Retrato de Zofia Nałkowska a propósito de su última novela IZofia Nałkowska no es de esos escritores que eligen ellos mismos el tema de sus obras. La libertad de elección que limita en todo creador su propia naturaleza, aún se encuentra en ella reducida, y casi de manera patólogica, a un solo registro y un solo tema. Podríamos decir –si se me acepta la imagen– que es el tema quien elige al hombre. Hay que entender por tema una figura profunda, un esquema primitivo y último que no cesa de impregnarse de nuevos contenidos, de revestir un nuevo adorno temático y de perfilarse en problemáticas nuevas, refractándose en una multiplicidad surgida de sí mismo. Se percibe con claridad que aquí el tema sobrepasa al hombre, y dirige más allá de él una mirada elemental e irreductible. Patología sólo es otra palabra para expresar la determinación, lo que hay de maldito en una vocación o el sentimiento de una misión. Como fundamento de la creación la enfermedad tiene, asimismo, más de un título de nobleza. Eso significa que la lucha se desarrolla a tales profundidades que amenaza el equilibrio del alma, que su tensión y su peso desbordan las fuerzas humanas. La obra que sale intacta de esos abismos estará marcada por la prueba de fuego de su introspección, de su horror, y por lo tanto podrá enraizarse en un mundo donde será reconocida como modelo universal. Las obras de Nałkowska poseen tanta plenitud y densidad como para crear imágenes de un mundo, pero muestran siempre, ahí, una pared ennegrecida quemada por el rayo, la cicatriz de un desgarro, un testimonio terrible y memoria de su nacimiento mítico. IIAparte de una problemática cada vez diferente, los libros de Nałkowska son todos instrumentos hechos para captar la emoción. Podríamos así ver su obra como técnica de organización de las cargas y masas emocionales. Para el hombre contemporáneo ese ámbito tiene algo de embarazoso, y se invoca de mala gana. Pero si nuestra sensibilidad no se desliza en los automatismos intelectuales superados, si no cae en las aguas muertas del banal melodrama, se lo debemos finalmente a escritores como Nałkowska, que crean nuevos esquemas emocionales, a través de los que la sensibilidad se puede vivir plenamente. La emoción en ella posee una escala de notable amplitud y profundidad. Domina el arte seductor y mágico de ganar a los demás para su causa y de comprar las almas, algo que sólo entre los hombres consiguen los poetas. El momento amoroso ocurre cuando su sensibilidad toca el genio y emprende vuelo hacia el cielo de la inspiración. Sólo conoce por lo demás la vertiente femenina del diálogo amoroso, pero instrumenta la voz, de manera siempre nueva, hasta niveles cada vez más elevados, de tal modo que parece alcanzar los límites humanos. En esos momentos de éxtasis el principium individuationis está perdido para ella, como está perdida la diferencia entre el sufrimiento y la voluntad. Agnieszka siente la felicidad de Blizbor y Renata como la suya propia, su dolor se une a su placer y en el esplendor de un crepúsculo de mayo, en el desarrollo de la naturaleza primaveral ve repentinamente el decorado dispuesto desde hace siglos para la sinfonía más profunda, a la que se aproxima actualmente el triunfo, como una realización desde hace largo tiempo deseada.¡Qué precipicios, qué mundos contiene un amor desdichado y rechazado! Eso se formula con una afirmación simple, ¡pero qué inmensidad de injusticia hay ahí, qué contradicción, qué cicatriz en el seno del ser! Encontramos ahí la clave del prejuicio más profundo, de la injusticia más grave de la vida hacia el alma, la petición más vana y privada de sentido, rechazada pero que no puede renunciar a sí misma; es el último paso antes del más allá de lo humano, es la brecha en la naturaleza por la cual irrumpen la locura, el caos y el asalto pernicioso del mal. IIILas novelas de Nałkowska, desde El Conde Emil, maduraban la universalidad de expresión, el alcance de registro que permite ver perfilarse ahí la realidad polaca en las diversas etapas de elaboración nacional. Sin embargo, la determinación histórica –en vez de tener un valor definitivo como en Dąbrowska– se ve concernida solamente por el condicionamiento biológico, carnal, de sus personajes. Sus figuras, levantadas sobre un telón de fondo histórico y cultural aparentemente concreto, sólo encuentran ahí la mitad de su esencia, y sólo permanecen un momento. Vemos los paréntesis, el ropaje y el pretexto estilístico. En los escritores sólidamente enraizados en el terreno del costumbrismo y de la sociedad, el medio cultural legitima la problemática y los acontecimientos. En Nałkowska, que se ha liberado de los lazos de una esfera moral y cultural determinada para entrar en la del libre pensamiento europeo, aventurándose a través del éter vacante de los “espíritus libres”, ninguna gravitación natural orienta ya el curso de las cosas, no indica el lugar que les corresponde o que sólo les es apropiado. Queda su carácter problemático, suspendido en el vacío, su orfandad. Es por lo que la visión de la vida en ella se construye no sobre la base de certezas y evidencias adquiridas, sino sobre el asombro filosófico. La existencia, socavada por la intuición metafísica, sobrevuela sobre un abismo de extrañeza. IVEn materia de lenguaje, Nałkowska ha enriquecido la prosa polaca con tonalidades y registros que la sitúan en el primer plano de la literatura europea. Su aportación consiste sobre todo en condensar la disciplina y la selección, en reducir un vocabulario exuberante en el sentido de un cierto puritanismo que la lleva a respetar las convenciones más que a enriquecer el lenguaje. De la magnífica herencia de Żeromski, Kaden–Brandrowski ha recibido todo el poder de sensualidad, de materialidad, el valor onomatopéyico de las palabras, las formas populares y sus anexos argóticos. Nałkowska, por su parte, ha recibido la elegancia y la pureza de la sintaxis, la exactitud del verbo, la precisión refinada de la frase. No trabaja nunca con la multitud robusta de los pleonasmos, ni las ráfagas de la elocuencia, y tampoco encontramos en su prosa el relámpago inspirado de los neologismos de forma, sino más bien una sobriedad aguda, una noble pobreza, la temperancia y la estricta dosificación de los vocablos. El peligro de esta prosa fue en algún momento su pureza gélida, extraterritorial, su virtuosidad de cristal transparente a alturas donde corría el riesgo de cortarse de las fuentes vivas del lenguaje corriente. Pero en sus últimas novelas, la autora ha superado el peligro, abandonando el aire rarificado de las cimas por una prosa más alimenticia, menos difícil y no menos cargada de lo esencial. Realmente ha ganado así una plenitud clásica, y se ha convertido en un modelo de expresión y equilibrio entre las intenciones y los medios. VLos impacientes constituye una nueva etapa en la evolución artística de Nałkowska. Si en La frontera aún se percibían ciertas dudas, la autora de Los impacientes se encuentra a sí misma, supera la tentación de apartarse de su registro personal, y toca de nuevo la fibra de su instinto de artista, profundizado por todas sus experiencias y reflexiones. En esta novela Nałkowska consigue aproximarse aún más a la esencia de su arte, con una nueva base formal, un nuevo equilibrio entre su universo y sus medios. VIEn el pensamiento teórico, la univocidad del sistema de explicación es una exigencia y una necesidad; pero las obras de arte se apoyan sobre una esencial ambigüedad. Aquello que vive fuera de la obra de arte y sólo se mantiene por la separación alternativa ora...ora, en la obra de arte pierde su carácter disyuntivo y se convierte en así... así..., sin que esa contradicción aparente sea menos lícita –por ejemplo– que en las formaciones oníricas. Nałkowska no duda en su novela en construir con materiales contradictorios, la “verdad artística” ambigua de su obra. Así, apunta a identificar la existencia de los hombres en nuestras memorias, existencia imaginaria y figurada, con su existencia real; en borrar enseguida la frontera entre su existencia real y las peripecias que allí introduce lo que ellos viven en nuestra memoria. Pero no hay en el arte una frontera perceptible entre lo que nosotros pensamos seriamente y aquéllo que sólo es puro juego de ideas: el peso de los pensamientos se mide exclusivamente por su fuerza de sugestión, por su poder metafórico. Que vivan seres en nuestra memoria sólo en apariencia resulta una concepción paradójica. ¿Qué podemos nosotros, en efecto, oponerle que fuera una verdad objetiva en los hombres? ¿Otra teoría? ¿Una tradición? ¿Una leyenda familiar? ¿Y qué más tenemos a nuestra disposición? Allí como aquí evolucionamos entre fantasmas, condenados a ver sólo epifenómenos sin corporeidad ni consistencia. ¿Por qué tanto reparo en darles crédito cuando están ahí, en nuestra interioridad, donde nos ruegan tan insistentemente y donde su existencia tiene un poder de eficacia inmediata por la magia de seducción, por la sugestión y el estímulo para imitarlos que nos hechizan secretamente en nosotros mismos? Que esta idea no sea una invención vana, lo testimonia el hecho patológico de la difracción del yo con la que el individuo da a esos hechos de memoria su propia vida, su existencia, no ya metafóricamente sino realmente, con la mayor fuerza de convicción. No nos sorprenderemos si a su vez el héroe de la novela se siente ser una amalgama de hombres que pasan por él, un tropel, un tumulto de hombres que asaltan su alma. Simples posibles, aspectos de la sensación, transposiciones metafóricas de la realidad mientras evolucionan en los límites de lo normal, tienden hacia un punto, a la fronterra de la literalidad, donde se materializan en un sistema patológico. Señalemos que el arte presenta la misma tendencia a materializar la metáfora, encarnarla y dotarla de vida real, incluso de incomprensibles coincidencias. Esa insidiosa proximidad, esa connivencia con la parte oscura del alma viene aquí en ayuda del autor, pone en su mano procedimientos profundamente ambiguos y fascinantes. Hay que señalar que esta novela, de manera general, se muestra reveladora no tanto por su contenido como por los procedimientos que desarrolla metódicamente. Las concepciones solipsistas son ahí tan sugestivas que irradian las partes vecinas del libro dándole un aura fantasmagórica y alucinante. Nałkowska hace que la trama documental, como si se tratase de materias homogéneas, se entrelace con la que traza los movimientos interiores de Jakub. Me parece que ese carácter visionario e innovador y la actitud misma del narrador frente a las categorías esenciales de la narración es un acto artístico no menos importante, aunque más difícil de percibir y más raramente apreciado, que las revelaciones ligadas a la temática, más superficiales. La autora trata el problema del interior y del exterior de la misma manera discreta y sugestiva que el de la cronología. Sin caer en el programa y el estilo del Huxley de Ciego en Gaza, rompe el orden cronológico de la novela. Eso se efectúa de manera apenas perceptible para el lector, confirmando que el conflicto con un sentimiento del tiempo objetivo puede ser evitado si el autor no lo provoca intencionadamente. El lector acepta de buena gana reemplazarlo por otro, más esencial a la obra, y apenas percibe que el autor le ha hecho atravesar la frontera del tiempo. En ocasiones, ella se aprovecha de la corrección automática con la que el lector reconstituye mecánicamente el orden temporal trastornado, como hacemos por lo demás durante el curso habitual de los recuerdos. Ella ordena sus materiales según las leyes autónomas de la narración, quizá siguiendo con su sola intuición subjetiva el curso de asociaciones fortuitas, pero nuestra lectura sanciona el procedimiento aceptándolo sin objeción, lo que constituye su triunfo y su mejor justificación. Liberada de las trabas del tiempo mecánico, Nałkowska descubre una regularidad nueva, dictada por las leyes que armonizan esencias diferentes, descubriéndole resonancias mútuas, a través de las que se amplifican o se reducen. Ella llega así a reunir esencias diversas en una sola amalgama de un fervor y una intensidad infrecuentes (por ejemplo: la agonía de Marta en segundo plano del amor entre Roman e Irena, Jakub y Teodora). No encontraremos aquí, hay que señalarlo, juegos de experimentación, sino una reestructuración profunda del sistema de nuestras sensaciones, de un quebrantamiento y una relativización de sus principios, cuyos efectos paralelos se dejan sentir en otros dominios del pensamiento contemporáneo. VIILa trama temporal de la novela es por lo demás bastante escueta: apenas algunas semanas, antes y después del entierro de la abuela Ludwika, y marcadas por la enfermedad y muerte de la tía Marta. El tiempo verdadero de la novela se hace sentir por una multitud de intrigas paralelas, por sus numerosos personajes dialécticamente distribuidos, por las referencias anexas al pasado gracias a las que la novela se desarrolla de alguna manera hacia el fondo. Los trazos de la fábula son igualmente escuetos. En la familia de los Szpotawa las cosas van mal muy a menudo; el número de los accidentes trágicos, de los suicidios y escándalos sobrepasa en mucho la media. Cada uno de los personajes arrastra tras sí un duro fardo de pasado, y se encuentra de algún modo abierto a la continuidad de la historia familiar a través de los recuerdos del clan maternal y sus profundos contratiempos con el destino. Además del pasado que colma su memoria, los héroes ven su atención ocupada por las numerosas ruinas vivas que obsesionan la familia –vidas arruinadas, fracasadas, de tías y abuelas, padres extraviados y resueltamente maníacos. Toda esta galería de náufragos se une a la muerte de la mayor, Ludwika, cuyo entierro forma de alguna manera el nudo de la narración. La autora hace pasar ante nosotros esas vidas derrotadas y maltratadas, revela con amor los mecanismo fósiles, las reacciones inválidas por las que esos despojos de humanidad se adaptaron para acabar en su destino. VIIINo es la primera vez que Jakub aparece en la obra de Nałkowska. Como un espíritu infernal que siempre quiere regresar, ha reencarnado muchas veces, y cada vez de manera un poco diferente, descubriendo nuevos rasgos de su naturaleza. Fue Blizbor, Omski, el conde Emil, el hombre fatal y la esfinge masculina, hasta encontrarse, en el personaje de Jakub, bajo el foco de la lupa que debía revelarlo desde el interior. Jakub es Blizbor analizado, reducido a sus elementos, despojado de su aureola y mostrado en toda su miserable verdad humana. Pero el análisis no se ha llevado a cabo totalmente, no podía llevarse a cabo, y el núcleo ha resistido. Para la autora de El mal amor, existe una frontera infranqueable, un tabú más allá del cual su obra no va a arriesgarse porque la misma encuentra allí su impulso original y que en él se halla el centro creador en torno al cual –es necesario que se resuelva allí– se extienden las misteriosas tinieblas golpeadas por el relámpago mítico... IXEl segundo personaje central –al lado de Jakub–, es Teodora. Igual que el aura natural de Jakub es el dédalo enmarañado de una ciudad con sus parques sofocantes y la fatalidad de la desdicha en aquéllos que la habitan, la de Teodora es el mundo de Wieksznia, mundo de aguas claras y gran cielo, de vegetación feliz y campo ensimismado. El personaje de Teodora se alza a la vez paralelo y opuesto al de Jakub. Es por lo que la autora se ha limitado a los rasgos más delicados, algunos toques de pincel que la convocan a una vida casi vegetativa. Nałkowska extrae de ahí el encanto de un ser pasivo, la gracia de una víctima que espera impotente su destino y va desarmada a su encuentro. XEl sueño de que es objeto Teodora merece unas palabras aparte. XILos impacientes marca en la obra de Nałkowska, escritora de un instinto sin tacha que siempre evitó sobrepasar las fronteras de su talento, una etapa decisiva en la toma de conciencia de sus medios y recursos. |