Agosto IEn el mes de julio mi padre tenía por costumbre ir a tomar las aguas a un balneario y, entonces, nos dejaba –a mi hermano mayor, a mi madre y a mí–, entregados a las jornadas del verano, esplendentes y embriagadoras. Amodorrados por aquella inagotable luminosidad, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas refulgía con un destello solar, que conservaba en su fondo, almibarada hasta los latidos del éxtasis, la pulpa de las peras doradas. Las hierbas, los cardos, las ortigas y bodiak arden crepitando en el fuego del mediodía. La amodorrada siesta del jardín zumba con el estrépito de las moscas. Rastrojos dorados aúllan al sol como una nube de langostas, los grillos se desgañitan en la lluvia rutilante del fuego, las vainas colmadas de granos estallan en silencio expeliendo su fruto como saltamontes. En una de esas pequeñas casas, rodeada por una empalizada de color marrón, sumida en el exuberante verdor, vivía la tía Agata. Al atravesar el jardín se pasaba junto a grandes bolas de cristal suspendidas de sus tallos, rosas, verdes y violetas: encerrados mundos de luces y colores, imágenes felices engarzadas en la perfección inaccesible de las pompas de jabón. [Bruno Schulz Agosto en: Las Tiendas de Canela Fina, Maldoror ediciones, Vigo 2004, 135 p. Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck] |