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La Tempestad


Aquel prolongado y vacío invierno la cosecha umbrosa había sido, en nuestra ciudad, de una abundancia misericorde y centuplicada. Y comoquiera que se tardó demasiado tiempo en ordenar los desvanes y trasteros, y, que, asimismo, esa tardanza fue la causa de que se amontonasen las cacerolas, los frascos y las botellas vacías, finalmente acabaron por acumularse de manera desasosegante.

Poco a poco, en aquella espesura de vigas y tablas, la oscuridad comenzó a degenerar y a fermentar exuberantemente. Entonces dieron inicio aquellas sombrías asambleas de cacerolas, los ruidosos y vanos debates, aquellas pestilentes efervescencias, aquellos ronroneos de los garrafones agujereados. Finalmente, una cierta noche, aquel ejército de cacerolas y botellas se desbordó, y como una muchedumbre abigarrada fluyó por la ciudad.

Uno tras otro los desvanes, saturados, proyectaban en todos los sentidos sus negros batallones, y en su eco sonoro cabalgaban las vigas y paramentos, los caballetes de madera, que, doblados sobre sus rodillas de pino, llenaban los espacios de la noche con el galope de los cabrios, con el estruendo de los traveseros y riostras.

Fue, entonces, cuando se desbordaron los grandes ríos negros y se iniciaron las sombrías migraciones de toneles y barriles que se desplazaban a través de la noche. Aquellos negros y ruidosos tropeles pusieron asedio a la ciudad. Durante la noche, aquella ciega mole de recipientes comenzaba a bullir y avanzaba como si fuesen bancos de peces sonoros, invasión de goteantes aguamaniles y delirantes tinajas.

Los cubos, toneles y jarros se amontonaban haciendo sonar sus fondos, las cubas de arcilla de los alfareros se balanceaban, los viejos canotiers trepaban sobre las chisteras, levantándose en columnas hacia el cielo, que, finalmente, acababan derrumbándose. Sus lenguas escupían un pandemonium, sus bocas articulaban una letanía inenarrable de blasfemias e injurias, salpicando de viscosa obscenidad el inmenso espacio de la noche. Y aquel arrebato blasfematorio alcanzó tal irreverencia, que, finalmente, acabó abriendo las compuertas del castigo.

Atraídos por la batahola de los recipientes, llegaron los caravasares del viento y finalmente acamparon sobre la noche. Aquel campamento inmenso, aquel semoviente anfiteatro negro, deambuló durante mucho tiempo por el cielo antes de abatirse sobre la ciudad. Y, de manera súbita, se rompieron todas las fuentes o depósitos del grande abismo del firmamento, se abrieron las esclusas del cielo: se desató una gran tempestad que asoló la tierra –causando daños y estragos–, durante tres días y tres noches…



***

-Hoy no irás a la escuela –dijo mi madre-, se ha desatado una infernal tempestad.

Un tenue velo de humo con olor a resina flotaba en la estancia. La estufa de leña aullaba y silbaba como si en su interior anidara una jauría de perros y demonios. El enorme garabato, pintarrajeado sobre su prominente panza, se retorcía entre muecas coloreadas y sus hinchados mofletes le daban un aire fantástico.

Corrí descalzo hasta la ventana. El cielo –dilatado y de tonalidad pálidamente argentada– era barrido de uno a otro lado por los vientos, que trazaban sobre el mismo líneas de fuerza tan tensas que parecían a punto de romperse, como venas coaguladas de estaño y plomo. Dividido en campos magnéticos, sacudido por tensiones internas, estaba colmado de una dinámica oculta. Los diagramas de la invisible e inalcanzable tempestad cargaban el paisaje con su dinamismo.

Era imposible situarla. Sólo cuando su furia azotaba las casas, levantando las techumbres, dejaba ver entonces su rastro. Uno tras otro los desvanes parecían dilatarse y reventar estruendosamente cuando penetraba en ellos su fuerza.

La tempestad desnudaba las plazas, dejaba tras de sí un vacío blanco en las calles, barría hasta la menor brizna del pavimento. De vez en cuando se veía, aquí y allá, cómo un hombre solitario intentaba defenderse de ella, estremecido, agarrándose a la cornisa de una casa. La plaza vieja parecía brillar con su calvicie bajo aquellas despiadadas ráfagas de viento.

Ese viento disponía en el cielo colores fríos y apagados –trazos verdinosos, liliáceos y amarillentos–, lejanas bóvedas y arcadas de su laberinto. Bajo esos cielos las techumbres aparecían oscuras y alabeadas, en una impaciente espera. Aquellas que eran invadidas por el viento se alzaban, inspiradas, sobrepasando la altura de las casas cercanas, y profetizaban bajo el desgarrado cielo. Después caían, apagadas, al no poder contener por más tiempo aquel implacable soplo, que seguía su curso más allá, invadiendo el espacio de ruido y de furia. Asimismo, otras casas se levantaban a su vez con un grito, y auguraban con un paroxismo clarividente.

Las enormes hayas en torno a la iglesia elevaban sus brazos al cielo, como testigos de las inquietantes revelaciones y clamaban, clamaban.

Más allá de los tejados de la plaza vieja pude ver, en la lejanía, las desnudas fachadas suburbiales que hacían de muros contrafuegos. Se encaramaban unas sobre otras y ganaban altura, en medio del pavor y la estupefacción. A lo lejos, un frío resplandor crepuscular las teñía de tonalidades carmesíes.

Aquel día no almorzamos, toda vez que el fuego del hogar se apagaba y formando grandes humaredas volvía a penetrar en la cocina. Las habitaciones estaban frías y olían a viento. Hacia las dos de la tarde se declaró un incendio en los suburbios, que se extendió raudamente. Mi madre y Adela comenzaron a empaquetar la ropa de cama, pieles y otros objetos de valor.

Cayó la noche. La tempestad arreciaba, cada vez más fuerte y violenta, invadiendo todo el espacio. Ahora ya no asolaba ni casas ni tejados, sino que levantaba sobre la ciudad una inmensa construcción de muchos planos, un negro laberinto de superposiciones infinitas. En ese espacio laberíntico levantaba en un relampagueo innumerables estancias, corredores y ángulos, con estruendo daba forma a largas series de columnas, y después desmoronaba todas esas construcciones ilusorias, bóvedas y castillos, y ascendía más arriba, aún más alto, e inspirada conformaba el innombrable infinito.

Las paredes de la estancia temblaban levemente, los cuadros tintineaban, en los ventanales se reflejaba el viscoso resplandor de la lámpara. Las cortinas se hinchaban con el soplo de aquella noche tempestuosa. Súbitamente, caímos en la cuenta de que no habíamos visto a mi padre desde la mañana. Quizá ya de madrugada se había encaminado hacia la tienda, donde le sorprendería la tempestad, impidiéndole el regreso.

–No ha comido nada en todo el día–, lamentaba mi madre.

Teodor, el dependiente más antiguo, se arriesgó a afrontar la noche y la tempestad y llevarle algunos alimentos. Mi hermano decidió acompañarle.

Arropados con amplios abrigos de piel, llenaron los bolsillos con metálicos contrapesos para no ser arrastrados por el viento. Abrieron con mucha precaución la puerta que daba a la noche. Nada más atravesar –el dependiente y mi hermano-– el umbral de la casa, la oscuridad se los tragó allí mismo, y la tempestad borró la más mínima huella de su presencia. Perdimos de vista el mismísimo haz luminoso de la linterna que llevaban con ellos.

Después de devorarlos, la tempestad pareció amainar. Adela y mi madre intentaron de nuevo encender el fuego de la cocina. Las cerillas se apagaban, y, a través de la rejilla, se esparcía la ceniza y el hollín. Escuchábamos con atención al lado de la puerta. En el ulular de la noche creíamos oír voces, imprecaciones y súplicas. Por momentos nos parecía oír los gritos de ayuda de mi padre, perdido en la tempestad, y otros las voces despreocupadas de Teodor y mi hermano al otro lado de la puerta. La impresión era tan evidente que Adela abrió la puerta, y, ciertamente, vio a Teodor y a mi hermano surgiendo difícilmente a través de la tempestad en la que se habían hundido hasta el cuello.

Ambos entraron, jadeantes, al vestíbulo, cerrando con dificultad la puerta. Durante unos instantes, permanecieron apoyados contra la misma, tan violentas eran las arremetidas del viento. Finalmente echaron el cerrojo y la tempestad continuó más lejos su curso. Contaron de manera fragmentada y caótica sobre la noche y la tempestad. Sus abrigos de piel aún impregnados de aire desprendían un vaho invernoso. Una vez en la estancia iluminada, sus ojos colmados de noche derramaban oscuridad con cada parpadeo. Se les había hecho imposible llegar hasta la tienda, se perdieron en la noche y con muchas dificultades encontraron el camino de regreso. La ciudad era irreconocible, todas las calles parecían cambiadas de lugar.

Mi madre sospechaba que mentían. Verdaderamente, de aquella historia podíamos sacar la impresión de que habían permanecido durante aquel cuarto de hora en la oscuridad, ante la ventana, sin alejarse para nada de la casa. Pero quizá no era así, quizá realmente la ciudad y la plaza vieja habían dejado de existir, y la noche y la tempestad habían rodeado nuestra casa con sombríos bastidores y algún mecanismo imitaba los lamentos, gritos y susurros. Tal vez haya sido una ingenuidad de nuestra parte creer que existían esos enormes espacios, que sólo el viento nos sugería, tal vez esos laberintos sólo fueron algo ilusorio, y el mismo viento nunca tocó las largas y negras flautas de las arcadas y corredores. Cada vez estábamos más convencidos de que aquella infausta tempestad sólo era una quijotada nocturna, que imitaba en el escueto espacio de unos bastidores trágicos abismos, el desamparo cósmico de la tempestad.
Ahora la puerta se abría con más frecuencia para dar paso al visitante, que llegaba arropado con pelliza y capa. Un agitado vecino o conocido, se despojaba con lentos ademanes de pelliza o abrigo, mientras contaba con voz jadeante historias, retazos inconexos que exageraban fantásticamente las dimensiones de la noche. Todos nosotros estábamos en la cocina, iluminada. Al otro lado del negro fogón de la chimenea había algunas escaleras que conducían al desván.

Ahora en esos peldaños estaba sentado Teodor, el dependiente, escuchando cómo el desván era estremecido por el viento. Durante las pausas de la tempestad, podía oír la contracción de las nervaduras de la techumbre, y cómo ésta colgaba semejante a un pulmón desmesurado y amorfo, que, poco después, recobraba el aire, se levantaba con el entramado de vigas y se expandía hasta alcanzar las dimensiones de una bóveda gótica, multiplicándose en un bosque de vigas, lleno de un eco centuplicado, y resonando como el armazón de un enorme contrabajo. Por momentos nos olvidábamos de la tempestad. Adela machacaba especias haciendo resonar el mortero. La tía Perazja apareció de visita. Menuda, impulsiva y ajetreada, con un chal negro sobre la cabeza, comenzó a trajinar por la cocina ayudando a Adela en sus quehaceres. Adela desplumaba un gallo. La tía Perazja encendió el fuego del horno con un manojo de papeles y las llamas ascendieron por la negra boca de la chimenea. Adela, que sujetaba al gallo por el cuello, lo pasó varias veces por encima de las llamas para quemar las plumas que le quedaban. El gallo de pronto batió las alas, cantó y ardió. Entonces la tía Perazja comenzó a blasfemar y maldecir. Arrebatada por la ira amenazaba a Adela y a mi madre con grandes aspavientos. Yo no comprendía lo que estaba ocurriendo, pero ella se obstinaba cada vez más en su encendida cólera, y pronto se convirtió en un manojo de gesticulaciones y blasfemias. Parecía como si en el paroxismo de su cólera fuera a romperse en pedazos, dividiéndose en cien arañas, en un negro y centelleante haz de cucarachas que recorrerían el suelo en todos los sentidos con sus alocadas carreras. Pero no ocurrió así; súbitamente, comenzó a empequeñecerse, a encogerse, siempre temblorosa y blasfemando. Mas, inesperadamente, con menudos y ágiles pasos –encorvada y disminuida– se dirigió a un rincón de la cocina donde estaba la leña para el fogón, y, entre blasfemias y tosiendo, removió los sonoros troncos hasta que encontró aquellos que buscaba. Los cogió con sus manos que temblaban de indignación, calibró su tamaño, después se encaramó sobre ellos como si fuesen zancos y comenzó a moverse por la cocina haciendo resonar el suelo, aquí y allá, cada vez más rápido. Poco después se subió a un banco de madera de pino, y de allí pasó a la repisa de los platos –una sonora repisa de madera, que rodeaba las paredes de la cocina–, desplazándose sobre la misma durante un largo rato hasta que, finalmente, empequeñeciendo y consumiéndose cada vez más, se dobló como una hoja de papel quemado, y cayó convertida en un pétalo de ceniza, en polvo y en nada.

Nos encontrábamos desamparados ante aquel acceso de cólera, que se devoraba a sí misma. Observábamos conmovidos el lamentable proceso de su progresiva desaparición, y, cuando alcanzó su fin natural, regresamos con cierto alivio a nuestras ocupaciones.

Adela hizo sonar de nuevo el mortero al machacar la canela, mi madre reanudó su interrumpida conversación, y el dependiente Teodor, que seguía escuchando los augurios del desván, hacía muecas, enarcaba las cejas y sonreía extrañamente.


[Bruno Schulz La tempestad en: Las Tiendas de Canela Fina, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 135 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]






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