval) y a la casa vuelve después de su juerga «cuando se queda solo durante unos días» (El Señor Karol); la casa es como el santuario de la vida familiar y los intereses comerciales del padre (La Visitación, La Estación Muerta); la casa, el lugar de refugio, contradice la «catástrofe cósmica» de El Cometa; la casa idónea, en sentido figurado, es la fantástica fortificación de La República de los Sueños; la casa tapiada, semejante a una tumba, es la casa del jubilado del relato La Soledad. No en vano, como cuenta Jerzy Ficowski, ante situaciones de inseguridad y cuando se sentía perdido, Schulz tenía por costumbre dibujar para sí mismo una casa diminuta: el símbolo del calor y la seguridad.


Las expediciones al vellocino de oro, aventuras y regresos a la casa, todo eso parecería algo natural y sin un riesgo excesivo si no fuese por el hecho de que la atmósfera habitual de una ciudad, en los escritos de Schulz, puede transformarse en un dédalo de pasillos equívocos, en los que el protagonista se pierde y no puede salir raudo a los espacios abiertos. El autor nos muestra numerosos espacios para deambular, y el laberinto es, sin duda alguna, uno de los más importantes motivos de su prosa. Aparece bajo múltiples formas. La primera de ellas es la casa paternal cerca de la plaza:


«Nosotros vivíamos en la plaza vieja, en una de esas casas umbrías con fachadas deslucidas y ciegas, entre las que tan difícil es distinguir unas de otras.
Y eso provocaba continuos equívocos. Si una vez se había confundido el umbral y se subía erróneamente por otra escalera, se entraba en un laberinto de alojamientos desconocidos, de verandas, de corredores inesperados que hacían olvidar poco a poco el fin inicial de nuestra entrada allí, y sólo al cabo de varios días, después de extrañas y tortuosas aventuras, se recordaba con remordimiento, en un amanecer sin tonos, la casa familiar.»


El deambular, como puede apreciarse, no se relaciona aquí con miedo o sufrimiento, es más bien una escapada ilegal al mundo de la aventura, a la vuelta de la cual uno se siente algo culpable. Así se siente Józef en el relato Las Tiendas de Canela Fina cuando deambula por el laberinto de la ciudad, que se abre ante él cuando sus padres lo mandan desde el teatro a su casa para recoger la cartera olvidada por el padre. El protagonista abandona el camino por su propia voluntad, tentado por «las tiendas de canela fina» y el extraño surtido de artículos que se podía encontrar en ellas. En la obra de Schulz existen multitud de esos laberintos. Es laberíntico el edificio del sanatorio en El Sanatorio de la Clepsidra; el parque en La Primavera; el edificio de la escuela en Las Tiendas de Canela Fina; las trastiendas de los comercios de moda en La Calle de los Cocodrilos. Pero pueden aparecer laberintos menos habituales: «un espacio para deambular» es también el texto del Libro-infolio, y el significado oculto del álbum de sellos. También el mundo de la psique humana puede revelarse como un laberinto, como si la vida interior y exterior se sumiesen una en otra. He aquí la imagen de las parejas de jóvenes paseando por el parque en el relato La Primavera:


«En ese momento, una fuerza extraña se apodera de las parejas deambulantes, de los jóvenes y las muchachas que se encuentran a intervalos regulares. Cada joven se convierte en un Don Juan bello e irresistible, se supera a si mismo, orgulloso y triunfante, y su mirada adquiere esa fuerza mortal bajo la que desfallecen los corazones de las muchachas. Y los ojos de éstas se hacen profundos, jardines con mil senderos se abren allí, parques-laberintos sombríos y susurrantes. Un brillo de fiesta dilata sus pupilas que se abren, se abandonan y dejan entrar a los vencedores en los senderos de sus jardines tenebrosos cuyos caminos simétricos, estrofas de una canzona, se alejan en todos los sentidos, confluyen, se encuentran en una triste rima, en plazas rosa, en torno a parterres circulares, o cerca de fuentes en las que los últimos rayos de sol poniente incendian el agua [...]»


[Jerzy Jarzębski Schulz; Maldoror ediciones, Vigo 2003; 139 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]




















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