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[...] En esa época remota, habíamos concebido con mis compañeros la idea imposible y absurda de ir más allá del balneario, hasta esa tierra que no pertenecía a nadie salvo a Dios, límite discutido y neutro donde acababan los confines de los Estados, y donde la rosa de los vientos, enloquecida, giraba bajo la bóveda celeste. Ahí, liberados de los mayores, íbamos a establecer nuestra plaza fuerte, a proclamar una república de los jóvenes. Ahí, íbamos a promulgar leyes nuevas, una nueva jerarquía de criterios y valores, llevar una vida emplazada bajo el signo de la poesía y la aventura, de deslumbramientos y asombros continuos. Creíamos que bastaría con apartar las barreras de las conveniencias, abandonar las viejas rutinas de los asuntos humanos, para que una fuerza elemental penetrase en nuestra existencia, una gran marea de imprevisto, una avalancha de aventuras románticas. Queríamos someter nuestra vida a un torrente de fabulaciones, dejarnos llevar por olas inspiradas de historias y acontecimientos. El espíritu de la naturaleza es en el fondo un gran relator. Él es la fuente de las fábulas, de las novelas y epopeyas. Había una cantidad de motivos novelescos en el aire. Bastaba con tender sus redes bajo el cielo cargado de fantasmas, hincar en el suelo un mástil que el viento hacía cantar, y pronto en torno a él comenzarían a aletear jirones de novelas cogidos en una trampa.
Habíamos decidido ser autosuficientes, crear un nuevo principio de vida, recomenzar el mundo –a pequeña escala, es verdad, para nosotros solos–, pero según nuestros gustos.
Debía ser una fortaleza, blockhaus dominando la región, a la vez muralla, teatro y laboratorio de visiones. La naturaleza entera debía ser atraída a su órbita. Como en Shakespeare, el teatro se confundía con la naturaleza de la que nada le separaba, estaba enraizado en la realidad, sus elementos le daban impulsos e inspiraciones, su ritmo sería la bajamar y pleamar de los ciclos naturales. Aquí se encontraría el nudo gordiano de todos los procesos en curso en el gran organismo de la naturaleza, aquí iban a unirse todos los motivos y fabulaciones de su gran alma brumosa. Queríamos, como Don Quijote, abrir nuestra vida a todas las intrigas, enredos y peripecias que se traman en ese espacio que tiene por ley lo fantástico.
Soñábamos con que el lugar fuese amenazado por un peligro impreciso, que respirase un terror misterioso. En nuestra fortaleza encontraríamos un abrigo seguro. Entonces, nos imaginábamos que camadas de lobos recorrían la tierra y los bandidos infestaban los bosques. Nosotros nos preparábamos para el asedio, con el corazón oprimido por una agradable congoja, agitados por temblores deliciosos. El puente levadizo dejaba entrar a los fugitivos que escapaban al cuchillo de los bandidos. Encontraban entre nosotros refugio y seguridad. Carruajes amenazados por pavorosos animales llegaban al galope, ofrecíamos hospitalidad a nobles y misteriosos desconocidos. Nos perdíamos en conjeturas intentando descubrir su incógnito. A la caída de la noche, todos se reunían en una gran sala, a la luz incierta de las velas, y escuchábamos sus historias y confidencias. Llegaba un momento en que la intriga de esos relatos escapaba al plan de la narración, se mezclaba a nosotros, viva, ávida de víctimas, atrapándonos en su peligroso torbellino. Encuentros inverosímiles, bruscas revelaciones, hacían irrupción en nuestra vida privada. Perdíamos pie, amenazados por las peripecias que nosotros mismos habíamos desencadenado. Los lobos aullaban a lo lejos, deliberábamos sobre situaciones románticas, casi arrastrados por la avalancha, mientras que fuera susurraba la noche inagotable y enmarañada, colmada de inconfesables deseos.
No sin razón esos sueños de antaño regresan ahora. Ningún sueño, por muy absurdo que sea, se pierde en el universo. Hay en él un hambre de realidad, una aspiración que compromete la realidad y la transforma en un postulado, en una deuda que ha de ser reconocida y pagada. Hace mucho tiempo que nosotros hemos abandonado esos sueños de la fortaleza; mas ahora, después de tantos años, encontramos a alguien que regresa a ellos, nos encontramos con alguien que los retoma, un hombre de alma candorosa y fiel que los siguió al pie de la letra. Yo lo ví, hablé con él. Tenía los ojos increíblemente azules, ojos que no estaban hechos para ver, sino para agotarse en el sueño. Me contó que al llegar a estas latitudes, a este país anónimo que no pertenecía a nadie, había sentido de pronto el olor de la aventura y de la poesía, había visto en el cielo el contorno, el fantasma del mito, flotando sobre el país. Como Noé al recibir las órdenes, él había oído la llamada, la voz interior.
Visitado por el espíritu que estaba en el aire, proclamó la república de los sueños, territorio soberano de la poesía. Sobre tantas y tantas hectáreas de paisaje arrojado entre los bosques, proclamó el reino exclusivo de la fantasía. Trazó las fronteras, asentó los fundamentos de la fortaleza, transformó aquella marca en una gran rosaleda. Estancias para huéspedes, celdas de meditación solitaria, refectorios, dormitorios, bibliotecas, pabellones aislados en un parque, cenadores y belvederes...
Aquel que, huyendo de lobos y bandidos, alcanza las puertas de esta ciudadela está salvado. Es acogido en triunfo, despojado de las polvorientas ropas. Con un sentimiento de bienaventuranza, penetra en el soplo elisio, en la suavidad del aire perfumado de rosas. Rechazando la concha de su cuerpo y la grotesca máscara adherida a su rostro, entra en el reino de las nuevas leyes: es transformado y liberado.
El hombre de los ojos azules no es un arquitecto, sino más bien un director de escena, un realizador de paisajes y decorados cósmicos. Su arte consiste en coger al vuelo las intenciones de la naturaleza, leer en sus aspiraciones secretas. La naturaleza está llena de una arquitectura virtual, de proyectos y construcciones. ¿Qué otra cosa hacían los grandes constructores de épocas pasadas? Escuchaban el pathos de las inmensas plazas, de la perspectiva dinámica de los espacios, de la pantomima silenciosa de las simétricas alamedas. Mucho antes que Versalles, las nubes de la tarde se ordenaban en el cielo, formando residencias aéreas, orgullosos Escoriales, intentando órdenes universales y magníficos. El gran teatrum de la atmósfera es inagotable y de ahí resulta una inmensa arquitectura alucinatoria inspirada en las nubes.
Una vez terminadas, las obras del hombre se cierran sobre sí mismas, se cortan de la naturaleza, se estabilizan según su propio principio. La obra del hombre de los ojos azules conserva sus vínculos cósmicos: centauro semi humanizado, los conserva y permanece siempre inacabada, siempre desarrollándose, unida a los grandes ciclos de la naturaleza. El hombre de los ojos azules invita a todos a seguir construyendo, creando. ¿No somos todos soñadores, constructores, hermanos bajo el símbolo del palastro?

[Bruno Schulz La república de los sueños (relato) en: La república de los sueños, Maldoror ediciones, Vigo 2005, 93 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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