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A Witold Gombrowicz


Witold Gombrowicz (1904-1969), prosista, dramaturgo, ensayista. En 1939 abandonó Polonia para instalarse en Argentina. Murió en Francia. En los años 30 entabló amistad con Schulz, el cual tenía en gran aprecio su obra y escribió un importante ensayo sobre su novela Ferdydurke. Las numerosas cartas que Schulz le escribió a Gombrowicz desaparecieron durante la guerra.


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Carta a Witold Gombrowicz(1)

julio 1938

Vamos, querido Witold, ¿quieres empujarme a esa arena rodeada por una curiosa muchedumbre? ¿Quieres verme, como un toro bravo, embestir ciegamente contra ese trozo de franela que agita la mujer del doctor? ¿Esperas, pues, hacerte una capa con su batín de color amaranto y aguardar detrás de ese burladero para acabar conmigo de algunas estocadas? Hubieras necesitado utilizar, querido, un color más excitante, un venablo más ponzoñoso, un veneno más letal que la saliva de la esposa del doctor de la calle Wilcza. Hubieras debido poner en mi camino a una dama más inteligente, más seductora, un señuelo que provocase un verdadero deseo de cornearlo. Subestimas un poco mi sensibilidad al ponerme delante de las narices a esa muñeca rellena de estopa. Con la mejor voluntad del mundo, el viejo toro cansado que yo soy no puede más que bajar la cabeza y lanzar –entre las banderillas erizadas en su carne– una mirada amenazadora con su ojo ensangrentado. Así, pues, me falta ese fuego sagrado, ese ciego y demencial encarnizamiento que me hubiesen, según tú, incitado a lanzar un ataque en toda regla. Tú has querido de antemano fijar mi itinerario y has procurado tapar todas las salidas de emergencia para dejarme solo, en medio de la arena. Desde el principio me has desanimado a participar en ese juego, pues tú has seleccionado el público, dispuesto la acústica del lugar y subrayado lo que esperabas de mí. Pero ¿qué dirías si yo fuese un toro diferente a los otros –un toro sin casta, sin honor ni ambición–, si soslayando la impaciencia del público, le volviese la espalda a la esposa del doctor para revolverme contra ti, con el rabo altivamente enhiesto? No para derribarte, noble torero; sino para llevarte sobre mi espalda (perdóname si es pura megalomanía) lejos de la arena, de sus leyes y códigos.

Lo diré claramente: yo no creo en el código sagrado de las plazas y los fórums; no es un código que yo respete ni al que le otorgue mucho crédito. En cambio, sé que a ti te fascina, hasta el punto de que has llenado sus márgenes con las más espléndidas glosas y comentarios; ¡extraña, esa verdadera idolatría que se eleva sobre el objeto de su culto y obliga al adorador a efectuar tales piruetas y brincos de pura ironía!

Estarás, pues, de acuerdo, querido Witold, en dejar para más tarde esta curiosa tauromaquia; abandonemos sobre la arena el maniquí reventado, dejemos atrás –lejos de nosotros– el rumor del público decepcionado, dirijámonos tranquilamente, con un paso relajado, hombro con hombro –toro y torero– hacia la salida y la libertad: no esperemos a franquear el último perímetro del teatro para sumirnos en las delicias de una íntima conversación.

¡Vamos, qué paradoja! ¡Tú, el defensor de los fórums y de su formidable acústica! ¿Qué vale entonces ese ruido amplificado por el eco, qué verdades y qué argumentos pueden expresarse, cómo explicar esa llamada irresistible capaz de romper nuestros corazones y nuestras convicciones? ¿Cuál es esa parte de nosotros mismos que se precipita a su encuentro, dispuesta a afirmar y a dar aquiescencia sin reserva, cuando otra voz interior nos advierte que estamos en un error? ¿Adoras tú y respetas el humor popular, la risa del gentío, la broma que desconcierta al adversario sin permitirle enunciar sus razones y sus argumentos, la que lo expone a la burla general y le hace caer el arma de las manos, sin ni siquiera permitirle cruzar la espada? ¿Eso que te seduce es ver que el efecto es inmediato, es constatar la solidaridad directa, prelógica, de todas las mujeres de médicos de la calle Wilcza, ver aplaudir todos esos elementos vulgares, primitivos, ordinarios? Y aún más, en el fondo de tu corazón ves nacer con asombro una afirmación y una solidaridad involuntarias pero que, al final, te es algo hostil y extraño. Así, pues, sabrás que lo que te parece una fuerza formidable, trascendiendo al individuo, sólo es realmente una debilidad de tu propia naturaleza. Es el espíritu de la gente el que nos acepta a nosotros, querido Witold, el rumor de la gente que nos asusta y que ha echado raíces en nosotros ahoga la voz de la razón y nos hace levantar las manos, a pesar nuestro, en un gesto insensato de aclamación. Son reflejos del rebaño que oscurecen en nosotros la claridad de juicio, introduciendo métodos de razonamiento arcaicos y bárbaros, todo el arsenal de una lógica atávica y caduca. Ese es el humor que la muchedumbre despierta en ti, seguro de que lo verás levantarse en tu corazón, oscuro e inarticulado, como el oso que se alza sobre sus patas al oír el silbido del gitano.

¡La mujer del doctor de la calle Wilcza! ¿Intentarás, pues, borrar mis cartas, sembrar la inquietud en mi corazón dándome por antagonista a la representante de un gremio bien establecido, solidario, poderoso, trazando los límites de la partida a jugar cerca del frente combatiente del otro sexo? ¿Quieres, en tu perversidad, empujarme hacia esas peligrosas zonas fronterizas, a ese terreno pantanoso que te resulta tan familiar, para ver cómo se descompone la brújula de mis sentimientos, invertir, en una curiosa ambivalencia, el polo de los valores morales, hasta que el odio y el amor pierdan su significación primera entre una indescriptible confusión? No, no, querido Witold, hace mucho tiempo que yo me he apartado de todo eso. Ahora soy capaz de evitar ese desastroso embrollo, de separar y delimitar los diversos elementos. Sin duda alguna, admito y reconozco sinceramente que la mujer del doctor tiene unas bellas piernas, pero me esfuerzo por mantener ese hecho en el dominio que le es propio. Yo quiero dejar claro que el homenaje debido a las piernas de esa dama no invada desconsideradamente un terreno que le es perfectamente extraño. Y toda la lealtad de este homenaje no me impide alimentar, en el plano intelectual, un franco desprecio por esa mentalidad de burguesa limitada, por esos argumentos-cliché, por ese estado de espíritu que me es tan hostil como ajeno. Y bien, sí, ¿por qué no confesarlo? Odio a la mujer del doctor de la calle Wilcza. Es un ser desprovisto de toda sustancia, una mujer de médico en su forma más pura y más destilada –qué digo–, el modelo mismo de una mujer de médico y de una esposa, simplemente... Dicho esto, y ya en un plano diferente, reconozco que me es difícil resistir al encanto de sus piernas.

Sin duda, esa perpetua ambivalencia que hace de mí una especie de Jano bifronte capaz de considerar a la vez a la mujer del doctor desde el punto de vista de sus piernas y de su intelecto, podría intrigar y hacer reflexionar; casi podríamos intentar elaborar fórmulas generales, abrir vastas perspectivas metafísicas. Me parece que aquí tocamos con el dedo una de las antinomias fundamentales del alma humana, que nos enfrentamos a uno de los nudos metafísicos de la existencia.

No me gustan mucho las simplificaciones, pero mientras que la psicología no haya elucidado esa cuestión, yo propongo que nos atengamos a la explicación siguiente: nuestra sexualidad, con el aura ideológica que la rodea, pertenece a una etapa de evolución distinta a la de nuestro intelecto. De manera general, creo que nuestro psiquismo no constituye un bloque uniforme, que el grado de evolución de cada zona es variable: las antinomias y contradicciones del espíritu humano se explican, pues, por la coexistencia y la interpenetración de sistemas múltiples. Esa es también la razón por la cual nuestro pensamiento puede seguir caminos tan divergentes.

Me he metido, deliberadamente, en el terreno de la sexualidad porque la vida nos ha acostumbrado desde hace tiempo a aislarla, a tratar su problemática en un rincón apartado. Bajo este ángulo, se hace evidente que nuestro psiquismo comprende capas diferentes. Pero no estamos completamente convencidos de eso cuando se trata de principios morales, de valores biológicos y sociales; aquí, soy consciente de haber entrado en lo que tú consideras como tu feudo. Conozco tu susceptibilidad particular en este punto, tu angustia patológica (y por tanto creadora). Es la zona neurálgica en que tu sensibilidad alcanza su paroxismo, es una especie de talón de Aquiles que te irrita y crispa, como si de ese talón quisiese surgir un nuevo órgano, una mano suplementaria, más prensil que las otras. Intentemos delimitar, aislar ese lugar doloroso y sensible, intentemos localizarlo quirúrgicamente, aunque se propague y ramifique en todas las direcciones. Me parece que lo que te angustia y deja desamparado es la existencia de un código de valores tácito, una especie de mafia anónima, un consensus omnium que escapa a todo control. Más allá de los valores que nosotros reconocemos y aceptamos se oculta una especie de conspiración oficiosa más fuerte, como un sistema clandestino, inaprensible, cínico y amoral, irracional y burlón. Ese sistema (pues encierra todas las características de un sistema consecuente) sanciona la infidelidad de una mujer perversa, establece jerarquías paradójicas, confiriéndole una fuerza aplastante a las bromas más burdas y arrancándonos una risa solidaria contra nuestra voluntad y sin darnos cuenta. Ese sistema inaprensible, imposible de localizar, inmiscuyéndose en la misma trama de nuestros valores y declinando toda responsabilidad, se escurre literalmente entre los dedos de aquel que quisiera agarrarse a él y fijarlo –no tiene nada de solemne ni serio, pero posee un arma poderosa y mortífera: la del ridículo–; es un fenómeno inquietante e insólito. No sé si existe alguien que pueda escapar a su fascinación.

Reconozco que tú nos has prestado un gran servicio al focalizar sobre ese problema nuestra atención y sensibilidad. Si no me equivoco, tú eres el primero en haber olfateado al dragón en sus innumerables escondrijos y en tenerlo al alcance de la mano. Quisiera poder concederte –desde hoy– la palma del héroe destinado a matar al monstruo. Pues considero ese sistema anónimo como un mal que hay que vencer. Es por lo que todas esas misas rezadas comienzan a inquietarme. Esos rumores que no acaban, esos comentarios interminables, toda esa política ambigua y embrollada. ¡Por el amor de Dios, reflexiona! ¡Despójate de la venda que te ciega! ¡Aprende a distinguir al aliado del enemigo! Tú, el predestinado a matar al dragón, al que la naturaleza ha provisto de poderosos instrumentos de muerte; tú, cuyo olfato extraordinario es capaz de acorralar al enemigo en sus guaridas más secretas –¡agárralo finalmente entre tus colmillos, golpéale en plenas fauces, muérdele, asfíxialo y córtale la garganta con dos grandes chasquidos de mandíbula!

No, Witold, yo creo en ti. Tú quieres solamente fascinarla como un mago, atraerla con adulaciones, hipnotizarla e inmovilizarla en una pose de eterno ídolo: una pose que tú mismo le sugieres. Pues sí, estoy dispuesto a secundarte. ¡Instalemos en un trono a la mujer del doctor de la calle Wilcza! ¡Hosanna, hosanna, postrémonos ante ella! Que se infatúe, que abombe su vientre blanco, que se dilate de orgullo ese eterno ídolo, objeto de todas nuestras nostalgias, hosanna, hosanna, hosanna...

Aprovechando que está sentada ahí, embriagada por su éxito, desbordando literalmente de embriaguez, con sus ojos de azur que nos miran fijamente sin vernos, analicemos su figura, examinemos sus rasgos, arrojemos una sonda al fondo de ese rostro impenetrable.

Dices que es el rostro mismo de la vida. Dices que no somos los únicos –nosotros que somos más sabios y mejores– en tener derecho a reírnos de la mujer del doctor. Le concedes a ella el mismo derecho, el de burlarse, despreciarnos y reírse de nosotros. Al defender todo lo que es inferior, te conviertes en enemigo de lo que es superior. Te esfuerzas por comprometer nuestras iniciativas poniéndonos ante los ojos el tosco y robusto cuerpo de esa dama, y te declaras solidario con su estúpido cotilleo. Afirmas defender en su persona la vitalidad, y la biología, contra la abstracción y la especie de desarraigo que nos alejan de la vida. Si se trata de biología, querido Witold, yo sólo veo ahí la fuerza de la inercia, y si es de vitalidad de lo que se trata, no puede ser más que su masa pesada e inerte.

Pero la vanguardia de la biología es el pensamiento, la experiencia, la invención creadora. Somos nosotros quienes representamos la biología combatiente, triunfante: nosotros somos la auténtica vitalidad.

No te rías. Sé lo que piensas, sé que no tienes una idea muy alta de nuestra vida. Y eso es lo que me hace daño. La comparas con la de la mujer del doctor, y esa vida te parece más real, más sólidamente enraizada en la tierra; nuestra vida –la nuestra, pretendes–, es construir en las nubes, estar abandonados por completo a la quimera, sufrir una presión colosal de muchas atmósferas para poder destilar obras que –prácticamente– no son útiles para nadie. ¡El tedio, Witold, el tedio salvador! Es nuestra noble ascesis, nuestra exigencia, que no nos permite participar en los festines de la vida, es la incorruptibilidad de nuestro gusto, de nuestro paladar consagrado a la degustación de metas nuevas y desconocidas.

A modo de conclusión, permíteme decirte en dos palabras que me gustaría verte ocupando tu verdadero lugar, tu verdadero sitio. Tienes la envergadura de un gran humanista, tu patológica sensibilidad para las antinomias no es más que la nostalgia de lo universal, el deseo de humanizar conceptos infrahumanos, de expropiar las ideologías particulares para anexarlas al vasto territorio de la unidad. Ignoro por qué caminos llevarás a cabo esa tarea; sin embargo, me parece que eso es lo que le confiere un sentido a tus iniciativas, y las legitima; aunque hasta aquí no hayas hecho más que ojear la presa obligándola a salir de sus madrigueras semi humanas para exponerla directamente a la escopeta del cazador. Con toda mi amistad.
Tu
Bruno Schulz


NOTAS

1. Esta “Carta abierta” de Bruno Schulz constituye la respuesta a una carta similar escrita por Gombrowicz y publicada en las páginas del mensual Studio (1936, nº 7). El instigador de esta “correspondencia pública” entre los dos escritores es el redactor jefe de Studio, Bogusław Kuczyński; la misma viene a ser una especie de tríptico epistolar comenzado y acabado por Gombrowicz, autor de la primera y tercera carta. Esta última no es indispensable para comprender el texto polémico escrito por Schulz. La primera carta, en cambio, es esencial, en la medida en que inspiró la respuesta de Schulz: Gombrowicz provoca ahí al escritor, empujándolo a entablar la discusión.




[Bruno Schulz A Witold Gombrowicz en: Correspondencia, Maldoror ediciones, Vigo 2008, 185 p.
Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck]





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