EL PROCESO



Epílogo a El Proceso, de Franz Kafka



En vida de Kafka sólo se publicaron algunos relatos cortos. Un sentido nada frecuente de la responsabilidad, el supremo valor religioso que le daba a su creación, le obligaban a abandonar uno tras otro los frutos de una producción feliz e inspirada. Únicamente un pequeño grupo de amigos tenía conciencia de ver madurar a un creador de gran envergadura, que aspiraba a los fines últimos, y luchaba por las cuestiones más profundas. La creación no era para él un fin en sí mismo, sino un camino para conquistar una verdad superior, conveniente a la vida. La tragedia de este destino es que la vía que lleva hacia la luz no la encuentra, y, a pesar de todos sus esfuerzos, desemboca en las tinieblas.

Es así como se explica el testamento de este hombre que murió prematuramente, que condenó todo su trabajo literario a la destrucción. Max Brod, designado por él como su albacea, decidió, en contra de sus últimas voluntades, publicar en varios volúmenes lo que se ha podido salvar de su herencia literaria, y que sitúa a Franz Kafka en un destacado lugar entre los espíritus representativos de su generación.

Esta obra rica, intensa, ya madura y como acabada desde el origen, viene a ser, desde entonces, como un testimonio unido a profundas experiencias religiosas. La mirada de Kafka, fascinada duraderamente por el más allá religioso de la vida, sondea con una penetración nunca satisfecha la estructura y el orden profundo de esa realidad secreta, recorriendo los confines donde la vida humana entra en contacto con el ser divino. Él es su chantre y su adorador, pero un chantre de una rara especie. El calumniador, el satírico más virulento no podría hacer del mundo una caricatura más atroz, de formas más comprometedoras y absurdas en apariencia. La grandeza del orden divino, según Kafka, no puede ser representada de otra manera que no sea por el poder de negación que hay en el hombre. Transgrede de tal manera todas las categorías humanas que sólo la fuerza de desaprobación, de rechazo, la crítica violenta que el hombre opone a las instancias superiores da la medida de su grandeza. ¿De qué otra manera podría reaccionar el hombre ante la usurpación de esas fuerzas, sino a través de la protesta, la incomprensión y una crítica demoledora?

El personaje de El Proceso va a someter toda la organización de la “justicia” a esa crítica en el transcurso de su primer interrogatorio. La ataca apasionadamente, la pone en peligro, aparentemente con éxito, pasa del rol de acusado al de acusador. La consternación visible del tribunal, que se bate en retirada, su impotencia, a través de la que se subraya el carácter esencialmente inconmensurable de lo sublime y de las categorías humanas, excitan la pasión reformadora, la temeridad del personaje. Así, la ceguera humana reacciona ante la invasión de los poderes con violencia –la hybris antigua– que no es la causa, sino el efecto de la cólera divina. Josef K., se siente mil veces superior al tribunal, cuyas argucias provocan su disgusto y desprecio. Él le opone la razón humana, la civilización y el trabajo. ¡Ridícula ceguera! Toda la superioridad de sus razones no le defiende contra el transcurso implacable del proceso, que le aguarda en su existencia mucho más allá de lo que puede decir. Sintiendo que el círculo se cierra cada vez más en torno a él, Josef K., no deja de seguir creyendo que a pesar de todo es posible romperlo, o de vivir fuera de él; se engaña con la idea de que puede obtener secretamente algo del tribunal a través de las mujeres, que son –según Kafka– un intermediario entre lo humano y lo divino, o por medio de un pintor-filósofo que, cree él, está en relación con los jueces. Kafka, de esta manera, estigmatiza y ridiculiza sin desmayo la naturaleza ambigua, e ilusoria, de las iniciativas humanas ante el orden divino.

El error de Josef K., está en que se obstina en su razón humana, en lugar de entregarse sin reservas. Se empecina, redacta cada día, indefinidamente, el recurso con el que intenta probar que su coartada humana está sin culpa. Todas sus tentativas, todos los “medios jurídicos” que emplea caen en un vacío enigmático, sin llegar a las altas instancias a las que se dirigen. El hombre que frecuenta ese mundo oblícuo, tortuoso y sin medida permanece para siempre un malentendido, un ser descentrado, ciego y fracasado.

En el penúltimo capítulo, que es como una clave para toda la novela, aparece otro aspecto del asunto, a través de la parábola del capellán de prisiones. No es la ley quien persigue a un hombre culpable, sino que es el hombre quien busca a lo largo de toda su vida entrar en el mundo de la ley, y todo ocurre como si la ley se ocultase ante el hombre, herméticamente al amparo de su carácter inaccesible y sagrado, al mismo tiempo que espera secretamente un atentado sacrílego, la irrupción del hombre. La defensa de la ley que emprende el capellán en la admirable exégesis de esta parábola roza la sofística, la perfidia y el cinismo; es la mayor prueba que puede afrontar el amor a la ley, la más alta abnegación a la que puede elevarse.

Kafka demuestra en esta novela, casi in abstracto, la irrupción de la ley en el hombre. No lo hace apoyándose en un destino real, individual. Nunca sabremos, una vez cerrado el libro, en qué consiste la falta de Josef K., no conoceremos la forma de verdad que su vida debía llevar a cabo. Kafka describe sólo el ambiente que caracteriza el encuentro de la vida humana con la verdad suprema, que le sobrepasa. Describe la atmósfera, el clima, el aura. La invención estética de este libro es una especie de proeza, a través de la que Kafka supo reflejar lo inalcanzable, y lo inexpresable, con el lenguaje humano, construyendo un material que transformado en los menores detalles, le da a su proyecto un cuerpo para restituir lo inmaterial.

El conocimiento, las investigaciones y búsquedas que aquí quiere expresar Franz Kafka no son en modo alguno su propiedad exclusiva; pertenecen a la herencia común de la mística de todos los tiempos y todos los pueblos, que las han expresado siempre en un lenguaje subjetivo, ocasional, ligado a las convenciones de las comunidades o escuelas esotéricas. Con él, por primera vez, gracias a la magia poética, ha sido creada una realidad paralela, a través de la que se manifiestan estas verdades, si bien no en su esencia, pero de tal manera que el no iniciado puede sentir también el hálito de su lejanía sublime, y vivirlas a través de un equivalente auténtico. Tal es el sentido del método de Kafka: crear una realidad paralela, un doble, un mundo subyacente, que a decir verdad apenas tiene predecesor. Alcanza esa apariencia de mundo paralelo gracias a una especie de pseudo-realismo que merecería un estudio particular. Kafka traspasa de manera especialmente aguda la superficie, la apariencia de lo real. Conoce de maravilla las gesticulaciones, los mecanismos externos de los acontecimientos y situaciones, sus engranajes e implicaciones, pero eso sólo es para él un tejido superficial, una epidermis sin raíces que echa como un ropaje delicado sobre la realidad trascendente. Su actitud hacia lo “real” es completamente irónica, insidiosa, como la de un ilusionista. Simula la exactitud, lo serio, la precisión de lo real, para mejor comprometerla en profundidad.

Las obras de Kafka no constituyen una imagen alegórica, exposición o exégesis de una doctrina; son una realidad poética autónoma, circular, cerrada por todas partes y que descansa sobre ella misma. Más allá de sus alusiones místicas y sus intuiciones religiosas, la obra vive su propia vida poética, ambigua, insondable, que ninguna interpretación puede agotar. El Proceso, cuyo manuscrito recibió Max Brod en 1920 de manos del autor, está inacabado. M. Brod ha separado de la novela algunos capítulos fragmentarios, que debían encontrar su lugar antes del capítulo final, apoyándose en una declaración de Kafka diciendo que ese “proceso” in idea no estaba terminado, pero las peripecias ulteriores no aportarían nada esencial al sentido profundo que tenía en mente.

Bruno Schulz

— Maldoror ediciones



Kafka: Politique de l’inachèvement



Kafka écrit dans ses carnets en octobre 1917 : «nous sommes dans la situation de voyageurs de chemin de fer retenus dans un long tunnel par un accident, et ceci à un endroit où l’on ne voit plus la lumière du commencement et où la lumière de la fin est si minuscule que le regard doit sans cesse la chercher et la perd sans cesse, cependant que commencement et fin ne sont même pas sûrs». Il s’agit là d’une image susceptible de s’appliquer à beaucoup de référents, et notamment d’être lue comme recelant une sorte de philosophie existentielle ; il n’en est pas moins remarquable qu’elle met également en doute les codes de l’écriture romanesque. Cette déconstruction des bornes du roman peut alors être lue comme un programme esthétique de Kafka, singulièrement dans Le Procès et Le Château.

En effet, les deux romans se présentent comme inachevés, d’abord en un sens tout à fait empirique : dans Le Procès, texte pourvu d’un incipit et d’un dénouement répondant clairement aux codes du genre, l’ordre des chapitres reste douteux, et certains d’entre eux sont tronqués, comme par exemple celui où K. congédie l’avocat Huld, qui s’interrompt avant la scène finale où K. doit sans doute annoncer à l’avocat qu’il n’a pas été ébranlé par le spectacle joué par celui-ci à son attention avec le négociant Block. Dans Le Château, s’il n’y a pas de «trous» dans le déroulement du roman, le texte s’interrompt définitivement au milieu d’une phrase, sans que le chapitre, et encore moins l’intrigue du roman ne soient bouclés. Il faut bien sûr s’interroger sur le sens que l’auteur donnait à ces deux types de déconstruction de la totalité romanesque, commandés non par un événement majeur dans sa biographie, mais bien par sa volonté consciente d’abandonner le travail sur les deux manuscrits. De plus, cet inachèvement empirique se double d’une déconstruction plus symbolique, puisque les trois bornes existantes – le début et la fin du Procès, le début du Château – sont remises en question à l’intérieur de l’intrigue quant à leur signification ou à leur portée. Il faut donc bien, nous semble-t-il, voir dans cette construction poétique une façon de remplir le programme annoncé dans la phrase des carnets, de représenter la vie humaine sous forme d’un «tunnel» ou d’un «processus» sans borne, où le début, la fin, ainsi que les étapes intermédiaires deviennent douteux.

Quel sens faut-il alors donner à la déconstruction des bornes, et plus largement à la poétique de l’inachèvement que pratique Kafka? Dans l’intrigue des deux romans abordés, la mise en cause de l’incipit correspond à un soupçon sur la culpabilité alléguée du personnage principal. De même, l’absence ou la mise en question du dénouement soulève la question de l’absence de jugement définitif sur le personnage, d’un jugement servant à la fois à établir les droits du personnage à l’intérieur de l’intrigue, et à clarifier les sympathies du lecteur du roman dans le rapport pragmatique qu’instaure le texte de fiction. Cette construction permet de brouiller la question de la légitimité des actes du protagoniste, soulignant que celui-ci doit agir dans un cadre où il ne peut se débarrasser du soupçon de faute initiale qui pèse sur lui, provenant d’un temps antérieur au roman, sans pouvoir espérer de délivrance définitive de cette faute, même de délivrance symbolique par un jugement du lecteur, un tel jugement étant renvoyé toujours plus loin, et finalement au-delà des bornes du roman. Cette incertitude construite a donc des implications normatives, et par là, politiques.

Nous aborderons successivement la question des bornes des deux romans, avant de nous pencher sur la nature du processus qui se déroule dans l’intrigue, prenant son origine en deçà de l’incipit, et renvoyant à un terme situé au-delà de l’explicit. Enfin, nous tenterons de donner une interprétation politique de cet inachèvement qui caractérise la poétique kafkaïenne.


Le début et la fin en question

Les romans Le Procès et Le Château mettent chacun en question leurs propres bornes, de façon clairement affichée dans Le Château, plus complexe dans Le Procès. L’incipit du Château affiche en effet d’emblée une absence, avec une insistance telle du narrateur que le lecteur ne peut manquer d’y soupçonner une présence caché:


C’était le soir tard lorsque K. arriva. Une neige épaisse couvrait le village. La colline du château restait invisible, le brouillard et l’obscurité l’entouraient, il n’y avait pas même une lueur qui indiquât la présence du grand château. K. s’arrêta longtemps sur le pont de bois qui mène de la route au village, et resta les yeux levés vers ce qui semblait être le vide.

Le roman, intitulé «Le Château», commence donc par poser la question de l’existence du château en la mettant en doute, dans un jeu narratif brouillé, écho du brouillard dans lequel le château est censé être plongé. Alors que le narrateur hétérodiégétique épouse en apparence étroitement la perspective de son personnage, dont il ne s’écarte que rarement, il affiche ici un savoir supérieur qui lui permet de qualifier le vide que K. contemple d’apparent et de relever que la «colline du château» est «invisible», un savoir que K. ne peut avoir, si toutefois il vient bien pour la première fois en ce lieu. La configuration est encore complexifiée par le fait que K. contemple longuement cet endroit où il ne voit pourtant rien, et où il n’a aucune raison de soupçonner la présence de quelque chose. Il confirme cette ignorance quelques lignes plus loin en demandant au fils du châtelain qui le réveille: «Il y a donc ici un château ?». À cet instant, l’incipit se présente comme un commencement absolu, avec une sorte de conflit sur les termes même de l’intrigue, chacun des deux protagonistes, K. et le château, niant initialement l’existence même de l’autre.

Mais cette situation se retourne avec l’affirmation d’un savoir antérieur au début du roman. K. soutient soudain que le comte Westwest en personne l’a fait venir comme géomètre. Cette allégation trouve un écho inattendu dans la confirmation téléphonique par le château que cette convocation a bien eu lieu, confirmation qui inspire le commentaire suivant de K., rapporté en discours indirect libre:


Ainsi, le château l’avait donc nommé géomètre. C’était d’une part défavorable pour lui, car cela montrait que l’on disposait au château de toutes les informations nécessaires à son sujet, que l’on avait mesuré le rapport de forces et que l’on acceptait le défi avec le sourire. Mais d’un autre côté, c’était aussi favorable, car cela démontrait à son avis qu’on le sous-estimait et qu’il aurait plus de liberté qu’il n’aurait pu espérer depuis le début (traduction légèrement modifiée)
Cette réflexion de K. au discours indirect libre incite le lecteur à penser que K. est venu en toute connaissance de cause, soit dans un endroit qu’il ne connaît pas, soit dans un endroit qu’il connaît mais dont il sait qu’il ne l’accueillera pas, et cherche par l’esbroufe (le «défi») à conquérir le droit de s’y établir. La borne initiale du roman, qui correspond à l’arrivée de K. dans le village du château, soulève donc une question qui renvoie en deçà du début de l’intrigue : pourquoi K. est-il venu dans ce village ? L’absence de convocation par le château impliquerait-t-elle une culpabilité de sa part, et la confirmation de la convocation déterminerait-elle inversement des droits? Symétriquement, d’où vient le savoir du château sur K?

La fin du roman n’apporte aucune réponse à ces questions. L’inachèvement est ici évident, puisque la phrase s’interrompt en plein milieu: «C’était la mère de Gerstäcker. Elle tendit à K. sa main tremblante et le fit asseoir près d’elle, elle parlait avec peine, on avait du mal à la comprendre, mais ce qu’elle disait». Cet inachèvement dépasse l’accident empirique dans la mesure où l’épisode vient redoubler plusieurs passages précédents qui servent tous à repousser la révélation permettant à K. de clarifier son statut ou au moins d’arrêter une stratégie. La mère de Gerstäcker peut ainsi s’inscrire dans une série de figures d’intercesseurs, après Barnabas, qui s’avère porteur, plutôt que du message qu’attend K., d’une culpabilité de nature familiale et plus lourde encore que celle de K., et surtout Bürgel, qui semble inviter K. à formuler sa requête, ce que celui-ci reste incapable de faire. K. attend également avec ferveur une entrevue avec la mère de l’écolier Hans Brunswick, soulignant que « La conversation avec Hans lui avait donné des espoirs nouveaux, qui étaient certes invraisemblables et totalement dépourvus de fondement, mais qu’il ne pouvait plus oublier». Cette entrevue ne trouve pas, elle non plus de réalisation dans le corps du texte. Le «défi» que K. a lancé au château continue donc au-delà des bornes du roman, ouvrant sur une temporalité sans fin dans laquelle le jugement sur le cas de K. ne sera jamais prononcé.

Dans le Procès, les bornes semblent d’abord plus claires, puisque le roman s’inscrit dans un cadre temporel strictement défini d’un an, correspondant à l’intervalle entre l’arrestation et l’exécution du personnage principal. Néanmoins, à y regarder de plus près, en particulier la borne initiale s’avère elle aussi problématique. L’incipit défie en effet d’emblée la vraisemblance de la « vision avec» le personnage, avec l’affirmation suivante: «Quelqu’un avait dû calomnier Joseph K., car un matin, sans avoir rien fait de mal, il fut arrêté». Cette phrase dépasse la focalisation sur le personnage dans la mesure où la conscience de subir une arrestation n’apparaît chez K. que plus tard dans le chapitre. Il s’agit donc d’un tour de force du narrateur qui, sans affirmer la culpabilité de K., sert néanmoins à ancrer dans la conscience du lecteur, avant tout récit, trois hypothèses fondamentales, dont au moins les deux dernières ne sont jamais confirmées: 1) l’arrestation; 2) l’innocence de K. et 3) l’hypothèse de la calomnie. La première affirmation est confirmée par les deux gardiens et l’inspecteur (même si les modalités de cette arrestation ne laissent pas d’être surprenantes pour le lecteur) ; la seconde est réaffirmée par K. tout au long du récit, pour peu que l’on puisse lui faire confiance, alors que la troisième ne se retrouve jamais, pas même comme une hypothèse formulée par K. Mais l’aspect le plus important de cette intervention liminaire du narrateur est d’instaurer symboliquement dans l’esprit du lecteur une réflexion en termes d’innocence et de faute, qui renvoie en deçà du début du roman. Si, comme le pense K., «il était indispensable d’écarter d’emblée toute idée d’une quelconque culpabilité. Il n’existait aucune culpabilit», son entreprise est condamnée par le narrateur qui, en le proclamant innocent à la première ligne du roman, fait advenir en même temps l’idée de culpabilité. Ainsi, la charge de culpabilité antérieure au début du texte n’est jamais écartée; elle détermine au contraire toute l’action parce qu’elle laisse ouverte la possibilité d’une faute originelle de K.

À l’autre extrémité, le dénouement est plus complexe, puisqu’il tranche ostensiblement la question de la culpabilité de K. à travers sa mise à mort. Toute la question est de savoir si cette exécution correspond à un jugement définitif ou si elle ne découle pas simplement de l’arbitraire de l’incipit, laissant justement de côté la question de la culpabilité ou de l’innocence du personnage. Le roman se clôt sur une exclamation en discours direct du personnage, placée entre guillemets: «Comme un chien», suivie d’un commentaire du narrateur «C’était comme si la honte allait lui survivre». Il est délicat de donner une interprétation univoque de la phrase de K., cependant le commentaire qui la suit peut être compris comme une réduction par le narrateur de son sens à une honte dont on comprend mal la raison. On peut penser que la phrase de K. renvoie au contraire à la justice expéditive dont il est victime, qu’il s’agit d’une ultime protestation contre la logique du tribunal qui le condamne au nom d’une culpabilité antérieure au roman. K. ne cesse en effet jamais, même à cet instant, d’aspirer à une clarification de la question du juste et des normes éthiques ou juridiques qui renvoie bien au-delà du roman lui-même. Ainsi, à la dernière page, il tend les mains vers une figure lumineuse qui apparaît à un balcon en se demandant «Y avait-il encore un secours? […] Où était le juge qu’il n’avait jamais vu? Où était le tribunal suprême jusque auquel il n’était jamais arrivé? Il leva les mains, écartant tous les doigts». De même que la faute de K. est une allégation qui renvoie en deçà du début du roman, de même le jugement et la clarification des normes sont renvoyés sans cesse plus loin, et finalement au-delà du dénouement et de l’exécution du protagoniste, par cet appel à une justice possible. On peut comprendre ce mouvement de deux façons : au-delà d’une vision métaphysique du juste, il renvoie au geste de lecture lui-même qui, par-delà l’achèvement de l’intrigue, doit permettre à chaque lecteur de tirer ses propres conclusions, situées dans un horizon de réflexion éthique plus large, sur la légitimité du dénouement. [...]

Sebastian Veg

— Fabula



The deconstruction and reification of law in Franz Kafka’s “Before The Law” and The Trial




Reading a text is never a scholarly exercise in search of what is signified, still less a highly textual exercise in search of a signifier. Rather, it is a productive use of the literary machine, a montage of desiring machines, a schizoid exercise that extracts from the text its revolutionary force.

Gilles Deleuze and Felix Guattari, Anti-Oedipus




I. Introduction

W.H. Auden once observed that Franz Kafka is to the twentieth century what Dante, Shakespeare, and Goethe were to their respective centuries. Commensurate with such a designation, Kafka’s work has long been an object of scholarship in both literary and philosophical circles. Yet it has only been relatively recently that his work has received prolonged treatment within the legal academy. This is not to say that the recognition of the confluence of law and literature is new, for the modern discipline of “law and literature” has antecedents dating back to the nineteenth century. Kafka, along with such writers as Herman Melville and Charles Dickens, was also central to the development of the study of law and literature in the latter part of the twentieth century. But it was only after a series of articles was published in the Harvard Law Review between December 1985 and May 1986 that Kafka emerged as a subject of legal scholarship generally. This series of articles, a colloquy between Professor Robin West and Judge Richard Posner, marked the first prolonged treatment of Kafka’s work concerning its applicability to legal reality. Due to the importance of this colloquy to the evolution of “law and literature,” and because it highlights two diametrically opposed views as to the scope of application of this field, the West-Posner exchange warrants brief consideration at this juncture.

West began the exchange with an article questioning the role of consent in wealth-maximizing transfers. Posner had argued that all wealth- maximizing transfers were consensual, thus providing a moral foundation for judges to utilize the principle of wealth maximization as a normative goal in judicial decision-making. Most importantly, the notion of consent that underlies Posner’s theory is one premised on ideals of autonomy, and it is ultimately this autonomy that lends the consent its moral grounding. West used Kafka as an illustration, arguing, contrary to Posner’s position, that even if consent is to be presumed, autonomy on the part of the individual cannot be presumed. Authority is the pervasive presence in the worlds Kafka creates, and within those worlds the consent of the characters is not based on autonomy, but on a compulsion to legitimate the will of that authority. Thus, “in Kafka’s psychologically complex world, unlike Posner’s, nothing of moral significance follows from the bare fact that a citizen would, if asked, consent to the imposition upon him of any of the many legal imperatives that he dutifully obeys.” Because of the complexity of human action it is impossible to define the experience of morality solely by reference to consent.8 As this is the case, there is then a disjunction between the subjective experience of individuals in economic transactions and the external description attributed to those transactions by outside sources.

Posner responded and argued that the focus of Kafka’s fiction was inward, on the mental state of the author. Although this fact doesn’t deprive his work of universality, it does “mark it is as a literature of private feeling rather than of comment on specific social and political institutions.” After addressing the explicit illustrations West had advanced as evidence of the disjunction between subjective experience and objective characterization, Posner states, “To complain that economics does not paint a realistic picture of the conscious mind is to miss the point of economics, just as to treat Kafka as a realist is to miss the point of Kafka.” The basic point of Posner’s response is that Kafka’s world is far removed from any world that we could be said to live in. It is a world premised on the confines and recesses of Kafka’s own mind, whose characters and situations are refracted through that singular vision. Although there is fertile ground for Kafka scholarship across a range of disciplines, “politics and economics . . . have to be brought in from the outside, by the tendentious reader.”13 Posner’s conclusion is that no matter what worth Kafka may have in other disciplines, he has no practical significance within the study of law as such.

West had the last word in a rejoinder to Posner’s response. She notes Posner’s contention that even if Kafka does deal with law, it is law in a sense that is alien to our own legal experience. Posner conceives law as a “system of rules,” which means that “these stories just can’t be telling us something about law, because law is a ‘system of rules,’ and what Kafka describes is more like ‘malevolent whimsy’; they can’t really be about work because work is welfare maximizing, and what Kafka describes is sado-masochism.” Yet “this is reading by political fiat.” Though Kafka cannot be read so simplistically as to immediately lend credence to economic interpretation, there is not necessarily a gulf between his fiction and the real world. There is a union of internality and externality in Kafka, who, “of all modern writers, understands and portrays the unity between our tumultuous inner lives, the outer world, and the role of choice in mediating the two.” West’s conclusion is that even though Kafka can be read on many levels, most of which will not implicate legal experience, “that is no reason not to read them for their tremendous and multiple insights into the nature of law.”

In the years subsequent to the West-Posner colloquy, Kafka became increasingly viable as the subject of mainstream legal scholarship. His work has been cited in articles dealing with family law, globalization, internationalism, critical legal studies, jurisprudence, immigration, and employment, to offer but a few examples. Kafka references have become prevalent in judicial opinions, as well.

Although I have no doubt that Kafka provides a fertile touchstone by which we may compare our own conceptions of legal reality, before that can be undertaken the law of Kafka must be understood as it exists within the confines of his writings. This paper is an attempt to discern the nature of law as it appears in Kafka’s unfinished novel The Trial and his parable “Before the Law.” What follows is primarily a philosophical explication of texts made dense not by a maze of words, but by seemingly infinite levels of meaning. To elucidate these works, held by some to be intolerant of elucidation, this paper will proceed in three sections, tracking a contrast between postmodern accounts of Kafka’s law and the neo-Marxist position exemplified by Lukács. Although in the final analysis I lean most heavily on the reified characterization of law, the culmination is more aptly viewed as a synthesis of deconstructed and reified aspects of Kafka’s law. Part II introduces Kafka, the man, through a short biographical sketch focusing on his legal education and his writings on the law. Part III focuses on the deconstruction of Kafka’s law, a stripping away of layers which leaves the reader (and Kafkian subject) confronted by an empty norm. Addressing first the nature of law itself, the works of Gros, Cixous, and Deleuze and Guattari will be examined to determine the essence of Kafka’s law. When this has been accomplished, we can then appeal to Jacques Derrida, who attempts to give an account of the origins of this law. These attempts, however, fail to give an adequate account of either the nature or origin of Kafka’s law. The law remains an empty norm whose ultimate origin is veiled by an appearance of eternity. Part IV will resurrect the law as an active authority by reference to the process of reification. After the theoretical foundations of reification are established through an examination of Marx’s commodity fetishism and Lukács’ expansion of this theory, Lukács’ theory of the reification of law will be addressed and applied to the textual relationships in Kafka’s stories. Finally, it will be shown that the ultimate appearance of law in Kafka’s works is a function of the necessity of punishment. It is law manifest as punishment that typifies the fates of Josef K. and the man from the country in these works and represents the logical outcome of a reified legal system. [...]

Patrick J. Glen

— lawweb.usc.edu



El secreto y la ley. Exilio y verdad en "El proceso" y otros momentos de la literatura de Franz Kafka




En Kafka, el mundo se revela como la asfixiante influencia sobre el individuo de una laberíntica burocracia, que actúa como fuerza insondable, incomprensible. Esta experiencia emerge en fundamentales novelas como "El proceso" o "El castillo". Además, en el escritor checo, que respiró entre las bellas calles de Praga, el arte es lo que intuye una verdad subyacente. Aquí emerge la veta, generalmente poco explorada o directamente ignorada por la crítica, del Kakfa como continuador de una ancestral sabiduría judaica de matriz místico cabalística. En el extenso ensayo que sigue a continuación intentamos fundamentalmente dos movimientos. Primero la interpretación tradicional de Kakfa como constructor de laberintos burocráticos donde el individuo se desorienta, se desrrealiza y pierde. El análisis de "El proceso", y también de "El castillo" son aquí fuentes ineludibles. Luego, a través de múltiples momentos de su literatura, arribaremos a varios niveles de significado particulares. Y a la orilla menos frecuentada del Kafka abierto a un sentido que escapa de la alienación y de las fuerzas impersonales que dominan y acosan al hombre.

E.I



I.

La tarde casi se extingue. Pronto se derramará el óleo de la noche. Pero los reptiles oscuros no necesitan que se oculte el sol para moverse. Lo oscuro vive también dentro de la luz del día. En el día, desde lo alto de torres y escritorios caen sombras que agobian. Que persiguen, arrebatan. Acusan. Un juicio opresivo flota y desciende sobre los individuos, sólo vestidos de impotencia. En la voz de la autoridad, el individuo no encuentra una ley propia. Únicamente el estremecimiento de lo ajeno, un orden que aliena. Que oprime. Con golpes de perplejidad.
Y al avanzar por una húmeda calle praguense, el individuo de sombrero camina aún dentro de la niebla. Mientras tanto, las sombras chillan mandatos ensordecedores. Pero acaso una luz se muestre. Desde una puerta abierta...


II.

Los escritores consagrados dejan tras de sí un universo de textos y de bibliografías críticas. En la aproximación a Kafka irrumpe inevitablemente el recuerdo de sus difusores iniciales, Max Brod o Gustav Janouch, o de su vasto epistolario. Antes de pensar la imaginación kafkiana, es oportuno cuidarse de las interpretaciones más habituales. Pero es imposible eludir algunos tópicos comunes. En un intento de desciframiento de El proceso y otros momentos creativos del escritor checo, recuperaremos primero la típica tradición: Kafka como artista mensajero de la alienación moderna, que percibe desde su vida en Praga y bajo el declinante Imperio de los Habsburgo.
En El proceso (Der Prozess), un apoderado de banco, Josef K., elige el camino del ascenso social, los cargos, el reconocimiento, el poder social del dinero y las jerarquías. Josef K., procede del mundo rural que, en Kafka, es repetido sitio simbólico de un existir originario, auténtico y elemental. Desde una autenticidad primaria, Josef K. cae en la alienación de la propia individualidad. En El proceso, Josef K. sufre la laberíntica omnipresencia de un tribunal que acusa e interroga, desde una distancia impenetrable.
Este es el topos habitual en la lectura de lo kafkiano. Lo kafkiano como exudación de una realidad clausurada. Alienante. Pero a partir de aquí, exploraremos vías de salida del vivir enajenado.
Una de estas vías es la de la individualidad solitaria (reflejada por varias prosas de Un Artista del hambre); y, en El proceso, el camino de salida acontece, estimamos, en el capítulo "La catedral", donde, luego de la interpolación del breve relato "Ante la ley", el sacerdote promueve la aceptación de "lo necesario", libre de "todo lo accesorio", como un vivir fuera de las demandas de comprensión lógica de la existencia.

Lejos de la imagen tradicional de Kafka como creador de una literatura de la alienación, en nuestra visión prevalece lo kafkiano como deudor de una ancestral intuición religiosa de matriz místico cabalística. Llegados a este punto podremos desplegar la tesis principal que alienta este ensayo. En Kakfa, late una ambivalencia de lo secreto. La primera figura es lo secreto como corazón del poder burocrático insondable. Sus autoridades, sus reglas, su naturaleza misma, permanecen en la oscuridad. De ahí su manifestación como fuerza impersonal. Irracional. Y absurda. Que se derrama sobre el individuo y potencialmente sobre el todo social. Pero en Kafka acontece también una inversión elevadora de lo secreto. El secreto de una ley acosadora convive con el cercano pero esquivo secreto de una verdad plena, de la que el hombre se halla exiliado, y que sólo se intuye en la experiencia artística y religiosa. El secreto acosa. Castiga. Pero también, en Kafka, lo secreto conserva un resplandor de verdad. Que el arte no niega.


III.

Josef K. abandona su hogar del ámbito rural y se establece en la ciudad. Inicia un camino de ascenso social. Sus humildes orígenes campesinos comienzan a diluirse cuando accede a una posición jerarquizada en un banco, arquetípico lugar de reconocimiento y éxito social. Así, K., "en un tiempo relativamente breve, había sabido conquistar su alta posición en el banco y mantenerse en esa posición reconocida por todos". K. valora en alto grado su pertenencia al círculo de la alta sociedad. Al nacer un nuevo día, en la casa de la señora Grubach, donde K. alquila una habitación, un inspector le anuncia su arresto, el inicio del proceso en su contra. Como será continuo en la novela, no se aclara nunca el porqué del proceso. No hay ninguna aclaración sobre los cargos que se le imputan al acusado. K. es arrestado inicialmente por "dos groseros guardianes", "una canalla corrompida", que "me llenaron los oídos con su parloteo y trataron de hacerse sobornar ". K. es conducido al cuarto contiguo, de la señorita Burstner, donde el inspector ha traído a su vez a tres empleados de K. en el banco. El propósito de esta maniobra, para K., es que los empleados "como mi patrona y su mucama, debían difundir la noticia de mi arresto, dañar mi imagen pública, en especial perjudicar mi posición en el banco".
La identificación entre K. y su imagen es indisoluble. K. es lo que aparenta. El arresto constituye un "abuso público" que violenta su máscara social, que es su mismo yo. Para preservar la salud y el brillo de la fachada, K. debe demostrar su inocencia en su proceso. Pero también K. debe romper los tejidos que lo ligan a su familia originaria. Por eso su distancia respecto a su madre, a la que visita cada vez con menos frecuencia. Esta actitud se debe supuestamente a la propia madre que, como se comenta en el capítulo "Viaje a la casa de la madre" (no incluido originariamente en la obra): "...antes se habían repetido regularmente apremiantes invitaciones de la madre en las cartas del primo, pero ahora ya no, desde hacía tiempo".

K. precisa el distanciamiento de su raíz familiar para refundarse en otro orden social, en un nuevo horizonte de expectativas. Y, paralelamente, para este fin, apela a una afirmación de sí desde su superioridad jerárquica respecto a otros empleados.

En el capítulo "El fiscal" (tampoco incluido originalmente en la novela), K. se siente halagado de participar en una tertulia de jueces, fiscales, abogados: "era para él un gran honor pertenecer a una sociedad tal". Y también al fin de este capítulo surgen nuevos elementos de distanciamiento o sustitución del origen humilde de K. por una existencia de pompa y alcurnia. Se recuerda que su padre había muerto muy joven, y que "había abandonado su casa muy temprano, y siempre lo había repelido, más que atraerlo, la ternura de la madre que vivía aún, medio ciega, afuera en su pequeña ciudad inalterable, y a la que había visto por última vez hacía unos dos años".

Mediante el distanciamiento de lo originario y el placentero ejercicio del poder jerárquico, Josef K. busca una metamorfosis. Una transformación. Que es negación de su origen humilde. Y avance hacia un futuro de ansiado éxito personal. Pero en esta metamorfosis ocurre una pérdida. K. elige repetir el modelo social del hombre exitoso, "verdadero". Se aliena entonces respecto a la posibilidad de un germinar propio o individual. Es seducido por la mimesis de un modelo impuesto por la sociedad. La repetición de una imposición es una forma de despersonalización o desrrealización.
Cuando se pierde el camino del desarrollo propio, lo singular sólo regresa como síntoma, como monstruosidad que, en su visible patetismo, evidencia el fracaso de lo individual. Situación que eclosiona con nitidez en La metamorfosis.

Gregor Samsa es un viajante de comercio. La presión de su profesión lo obliga a múltiples viajes. A una existencia nómada de "relaciones que cambian de continuo, que nunca duran, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en el que el corazón nunca puede tener parte". Pero un día, Gregor no acude al almacén para el que trabaja. No podrá tomar puntualmente un tren. Su ausencia motiva la preocupación del principal, de su jefe. La mucama en su casa advierte su encierro. La puerta está cerrada. Preocupado, el principal acude en busca de Gregor. Ante la pesquisa del jefe la madre intenta interceder en favor de su hijo: "No está bien, créame usted, señor Principal. ¿Cómo si no iba Gregor a perder el tren? Si el chico no tiene otra cosa en la cabeza más que el almacén". Y la madre continúa observando que siempre "se sienta con nosotros alrededor de la mesa, para leer el periódico sin decir palabra o estudiar itinerarios de viajes". La compenetración de Gregor con su tarea es completa. Con antelación al despuntar del alba, Samsa se ausenta del camino profesional que supuestamente es producto de una decisión personal."¡Qué cansadora es la profesión que he elegido". Gregor necesita creer que su obligación es en principio consecuencia de una libre decisión. Pero lo condiciona la necesidad de pago de una deuda de sus padres. Luego, tal vez sí pueda liberarse. Lo que parecía una libre elección rápido se revela como una imposición del medio y las circunstancias. A Gregor no le queda más que la resignación. Y se transforma en insecto. En esta metamorfosis acaso actúa la degradación monstruosa de quien, por inercia o cobardía, ha rehuido de su propia autodeterminación. Así, la metamorfosis es regresiva en tanto la transformación no es aquí elevación o enriquecimiento, sino regresión a un estado de humillante y repelente degradación que deriva en la insectificación del individuo. La resignación ante un orden no elegido descompone, minimiza; el hombre, que puede ser émulo de ángel, o ebrio perseguidor de algún absoluto ideal, se convierte en horroroso insecto. La resignación que somete a Samsa a la metamorfosis regresiva y a lo monstruoso, se vierte luego sobre su propia familia. Frente a su repugnante presencia de insecto, su familia asume que "era un deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse. Resignarse y nada más".

Cuando Gregor finalmente muere, entre su familia fluye una corriente de alivio por la liberación de la próxima monstruosidad del insecto. El insecto que surge allí donde no se realiza lo humano.


IV.

Josef K. recibe una cita para una primera indagación judicial de su caso. La cita se fija un domingo para no alterar sus obligaciones laborales en el banco. En un suburbio se encuentra el edificio que abriga al tribunal. Luego de algunos momentos de desorientación, arriba hasta la entrada de la sala de sesiones. Su puerta es muy alta. La mujer del ujier lo introduce dentro del recinto tribunalicio donde lo aguardan cientos de individuos vestidos de negro, y con "sacos de fiesta largos y holgados". Guiado por un niño de "mejillas rojas", K. llega hasta un podio donde un hombre gordo, primero indiferente a su llegada, se revela luego como el juez de instrucción, que nunca será designado por un nombre propio. Tampoco tendrán un nombre propio ninguno de los otros presentes en la sala, o los otros jueces del tribunal.
La opresión de lo impersonal y lo irracional sobre el ánimo de K. ya se había iniciado con su arresto, con la incapacidad del inspector de dar una razón para el detenimiento. Este matiz del proceso se propaga luego a la impersonalidad de la acusación que surge cuando el juez de instrucción confirma que el inspector y sus colaboradores buscaban a un "pintor de brocha gorda". Josef K. fue encontrado en lugar del supuesto destinatario "verdadero" de la acusación. Pero este presunto "error" no inhibe la incriminación. La acusación parece así adquirir una condición absurda; es una acusación abstracta, genérica, que no se descarga sobre un individuo particular, en principio, sino sobre una especie general.

La acusación se aplica al individuo. Pero carece de una formulación personal. De ahí que aquí pueda empezar a vislumbrarse que la función del tribunal no es hacer justicia, sino acusar y condenar. Intimidar y sofocar. Esto explica que al encontrarse luego K. con el pintor de la corte, Titorelli, éste le aclara que existen tres formas de determinación del tribunal: la absolución completa, la absolución provisional, y la postergación. La primera modalidad nunca se consuma. Nunca nadie es plenamente liberado o absuelto; nunca es posible presentar pruebas concluyentes de la inocencia de un acusado. Así, la acción del proceso es siempre acusación o condena. Nunca absolución.

También, en su encuentro con Titorelli, el poder judicial se revela como burocracia laberíntica, insondable. K. carece de una visión de conjunto sobre el proceso judicial. Esto permite advertir la condición inaccesible de la ley y su fuerza coactiva. Josef K. sólo podrá ver a un juez subalterno de instrucción, y a sus posibles acólitos, que componen la multitud de la sala de sesiones que, en definitiva, se burla y humilla a K. Una multitud que K. cree en principio que se hallaba dividida en dos grupos. Pero, poco antes de abandonar la sala, descubre un mismo escudo o distintivo en todos.

Sólo adquieren visibilidad los estadios inferiores de una vertical estructura judicial, en cuyo extremo superior reina el secreto, el silencio, una velada lejanía inaccesible.

La incompatibilidad entre el proceso y la racionalidad se manifiesta por el secreto respecto al motivo o causa de la acusación. El tribunal que acosa y persigue exuda la fatalidad de un poder irracional. La irracionalidad de la impersonal función acusadora del tribunal puede ser pensada desde la posible ambivalencia del proceso. Un proceso judicial debiera funcionar dentro de un campo de acción racional. El imperativo de justicia de un sistema jurídico (como el de un orden democrático, o incluso uno totalitario) debe fundamentar el porqué de las acciones ilegales. A tal acción le corresponde una posible pena prevista con precisión por el código jurídico. La acusación o condena sin una fundamentación explícita, pública y racional, evidencia la irracionalidad opresiva del sistema jurídico, que conspira abiertamente contra la racionalidad de un saber accesible a toda persona. Frente a la condición pública de lo racional, el secreto promueve la acción unilateral y desigual del poder jurídico sobre la indefensión del individuo.

Lo secreto del alto tribunal, el secreto de la identidad de los jueces o de la causa del proceso, se condice con el carácter de "iniciado" que manifiesta Titorelli en su diálogo con K. en su taller. Su profesión es hereditaria y posee un secreto sólo transferible dentro de un estricto hermetismo familiar. Sólo en tanto iniciado el pintor conoce parte de los misteriosos pliegues de la burocracia jurídica y puede ejercer una moderada influencia sobre algunos de sus miembros.

El secreto preserva la trama incomprensible o inaccesible del proceso frente a una ausente racionalidad legal accesible a todos. Al visitar la sala de las sesiones, en otro domingo, K. descubre a otros acusados en sus semioscuras y opresivas galerías adyacentes. La acción unilateral del secreto poder judicial puede actuar así sobre cualquier individuo. Lo secreto, en su oposición a lo público, introduce una irracionalidad opresiva. Que trasciende la acotada relación sistema judicial-ciudadano. Porque, como también el "iniciado" Titorelli le aclara a K.: "todo pertenece al tribunal". El tribunal son los jueces colegiados en distintas jerarquías, la multitud cómplice que presencia la primera y única indagación de K.; la vasta cohorte de empleados, funcionarios y ujieres; lo mismo que la mujer del ujier que introduce a K. en la sala del tribunal; y los guardianes, el inspector, el sacerdote con el que se encuentra K. en el penúltimo capítulo de la obra; y las niñas que viven en el edificio de Titorelli, y que asedian el cuarto del pintor; y también el vicedirector del banco (supuesto aliado de K.); y hasta se podría sospechar que el propio K. es parte del gigantismo burocrático del tribunal en tanto se reconoce como funcionario.

El tribunal se convierte en un todo social, escindido de la dignidad de cada individuo, y de su derecho a saber el porqué de una acción judicial en su contra. La irracionalidad del poder secreto e impersonal expresa la clara intuición kafkiana de las fuerzas sociales que, en la moderna cultura de masas, en las organizaciones técnicas y burocráticas, se imponen sobre el sujeto. El individuo padece así una fatal alienación frente a un autoridad irracional, tal como lo comprende también Marcuse en su indagación crítica de la contemporánea sociedad unidimensional. [...]

Esteban Ierardo

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