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Retrato de Zofia Nałkowska a propósito de su última novela


I

Zofia Nałkowska no es de esos escritores que eligen ellos mismos el tema de sus obras. La libertad de elección que limita en todo creador su propia naturaleza, aún se encuentra en ella reducida, y casi de manera patólogica, a un solo registro y un solo tema. Podríamos decir –si se me acepta la imagen– que es el tema quien elige al hombre. Hay que entender por tema una figura profunda, un esquema primitivo y último que no cesa de impregnarse de nuevos contenidos, de revestir un nuevo adorno temático y de perfilarse en problemáticas nuevas, refractándose en una multiplicidad surgida de sí mismo. Se percibe con claridad que aquí el tema sobrepasa al hombre, y dirige más allá de él una mirada elemental e irreductible. Patología sólo es otra palabra para expresar la determinación, lo que hay de maldito en una vocación o el sentimiento de una misión. Como fundamento de la creación la enfermedad tiene, asimismo, más de un título de nobleza. Eso significa que la lucha se desarrolla a tales profundidades que amenaza el equilibrio del alma, que su tensión y su peso desbordan las fuerzas humanas. La obra que sale intacta de esos abismos estará marcada por la prueba de fuego de su introspección, de su horror, y por lo tanto podrá enraizarse en un mundo donde será reconocida como modelo universal. Las obras de Nałkowska poseen tanta plenitud y densidad como para crear imágenes de un mundo, pero muestran siempre, ahí, una pared ennegrecida quemada por el rayo, la cicatriz de un desgarro, un testimonio terrible y memoria de su nacimiento mítico.

El intelectualismo exuberante de la autora de La frontera es un aspecto superficial de su naturaleza. Ese instrumento tan preciso, delicadamente cuidado en todos sus resortes, forjado en todos los fuegos del pensamiento contemporáneo, es un fruto paradójico, que ha madurado sobre un suelo amenazado, minado, muy cerca de la desintegración en lo elemental. La ayuda vigilante del intelecto no le da ninguna seguridad frente a la tentación omnipresente de las profundidades prehumanas, a la fascinación por la esfera que precede la cultura, y por el murmullo del caos. Lo que encontramos en ella es una vena auténtica, no falsificada, de ese espíritu que los charlatanes han desacreditado en el plano intelectual y literario, y que Nietzsche designó con el nombre de dionisíaco. Toda sospecha de voluntad mistificadora se revela sin objeto ante una autora que lo intenta todo para dominar, suavizar y rebautizar para el arte la amalgama y los fenómenos irracionales de ese mundo primero. Todo ese humanismo intelectual de luminosa transparencia no consigue velar su naturaleza demoníaca, su innegable complicidad secreta con el fondo de lo irreacional que le escapará siempre, y no puede ser incorporado enteramente a la esfera total de la conciencia.

Hay que anotar en el crédito de la autora que a pesar de indudables tendencias optimistas, a pesar de su deseo de superar su complejo a través de la razón, no ha podido disimular un triunfo del intelecto. Ha mantenido una fidelidad inquebrantable, una honestidad sin falla, que da prueba de su conocimiento de la profunda legitimidad de esa noche a la que se ha consagrado y de la que cada uno de sus libros es la glorificación estática. Consideramos aquí la imagen de una irrevocable necesidad artística, de un raro grado de pureza: obediencia inapelable a la naturaleza más esencial, que deviene así la misión más profunda.

Esa noche que amenaza el universo de Nałkowska deja sin embargo un espacio libre. Retrocediendo por un momento al fondo de sí misma, se procura un respiro. Y esa pausa, la autora se apresura a llenarla con toda la pasión de su amor a la vida, con todo lo que emana de una sensualidad en éxtasis. El embriagador aroma de esa pasión por la vida emana poderosamente de las obras más antiguas de Nałkowska, con el hechizo de lo múltiple y la adoración ferviente del mundo. En La corneja, El mal amor o La historia de Teresa Hennert, vemos desarrollarse ese entusiasmo vernal que desborda el marco de la narración, ese triunfo de la vida tanto más emotivo en cuanto ya está amenazado por la noche tan próxima, que es su límite y la condena a morir.

El universo de Nałkowska es un universo femenino. La parte femenina del drama aparece ahí humanizada, traspasada por una luz comprensiva que la integra en el orden humano. El elemento masculino hace irrupción como un principio incomprensible, rebelde al análisis, irracional y hostil. Es ahí, sobre todo, donde Nałkowska representa el demonismo de la existencia, de manera un poco sumaria, con una ceguera voluntaria, que es fervor y embriaguez de abandonar cualquier tentativa de análisis. Esa abdicación de la luz, ese salto en el abismo constituye un rito inaugural de su creación, que culminará en el momento en que la catástrofe y el torbellino lisérgico del desastre lo engullan todo. Ahí se encuentra el nudo dinámico, el punto donde se engendra el impulso creador. Sin embargo, lo inefable y lo informe se mantiene para arrojar una luz humanizadora. A pesar de las apariencias de un gusto por la destrucción, toda su obra se urde más profundamente en el sentido de una edificación y un fin civilizador, tanto más meritorio porque se produce en la proximidad terrible del caos. ¿Cómo introducir aquí las sospechas de un espíritu moralizador y pusilánime, o las inquietudes por la integridad de un orden humano convencional, sin común medida con esas profundidades? Lo que hace precisamente la moralidad genuina de esta obra, es que accedemos ahí al riesgo absoluto, sin ningún seguro, que nos exige una verdadera respuesta de lo elemental, y que la aceptamos incluso si la misma va contra nosotros. Un cierto aspecto de heroísmo y desafío trágico está presente sin ninguna duda. Lo patológico es entonces como un lastre que empuja hacia las profundidades y que permite trabajar allí.

II

Aparte de una problemática cada vez diferente, los libros de Nałkowska son todos instrumentos hechos para captar la emoción. Podríamos así ver su obra como técnica de organización de las cargas y masas emocionales. Para el hombre contemporáneo ese ámbito tiene algo de embarazoso, y se invoca de mala gana. Pero si nuestra sensibilidad no se desliza en los automatismos intelectuales superados, si no cae en las aguas muertas del banal melodrama, se lo debemos finalmente a escritores como Nałkowska, que crean nuevos esquemas emocionales, a través de los que la sensibilidad se puede vivir plenamente. La emoción en ella posee una escala de notable amplitud y profundidad. Domina el arte seductor y mágico de ganar a los demás para su causa y de comprar las almas, algo que sólo entre los hombres consiguen los poetas. El momento amoroso ocurre cuando su sensibilidad toca el genio y emprende vuelo hacia el cielo de la inspiración. Sólo conoce por lo demás la vertiente femenina del diálogo amoroso, pero instrumenta la voz, de manera siempre nueva, hasta niveles cada vez más elevados, de tal modo que parece alcanzar los límites humanos. En esos momentos de éxtasis el principium individuationis está perdido para ella, como está perdida la diferencia entre el sufrimiento y la voluntad. Agnieszka siente la felicidad de Blizbor y Renata como la suya propia, su dolor se une a su placer y en el esplendor de un crepúsculo de mayo, en el desarrollo de la naturaleza primaveral ve repentinamente el decorado dispuesto desde hace siglos para la sinfonía más profunda, a la que se aproxima actualmente el triunfo, como una realización desde hace largo tiempo deseada.¡Qué precipicios, qué mundos contiene un amor desdichado y rechazado! Eso se formula con una afirmación simple, ¡pero qué inmensidad de injusticia hay ahí, qué contradicción, qué cicatriz en el seno del ser! Encontramos ahí la clave del prejuicio más profundo, de la injusticia más grave de la vida hacia el alma, la petición más vana y privada de sentido, rechazada pero que no puede renunciar a sí misma; es el último paso antes del más allá de lo humano, es la brecha en la naturaleza por la cual irrumpen la locura, el caos y el asalto pernicioso del mal.

El amor femenino en Nałkowska no conoce impulsos heroicos, no trasciende su ser ni va más allá de sus límites, como en Żeromski. Sólo es una parálisis del alma pasivamente aceptada entre el derrumbe de la felicidad y el sufrimiento, pero esta completa pasividad, sin límites, con los brazos abiertos a la inmensidad del fracaso, posee también su dignidad y su grandeza. La filiación de sus personajes femeninos llega hasta Goethe; la Justyna de La frontera es una reencarnación directa de la Margarita de Fausto.Nałkowska no busca niguna justificación, ningún antídoto para esa herida incurable del ser. Rehúsa cualquier consuelo salvo el que, único, consiste en hacerle frente con el sentimiento, en vivirlo hasta el final y nombrarlo. Pero ¿puede el arte alguna vez dar más?

III

Las novelas de Nałkowska, desde El Conde Emil, maduraban la universalidad de expresión, el alcance de registro que permite ver perfilarse ahí la realidad polaca en las diversas etapas de elaboración nacional. Sin embargo, la determinación histórica –en vez de tener un valor definitivo como en Dąbrowska– se ve concernida solamente por el condicionamiento biológico, carnal, de sus personajes. Sus figuras, levantadas sobre un telón de fondo histórico y cultural aparentemente concreto, sólo encuentran ahí la mitad de su esencia, y sólo permanecen un momento. Vemos los paréntesis, el ropaje y el pretexto estilístico. En los escritores sólidamente enraizados en el terreno del costumbrismo y de la sociedad, el medio cultural legitima la problemática y los acontecimientos. En Nałkowska, que se ha liberado de los lazos de una esfera moral y cultural determinada para entrar en la del libre pensamiento europeo, aventurándose a través del éter vacante de los “espíritus libres”, ninguna gravitación natural orienta ya el curso de las cosas, no indica el lugar que les corresponde o que sólo les es apropiado. Queda su carácter problemático, suspendido en el vacío, su orfandad. Es por lo que la visión de la vida en ella se construye no sobre la base de certezas y evidencias adquiridas, sino sobre el asombro filosófico. La existencia, socavada por la intuición metafísica, sobrevuela sobre un abismo de extrañeza.

IV

En materia de lenguaje, Nałkowska ha enriquecido la prosa polaca con tonalidades y registros que la sitúan en el primer plano de la literatura europea. Su aportación consiste sobre todo en condensar la disciplina y la selección, en reducir un vocabulario exuberante en el sentido de un cierto puritanismo que la lleva a respetar las convenciones más que a enriquecer el lenguaje. De la magnífica herencia de Żeromski, Kaden–Brandrowski ha recibido todo el poder de sensualidad, de materialidad, el valor onomatopéyico de las palabras, las formas populares y sus anexos argóticos. Nałkowska, por su parte, ha recibido la elegancia y la pureza de la sintaxis, la exactitud del verbo, la precisión refinada de la frase. No trabaja nunca con la multitud robusta de los pleonasmos, ni las ráfagas de la elocuencia, y tampoco encontramos en su prosa el relámpago inspirado de los neologismos de forma, sino más bien una sobriedad aguda, una noble pobreza, la temperancia y la estricta dosificación de los vocablos. El peligro de esta prosa fue en algún momento su pureza gélida, extraterritorial, su virtuosidad de cristal transparente a alturas donde corría el riesgo de cortarse de las fuentes vivas del lenguaje corriente. Pero en sus últimas novelas, la autora ha superado el peligro, abandonando el aire rarificado de las cimas por una prosa más alimenticia, menos difícil y no menos cargada de lo esencial. Realmente ha ganado así una plenitud clásica, y se ha convertido en un modelo de expresión y equilibrio entre las intenciones y los medios.


V

Los impacientes constituye una nueva etapa en la evolución artística de Nałkowska. Si en La frontera aún se percibían ciertas dudas, la autora de Los impacientes se encuentra a sí misma, supera la tentación de apartarse de su registro personal, y toca de nuevo la fibra de su instinto de artista, profundizado por todas sus experiencias y reflexiones. En esta novela Nałkowska consigue aproximarse aún más a la esencia de su arte, con una nueva base formal, un nuevo equilibrio entre su universo y sus medios.

Ya en sus novelas más antiguas el lector atento podía percibir que el elemento final no era tal carácter, o tal personaje bien delimitado. En el centro de su concepción se encuentra el drama humano, y donde los roles no están claramente determinados de antemano sino que, en cierto sentido, son móviles, intercambiables según la ensoñación y una instrumentación que admite distintas variantes. Los caracteres en Nałkowska sirven únicamente para orquestar un drama impersonal, representan la distribución, según el modo polifónico, de un tema tratado musicalmente. Pero ese hecho sólo se hace completamente sensible en Los impacientes. Aquí el fondo musical de la obra novelesca se despliega en una vasta estructura, donde la melodía se distingue apenas de un acompañamiento múltiple, de muchas voces. Las premisas del drama están expuestas en su germen muchas veces; intentan emprender su vuelo, se elevan en distintas tentativas de entonación simultánea que se rompen enseguida y son dejadas al abandono, para unirse a la multitud de voces paralelas e intercambiables de donde podrán finalmente surgir con nitidez los contornos del tema conductor. El equivalente de esa estructura polifónica en el plano temático es la introducción, como verdadero actor del drama, de una familia: el clan muy ramificado de los Szpotawa, marcado desde el origen por el estigma de una actitud nefasta ante el destino. Desde el comienzo el héroe es, pues, no un individuo aislado, sino algo así como una colonia de animálculos, un árbol coralífero de múltiples ramificaciones, en las cuales, a través de nudos y brotes, el drama crece, para aparecer finalmente, saliendo de esa gravitación suterránea y secreta, con una fisonomía y un nombre, dando forma individual a ese debate confuso de los Szpotawa y el destino.

El pensamiento contemporáneo da a entender simultáneamente en numerosos puntos la idea de que los destinos individuales no pueden constituir totalidades en sí, entidades suficientes; que no crean circulaciones autónomas por las cuales se expresarían enteramente, sino que se remiten a algo más vasto que lo individual y son trascendidos por la relación de pertenencia a un orden superior que sólo resuelve en una figura y un sentido apropiados sus exacerbaciones y su intensidad. Thomas Mann ha dado un ejemplo monumental y extremo de esa concepción en su tetralogía bíblica. La vida de las generaciones humanas sólo es entonces el material donde se realizan los personajes de la “historia” eterna, que no pueden jamás expresarse con una total claridad, pero se completan en incesantes correciones repetitivas, para alcanzar un día quizá la plenitud esperada. En Nałkowska, esa realidad superior, adquiere en Los impacientes el rostro de un destino colectivo, un fatum hereditario e inmanente que intenta a través de individuos aislados decir –balbuceando– algo de su absurdidad o de su sentido. Pero esa herencia es en Nałkowska tanto un mito, o una metáfora, como la reencarnación de las “historias” eternas de Thomas Mann. Como él, intenta aflojar el tejido de los hechos, hacerlo transparente con una iluminación en profundidad. Pero sabe que la acción del fatum a través de la herencia no es tan rectilínea como se la imaginan los naturalistas. Ella tampoco cree que la tarea del arte sea la de popularizar las tesis científicas. Éstas comienzan a interesarle únicamente cuando, frente a los problemas, su univocidad se difracta, se polariza y crea el torbellino luminoso de una tempestad teórica. El fatum, impertinente desde el punto de vista del arte bajo su ropaje de herencia psicológica, reviste entonces una forma más eficaz, la de una contaminación de la memoria, a través de la cual el alma es cargada con el peso de los recuerdos.

En Jakub, esa intoxicación de la memoria por el recuerdo de los malos caminos que trazaron y frecuentaron tantos de sus predecesores, que quisieran ser imitados, adquiere la forma de una obsesión, y casi de una identificación con la multitud de sus ancestros. Esa obsesión nos revela el mecanismo interior de la herencia, la crisis psíquica que determina en el fondo de nosotros, y su aspecto refractado sobre la pantalla de la conciencia.

VI

En el pensamiento teórico, la univocidad del sistema de explicación es una exigencia y una necesidad; pero las obras de arte se apoyan sobre una esencial ambigüedad. Aquello que vive fuera de la obra de arte y sólo se mantiene por la separación alternativa ora...ora, en la obra de arte pierde su carácter disyuntivo y se convierte en así... así..., sin que esa contradicción aparente sea menos lícita –por ejemplo– que en las formaciones oníricas. Nałkowska no duda en su novela en construir con materiales contradictorios, la “verdad artística” ambigua de su obra. Así, apunta a identificar la existencia de los hombres en nuestras memorias, existencia imaginaria y figurada, con su existencia real; en borrar enseguida la frontera entre su existencia real y las peripecias que allí introduce lo que ellos viven en nuestra memoria. Pero no hay en el arte una frontera perceptible entre lo que nosotros pensamos seriamente y aquéllo que sólo es puro juego de ideas: el peso de los pensamientos se mide exclusivamente por su fuerza de sugestión, por su poder metafórico. Que vivan seres en nuestra memoria sólo en apariencia resulta una concepción paradójica. ¿Qué podemos nosotros, en efecto, oponerle que fuera una verdad objetiva en los hombres? ¿Otra teoría? ¿Una tradición? ¿Una leyenda familiar? ¿Y qué más tenemos a nuestra disposición? Allí como aquí evolucionamos entre fantasmas, condenados a ver sólo epifenómenos sin corporeidad ni consistencia. ¿Por qué tanto reparo en darles crédito cuando están ahí, en nuestra interioridad, donde nos ruegan tan insistentemente y donde su existencia tiene un poder de eficacia inmediata por la magia de seducción, por la sugestión y el estímulo para imitarlos que nos hechizan secretamente en nosotros mismos? Que esta idea no sea una invención vana, lo testimonia el hecho patológico de la difracción del yo con la que el individuo da a esos hechos de memoria su propia vida, su existencia, no ya metafóricamente sino realmente, con la mayor fuerza de convicción. No nos sorprenderemos si a su vez el héroe de la novela se siente ser una amalgama de hombres que pasan por él, un tropel, un tumulto de hombres que asaltan su alma. Simples posibles, aspectos de la sensación, transposiciones metafóricas de la realidad mientras evolucionan en los límites de lo normal, tienden hacia un punto, a la fronterra de la literalidad, donde se materializan en un sistema patológico. Señalemos que el arte presenta la misma tendencia a materializar la metáfora, encarnarla y dotarla de vida real, incluso de incomprensibles coincidencias. Esa insidiosa proximidad, esa connivencia con la parte oscura del alma viene aquí en ayuda del autor, pone en su mano procedimientos profundamente ambiguos y fascinantes. Hay que señalar que esta novela, de manera general, se muestra reveladora no tanto por su contenido como por los procedimientos que desarrolla metódicamente. Las concepciones solipsistas son ahí tan sugestivas que irradian las partes vecinas del libro dándole un aura fantasmagórica y alucinante. Nałkowska hace que la trama documental, como si se tratase de materias homogéneas, se entrelace con la que traza los movimientos interiores de Jakub. Me parece que ese carácter visionario e innovador y la actitud misma del narrador frente a las categorías esenciales de la narración es un acto artístico no menos importante, aunque más difícil de percibir y más raramente apreciado, que las revelaciones ligadas a la temática, más superficiales. La autora trata el problema del interior y del exterior de la misma manera discreta y sugestiva que el de la cronología. Sin caer en el programa y el estilo del Huxley de Ciego en Gaza, rompe el orden cronológico de la novela. Eso se efectúa de manera apenas perceptible para el lector, confirmando que el conflicto con un sentimiento del tiempo objetivo puede ser evitado si el autor no lo provoca intencionadamente. El lector acepta de buena gana reemplazarlo por otro, más esencial a la obra, y apenas percibe que el autor le ha hecho atravesar la frontera del tiempo. En ocasiones, ella se aprovecha de la corrección automática con la que el lector reconstituye mecánicamente el orden temporal trastornado, como hacemos por lo demás durante el curso habitual de los recuerdos. Ella ordena sus materiales según las leyes autónomas de la narración, quizá siguiendo con su sola intuición subjetiva el curso de asociaciones fortuitas, pero nuestra lectura sanciona el procedimiento aceptándolo sin objeción, lo que constituye su triunfo y su mejor justificación. Liberada de las trabas del tiempo mecánico, Nałkowska descubre una regularidad nueva, dictada por las leyes que armonizan esencias diferentes, descubriéndole resonancias mútuas, a través de las que se amplifican o se reducen. Ella llega así a reunir esencias diversas en una sola amalgama de un fervor y una intensidad infrecuentes (por ejemplo: la agonía de Marta en segundo plano del amor entre Roman e Irena, Jakub y Teodora). No encontraremos aquí, hay que señalarlo, juegos de experimentación, sino una reestructuración profunda del sistema de nuestras sensaciones, de un quebrantamiento y una relativización de sus principios, cuyos efectos paralelos se dejan sentir en otros dominios del pensamiento contemporáneo.

VII

La trama temporal de la novela es por lo demás bastante escueta: apenas algunas semanas, antes y después del entierro de la abuela Ludwika, y marcadas por la enfermedad y muerte de la tía Marta. El tiempo verdadero de la novela se hace sentir por una multitud de intrigas paralelas, por sus numerosos personajes dialécticamente distribuidos, por las referencias anexas al pasado gracias a las que la novela se desarrolla de alguna manera hacia el fondo. Los trazos de la fábula son igualmente escuetos. En la familia de los Szpotawa las cosas van mal muy a menudo; el número de los accidentes trágicos, de los suicidios y escándalos sobrepasa en mucho la media. Cada uno de los personajes arrastra tras sí un duro fardo de pasado, y se encuentra de algún modo abierto a la continuidad de la historia familiar a través de los recuerdos del clan maternal y sus profundos contratiempos con el destino. Además del pasado que colma su memoria, los héroes ven su atención ocupada por las numerosas ruinas vivas que obsesionan la familia –vidas arruinadas, fracasadas, de tías y abuelas, padres extraviados y resueltamente maníacos. Toda esta galería de náufragos se une a la muerte de la mayor, Ludwika, cuyo entierro forma de alguna manera el nudo de la narración. La autora hace pasar ante nosotros esas vidas derrotadas y maltratadas, revela con amor los mecanismo fósiles, las reacciones inválidas por las que esos despojos de humanidad se adaptaron para acabar en su destino.

VIII

No es la primera vez que Jakub aparece en la obra de Nałkowska. Como un espíritu infernal que siempre quiere regresar, ha reencarnado muchas veces, y cada vez de manera un poco diferente, descubriendo nuevos rasgos de su naturaleza. Fue Blizbor, Omski, el conde Emil, el hombre fatal y la esfinge masculina, hasta encontrarse, en el personaje de Jakub, bajo el foco de la lupa que debía revelarlo desde el interior. Jakub es Blizbor analizado, reducido a sus elementos, despojado de su aureola y mostrado en toda su miserable verdad humana. Pero el análisis no se ha llevado a cabo totalmente, no podía llevarse a cabo, y el núcleo ha resistido. Para la autora de El mal amor, existe una frontera infranqueable, un tabú más allá del cual su obra no va a arriesgarse porque la misma encuentra allí su impulso original y que en él se halla el centro creador en torno al cual –es necesario que se resuelva allí– se extienden las misteriosas tinieblas golpeadas por el relámpago mítico...

El rasgo esencial de Jakub es su falta de confianza y su hostilidad hacia sí mismo. De ahí viene ante los otros una posición perpetuamente falsa que él transforma en un odio esencial a la humanidad. Tales seres están en principio condenados al amor; están como destinados a vivir el gran amor que será como el milagro de su existencia. Todo su ser tiende a eso como la solución única que los liberará de su maldición, de la náusea que los condena y los aniquila interiormente. Han nacido para ser amantes. Su esterilidad, su oscuro empecinamiento, su cerrazón, concentran todas las fuerzas de su alma en el amor, para el cual adquieren una especie de genio. Nałkowska muestra que ellos son de cualquier modo nefastos para el objeto de amor que ellos engrandecen con todos los poderes acumulados que le llegan del fondo del caos. Ellos mismos son de alguna manera fragmentos de ese caos que ha querido por un instante devenir humano. He aquí una nueva manera de transcribir el mito esencial de Nałkowska.

El desenlace de El mal amor aún es en cierta medida fortuito, y no ligado al carácter profundo del héroe. Enamorarse de otra, cambiar de objeto de amor, puede hacerlo cada uno. En Los impacientes, al contrario, el amor de Jakub muere de sí mismo, como de autointoxicación. La adoración no cesa, pero se ve contaminada por el odio. ¿Cómo éste no iba a alcanzar a la misma Teodora, cuando también ella le pertenece desde el comienzo, y toma parte por propia voluntad en su condena? El reproche, el único, que ese hombre lleno de hostilidad hacia sí mismo arroja al rostro de su amante, es que ella ya no es para él la excepción bienaventurada, la remisión de la desdicha, desde que ella se dejó dominar por su amor. ¿No lo ha engañado, traicionado, puesto que se encuentra con ella cuando lo que él quería era huir? En el momento del ajuste de cuentas definitivo consigo mismo, Jakub se interroga sobre el milagro increíble de la normalidad, que no es más que otra fórmula, positivista, para designar lo que los católicos nombran milagro de la gracia. El secreto de Jakub es, en el fondo, el secreto de una imposibilidad de recibir la gracia. A quien le falta la gracia, todos los caminos conducen a la desdicha. La impaciencia de Jakub y de todos los otros suicidados, es el hambre que tienen de su destino, la prisa con la que avanzan al encuentro de su fatum, el deseo que tienen estos condenados de llevar a cabo su condena. Aquí aparece de nuevo la tesis principal de Nałkowska, que es la consunción del ser en sí mismo, la autodestrucción. El más profundo símbolo de su obra sería un fénix llameante que vuela en la claridad del mundo para ser reducido a cenizas por la fuerza de su propio fuego. Ese momento de éxtasis de la destrucción es, por el lado de la mecánica de la psique, la justificación y el término de todo el esfuerzo creador.

IX

El segundo personaje central –al lado de Jakub–, es Teodora. Igual que el aura natural de Jakub es el dédalo enmarañado de una ciudad con sus parques sofocantes y la fatalidad de la desdicha en aquéllos que la habitan, la de Teodora es el mundo de Wieksznia, mundo de aguas claras y gran cielo, de vegetación feliz y campo ensimismado. El personaje de Teodora se alza a la vez paralelo y opuesto al de Jakub. Es por lo que la autora se ha limitado a los rasgos más delicados, algunos toques de pincel que la convocan a una vida casi vegetativa. Nałkowska extrae de ahí el encanto de un ser pasivo, la gracia de una víctima que espera impotente su destino y va desarmada a su encuentro.

La aventura de Jakub y Teodora surge lentamente, apenas al principio un poco en relieve, sobre el telón de fondo de múltiples ocupaciones cotidianas sin unión coherente, dispersas y difusas a lo largo de todo el libro: entre el gris tejido de las vidas ordinarias. Hay que admirar con qué maestría de la puesta en escena las masas narrativas se superponen en tramas infinitas, en episodios, en relatos en principio de una aparente sequedad, para formar un tejido de tenues claridades, de tamizados destellos, una contextura apagada pero de una perfecta nobleza. Un arte intimista y discreto, cuyas fórmulas recogen –diríamos– el grano maduro de la experiencia en el momento querido, festeja aquí su triunfo silencioso.


X

El sueño de que es objeto Teodora merece unas palabras aparte.

Por su indudable familiaridad con la cara secreta de la vida, Nałkowska salva fácilmente las fronteras de la normalidad, para entrar, como en un territorio interior que le es cercano, en el mundo de las experiencias extremas, de las sensaciones sonambúlicas y de los estados supranormales. Mientras que casi todas las tentativas de este género, en la literatura, consisten en imitaciones más o menos logradas que vienen a parasitar un campo sobre el que no existe ningún medio de control, los susurros que narra Nałkowska de su escucha de ese territorio oscuro llevan la marca de una autenticidad absoluta. Es la única escritora, al menos en la literatura polaca, de quien hay que tomar en serio la experiencia poética de ese mundo nocturno, y que traduce de manera aguda, con un lenguaje poético, sus indescifrables grimorios. Los estados que experimenta Marusia en Las serpientes y las rosas, la locura de Justyna en La frontera, las obsesiones de Jakub en Los impacientes, son los ajustes de cuentas emocionales de esas exploraciones de un verdadero más allá de la psique. Es así igualmente como hay que considerar el sueño de Teodora. Esta manifestación mayor de la alquimia literaria, no distinta en su confusión del ambiente onírico, del trance sonambúlico, especie de estenograma mediúmnico de las absurdidades a través de las que quiere germinar una clarividencia deformada y velada mil veces, deja vislumbrar, en mi opinión, pasajes análogos como los que encontramos en la obra de Proust (por ejemplo, los sueños tras la muerte de su abuela). No se puede dar de manera más convincente la transgresión en la inmovilidad, la mordaza sorda del sueño, sobre la superfcie del cual se desarrolla esta historia piadosa y sin salida. Nos gustaría decir que en ninguna parte además ha sido descifrado el secreto de las visiones del sueño, o encontrado la clave de su lengua natal.

XI

Los impacientes marca en la obra de Nałkowska, escritora de un instinto sin tacha que siempre evitó sobrepasar las fronteras de su talento, una etapa decisiva en la toma de conciencia de sus medios y recursos.

Casi por completo encerrada en su propia regla, esta obra alcanza al mismo tiempo una perfección casi definitiva, que sanciona una visión como ilimitada, exteriormente a través del sentimiento de una progresiva extinción de los espacios periféricos, e interiormente a través de una sucesión infinita de reflejos en espejo y de interpretaciones posibles, por las que se orienta y al mismo tiempo se pierde en los límites de su problemática. Por sus tentativas de aflojar la trama de las percepciones constituidas en sistemas –como las categorías fundamentales de la narración–, por la puesta en movimiento del complejo que forman el inconsciente y los territorios limítrofes de la psique, esta novela se entronca con las tendencias que atraviesan la literatura europea actual.


Primera edición:
Skamander nº 108-110, 1939 [reseña de la novela Los impacientes, de Zofia Nałkowska (1884-1954), editorial Atlas, Lwów 1939]

Reimpresión, entre otras, en:
Bruno Schulz, Opowiadania..., p. 408-425.


[Bruno Schulz Retrato de Zofia Nałkowska... en: Ensayos críticos, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 147 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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