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Las campanas de Basilea


Aragon, uno de los promotores del surrealismo francés, ha sufrido una larga evolución interior antes de dar con su segunda novela un ejemplo de un nuevo género de realismo, que se llama realismo socialista. Esta novela, Las campanas de Basilea, debería ser el primer ensayo de una nueva manera de escribir.

Libro, en alguna medida, revelador. La crítica marxista se muestra ahí con una extrema fecundidad, multiplicando la fuerza de la visión, dando a la mirada la penetración de los rayos X que radiografían el enredado tejido de la vida. Aragon no ilumina las cosas desde el interior, con la psicología. Establece más bien desde el exterior un testimonio objetivo, secamente, a la manera de un cronista.

Las campanas de Basilea constituye en un cierto sentido una cala en las costumbres de la “alta sociedad” francesa durante el último decenio que precede a la guerra. Aragon muestra la lucha de clases en tanto que origen profundo de todos los fenómenos que se manifiestan en la superficie de la vida social. A causa de la complejidad extrema de la vida económica contemporánea, del anonimato del capital, de la simbiosis secreta con el Estado, esa lucha está en su apogeo de manera oculta. Sólo dos polos opuestos tienen pleno conocimiento, un estamento superior de la burguesía de una parte, y, por la otra, la vanguardia de un proletariado consciente. La media y la pequeña burguesía, la intelligentsia y la masa de proletarios sin conciencia de clase se enmarañan en su incomprensión, en una red de intrigas e ideologías que les fueron impuestas y de las que no pueden escapar. En razón de esas capas sociales que llevan la lucha, el capital trata sus asuntos en la clandestinidad más estricta. Es ahí, en esa clandestinidad del capital donde se encuentra la fuente de la pérfida hipocresía, de la doble moral que la burguesía sugiere pero también impone, y se impone a sí misma en sus costumbres, llegando a sacrificar incluso a los que en su propia esfera la han transgredido de una manera demasiado clarividente, y han puesto en peligro la opacidad y perennidad de la mascarada.

Es a esa mascarada, a esa farsa trágica de las costumbres comtemporáneas a lo que es consagrada la primera parte de la novela. Los héroes no son los personajes, atrapados en las intrigas que presenta; el verdadero héroe, podríamos decir, es la comedia de la moralidad en sí misma. En esta parte del libro, y en las siguientes, se puede ver como ha evolucionado nuestra noción de la sustancia de la historia. Para los escritores de antaño, se trataba de una anécdota individual, una biografía representativa, una cantinela de vida personal sobre el fondo del tumulto sordo de la historia. En Aragon ese tumulto sordo ha crecido y ocupa el primer plano. Se ha articulado, diferenciado; se ha vuelto más preciso. A través de su novela percibimos ese tumulto confuso, la furia y el ruido de la historia.

El tema de la primera parte de la novela, es la historia de un escándalo que revela la repugnante anatomía de la “alta sociedad” parisina. En el centro de ese asunto se encuentra Diane de Nettencourt, una de esas mujeres que hacen carrera en París gracias a su belleza y su refinamiento erótico. Después de haber pasado de mano en mano, Diane acaba finalmente en el lecho conyugal de un tal Brunel. Brunel, canalla utilizado para sucias tareas por un tiburón de gran calibre, Wisner, tiene mala suerte: uno de sus acreedores, víctima de la usura, se suicida en su casa. Aunque se trata de un notorio juerguista y un frívolo, los rivales de Wisner hinchan el asunto hasta que alcanza proporciones de escándalo. La campaña es llevada por la “Action française”. Se extiende en círculos cada vez más amplios, llega al Parlamento, pero Wisner, en cuyos intereses están comprometidos ministros, consigue paralizar la acción; Diane y su madre, por su parte, consiguen darle al asunto visos de un escándalo erótico. Desgraciadamente, el amigo de la casa, el general Dorsch, descubre por azar el verdadero fondo de aquella trama, e impide su encubrimiento. Wisner sacrifica a Brunel, que está comprometido, y Diane pide el divorcio.

En la segunda parte Aragon alcanza el nivel donde las diferentes capas sociales se encuentran y se mezclan. Catherine Simonidzé está predestinada, por su origen, a vivir en las fronteras de esas diferentes capas. Su madre, georgiana separada de un marido con negocios de petróleo en Baku, pertenece al mismo mundo que Diane, y lleva una vida de aventurera en los hoteles elegantes de la Riviera, con la diferencia de que en esta hija de una nación oprimida perduran ciertas tradiciones revolucionarias, o más bien un cierto romanticismo que encuentra una salida en sus amoríos con los revolucionarios. Ese romanticismo, ese lirismo revolucionario, consigue transmitírselo a su hija, que sabe ver entre la brillante vida de libertinaje la esclavitud y la decadencia de una mujer rebajada al papel de juguete y en quien el sufrimiento que de ella emana crece hasta dimensiones de un conflicto esencial. La idea central de la vida de Catherine al filo de la madurez es un sentimiento exacerbado, excesivo en su delicadeza, de la dignidad femenina. Antes de convertirse en una anarquista social ella será una anarquista del amor. La idea de la liberación de la mujer se dibuja vagamente en ella: sobre ese mito personal se apoya y cristaliza su espíritu revolucionario. Lo que empuja a Catherine a los movimientos sociales es el presagio de que ahí encontrará la realización de su sueño. Aragon muestra su errancia y sus vaivenes a través de distintas ideologías. Lo que da testimonio del instinto profundo de Aragon, es que consigue anudar las peripecias ideológicas por medio de asuntos amorosos. Muestra cómo las apariencias irracionales de las elecciones amorosas, las fluctuaciones de los sentimientos en su heroína tienen la misma raíz que sus ideales sociales y cómo estos últimos toman parte en la formación de su mitología erótica. Hay ahí como la ilustración de lo que entre nosotros decía Brzozowski sobre la importancia social del erotismo. El mundo de los ideales sociales se destila en la mujer por los oscuros alambiques del instinto.

Durante un cierto tiempo Catherine permanece bajo el encanto del anarquista Libertade. El anarquismo la atrae por su ausencia de compromiso, por su impulso romántico. Pero en todo eso Catherine no puede encontrar sitio para ella, un papel a su medida. De Libertade a Henri Bataille, Catherine, cambiando de hombre, recorre diferentes mundos de ideas, empujada por un vacío interior, atormentada por una perpetua angustia. En un segundo plano de estas peripecias se deslizan los fantasmas de la pequeña burguesía que se hunden en el vacío y el absurdo de un mundo sin ideas. Esa aridez del tiempo, esa época en callejón sin salida, ese silencio pudriéndose antes de la tempestad, Aragon sabe ofrecerlos con maestría a través de la grisalla extraña de su prosa. En ninguna parte un acento, en ninguna parte una explosión. El asesinato de Libertade, el suicidio de Solange, la muerte de Judith, la cobardía, las tragedias –todo se anuda sordamente en el suave tapiz de esta prosa. Son los años 1908–1911. Nunca el mundo había parecido tan acabado, viejo, sin futuro. El tiempo parece deslizarse, a través de actos fútiles, en una inmensa monotonía, en el silencio de un gran reflujo. Las fuerzas que se mueven en su trasfondo aún están mudas, aún no tienen sus propios órganos para expresarse.

Aragon ha reservado la tercera parte para introducir finalmente en escena al verdadero proletariado en lucha. Esta última parte del libro es como una gran crónica de acontecimientos de consecuencia histórica que se desarrollan en Francia y Europa, en un silencio e inmovilidad aparentes, en el transcurso de los años 1911-1912. La historia nunca había estado tan camuflada, con un tan profundo carácter de conspiración como en esta época de grandes accionariados y escándalos internacionales. Aragon muestra el engranaje de la política y los intereses, el hormigueo de las intrigas y trapacerías; pone al desnudo el mecanismo que rige los acontecimientos en uno de los episodios de la lucha encarnizada que libran las clases: una huelga de los conductores que trabajan en un gigantesco consorcio que ha monopolizado la comunicación por carretera en París. Aragon muestra el monstruoso enredo del asunto, en el que están implicados el gobierno, la policía, los jefes de partido –todos marionetas entre las manos de un grupo de malhechores como Quesnel o Wisner, o de canallas de menor talla como De Houten, el cual provoca con ayuda de la policía la acción terrorista de los anarquistas para desacreditar entre la opinión el movimiento de huelga.

Esta parte es la que más se aleja de la forma tradicional de la novela. Las individualidades se encuentran al margen de la narración, a cuya cabeza está situado “el asunto” mismo. Ningún lirismo, ningún arabesco de estilo, nada de picante ni de efectismo. A pesar de la aridez de ese aire de crónica, hay en esta prosa un gran aliento épico y un patetismo inherente a la historia; un vasto panorama de la época, sobre el que los acontecimientos de la huelga se desarrollan en miniatura, como en los antiguos cuadros de batallas.

Lo que es digno de admiración, es la contención del sentimiento, la aptitud verdaderamente épica que sabe mantener Aragon. La pasión del autor, su pasión amordazada sólo se revela en la energía creadora con la cual ha sabido dominar y abrazar en un sólo impulso la multitud de hechos que se comprimen, el innumerable enjambre de relaciones, de acciones y episodios.

La última parte, de apenas una decena de páginas, y que lleva como título el nombre de la socialista alemana Clara Zetkin, constituye una especie de epílogo con acentos líricos, donde el sentimiento del autor –hasta entonces cautivo por la disciplina épica– estalla inopinadamente.

La traducción de Wacław Rogowicz es pefecta. Pocos traductores en Polonia conciben tan seriamente su misión. Las traducciones del señor Rogowicz se caracterizan por el sentimiento de una plena responsabilidad de la palabra y un oído sutil puesto al servicio del tono y el colorido de las páginas que traduce.


Primera edición:
Wiadomości Literackie, nº 15, 1936 [reseña de la novela Las campanas de Basilea, de Louis Aragon (1897-1982), traducción de Wacław Rogowicz, editorial Jakub Przeworski, Warszawa 1936]

Reimpresión:
Bruno Schulz, Proza, p. 387-391.


[Bruno Schulz Las campanas de Basilea en: Ensayos críticos, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 147 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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