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Zoran Mušič - Painter of Thought and Silence



The Slovenian Embassy is presenting the seventh exhibition of European artist Zoran Mušič in London. The exhibition with only two dozen selected artworks is intended for connoisseurs and art lovers. The works of Mušič have already been exhibited in London: Arthur Jeffress Gallery, 1955, Gallery One, 1961, Grosvenor Gallery, 1969, 12 Duke Street Gallery, 1980; Gimpel Fils, 1993, Estorick Collection of Modern Italian Art, 2000. But this is the first time in history that Londoners have the opportunity to admire the artist’s creative development over a time span of seventy years, from his student years at the Zagreb Academy to his friendship with François Mitterrand.

Mušič’s drawings and paintings firstly establish a bridge, which stretches from the era of his creative quest following his academic studies. In his first twelve years of creativity he is faced with the great tragedy of Europe and the artist in himself, with the Dachau concentration camp. The exhibition links this experience with the more familiar works of the mature European artist. From the ashes and the sufferings of the Second World War, Mušič came out like a creative phoenix, quickly recognized in Venice, and later as a respectable member of the École de Paris in the French capital. The refined artist did not follow fashion trends, he created his personal oeuvre, his confession, one of the most humane messages of the second half of the twentieth century. His Cycle We’re not the last was shown in the Holocaust Museum in Jerusalem, the Hirshhorn Museum in New York, the Tate Gallery and the Centre Georges Pompidou.

His oeuvre is on a par to Francis Bacon or Lucien Freud and an important reminder that among the fanfares to the hundreds of pop-artistically promoted celebrities, there is someone else here, too. A self-made man, a traveller, an artist, takes a step with us, remaining a witness of his and our innermost feelings, inner landscape, eternal self-portrait and questioning of who we are, where we are going. Mušič is a painter of the noblest addition to the European tradition for gourmets, for mature personalities, for adults. The mature artist, like the late Rembrandt or Titian, does not seek that which glitters outside. He detects the trace of drawings from Altamira, the landscapes of Simone Martini, the glow of the women portraits of Velasquez, Goya’s light, combining his calligraphic strokes on the blank paper into his own, new original artistic confession.

In the painter’s other life, after being saved from the hell of Dachau, meaning and salvation rests in the humanism of creativity in art. Only this transcends the ever new recurrences of war, opposes them with seemingly romantic landscapes and hobbies, especially so in the Villanovan ballad cycles of We’re not the last, in the refined self-portraits. The only muse and real witness to this creative process is Ida, a painter and Mušič’s companion, who was the first to recognize the exceptional testimony of the artist’s concentration camp drawings and stood by the painter’s side till his last breath. A special feature of the exhibition is the accurate recording of each step of the painter’s life, who experienced the heartless arms of the great powers at the Isonzo Front already as a child, encountering old and new nations. Born in the Austria-Hungary Empire, he was exiled from the Kingdom of Italy and the Republic of Austria, survived the Kingdom of Serbs, Croats and Slovenes, or the pre-war Yugoslavia, forged his way through the occupation of fascist Italy and Nazi Germany, escaped the mould of communist Yugoslavia, and without arms, with pencil and brush, managed to go beyond the historical aggression with a profound message, with his visually transformed planes, with which he attained his life’s goal. If Picasso was a strong wind of creativity, then Mušič wanted to stay a calm, delicate breeze. The fragile images, breathed onto canvas and paper as if touched by the wing of a butterfly, can only be encountered by each viewer on their own.

Gojko Zupan




Zoran Music: Un largo recorrido mineral



Zoran Music nace en 1909 en los márgenes del Imperio austrohúngaro en una pequeña ciudad cuyo nombre alude a una pequeña colina: Gorizia. A comienzos del siglo XX, aquel confín remoto de imperio es un verdadero cruce de razas, culturas, etnias. En su familia se habla esloveno, istriovéneto, alemán.

La educación en las escuelas tiene una huella severa y centroeuropea. La infancia de Zoran transcurre en el pueblo de Bukovizza, más allá del Carso, con su hermano Ljuban; el padre, director de escuela; y la madre, profesora: “Tenía una mirada fulminante, que paralizaba”, decía describiéndola. En aquellos años coge a menudo el tren para visitar a sus tíos.

Ávidamente, absorbe con la mirada el paisaje que fluye rápido tras la ventanilla, entre rocas, piedras dolinas y matorrales, que se vuelven rojos y ocres en el tardío otoño. Un viaje que no para de recordar a lo largo de los años como una “inolvidable fiesta”. Entre 1915 y 1918, en pleno conflicto mundial, vive prófugo con su familia en la Carintia austriaca, y después en Maribor, en la Estiria eslovena, alojándose en barracas provisionales con el techo de paja, con la madre y el hermano, mientras el padre está ocupado en el frente. Alguien llegará a decir que Maribor ha sido el interludio silvestre en su camino de obsesión mineral.

Se despierta al amanecer con Ljuban para alcanzar a pie, a través de bosques, la escuela, situada a gran distancia y que no admitía retrasos.

Estas son las tierras del confín que marcan sus primeras percepciones, forjando en él un fuerte espíritu de adaptación que le será muy útil en las atroces experiencias que están por llegar. Ese espíritu apólida, de quien no reivindica pertenencias, heimatlos, será dominante a lo largo de toda su vida, incluso en las épocas de aparente estancamiento.

Pronto se manifiesta en Zoran, instintivamente, el impulso por detener sus impresiones en papel. Se le sorprendía siempre dibujando.

Emerge en él, natural, la vocación por la pintura. Pasa mucho tiempo entre la naturaleza, en los bosques, a la escucha, en soledad. En un íntimo escrito suyo de julio de 1979, casi un pequeño manifiesto de poética, se apela a esta necesidad de soledad, única condición para poder crear: “necesito esta soledad, el silencio, quedarme inmóvil en esta naturaleza, en medio de este horizonte inmenso, necesito quedarme así, ya sea en el Carso, ya sea en la montaña, sentirme uno con el paisaje”.

Entre 1930 y 1935 se traslada a Zagreb para frecuentar la Academia de Bellas Artes bajo el magisterio del más célebre pintor croata, Babic, brillante teórico, a su vez discípulo del austriaco Von Stuck e invitado varias veces a las bienales de Venecia. Babic deja a Zoran libre expresión, y le introduce a la pintura de Grosz, Otto Dix y sobre todo, a la del sulfúreo Goya. La estancia en España será densa en estímulos y reveladora, con visitas diarias al Museo del Prado, donde pinta copias de Goya. Escribe para la revista Utmost un reportaje de aquel viaje: “[...] danza macabra, risa sardónica de rostros deformados y bocas sin dientes. Se diría que Goya creyera en las brujas... Me parecía verle cómo se confrontaba con una sonrisa diabólica con esas masas negras y uniformes de jorobados, mendigos y furias”.

Tras las huellas de El Greco, pasa unas semanas en Toledo. El altiplano despojado y descarnado de Castilla le pertenece, parecido a su Carso. Y puede decirse kárstica la matriz de su pintura, siempre tan ceñido a la visión del paisaje originario hasta hacerle decir: “¿El paraíso perdido? Para mí es un paisaje despojado, sin árboles ni personas”. Las telas de Music son jirones de una tierra experimentada, atravesada por el mudarse de las estaciones, contemplada hasta escarbar la esencia; y más que paisaje despojado prefiere llamarlas silencio. Parco en el empleo del color, los que usa son poquísimos y esenciales, y tienen la consistencia de la arena desértica; ocres quemados, tierras de Siena, tierras de Umbría, oros de Bizancio, anaranjado, negro, tenues gaseosas. De vuelta repentina de la España alborotada por la Guerra Civil, Zoran se retira a la isla dálmata de “Korcula”. Se sume en escenas arcaicas: mujeres vestidas de negro sobre el lomo de asnos que van y vuelven del mercado al amanecer y al atardecer. Brotan de estas visiones las primeras telas con asnos: “Reencontrando el paisaje de mi infancia me he vuelto a encontrar a mí mismo, he entendido hasta qué punto esa tierra era mi tierra. Este pueblo se me ha impuesto y, ahora, he intentado traducirlo. Se ha transformado en mi tema familiar, fatal y casi obsesivo”.

Zoran llega a Venecia por primera vez en 1943 para quedarse sólo algunas semanas. Expone en una galería de Trieste, donde conoce al pintor Guido Cadorin, que se había refugiado allí con su familia y su hija Ida, pintora, por quien queda hechizado y con quien se casará años más tarde. Venecia está en su imaginario de infancia. Desde el campanario del pueblo de Smartno, donde se extienden los viñedos de los abuelos, al atardecer, vislumbraba el resplandor rojizo más allá de los pliegues del Carso. En Venecia, encuentra síntesis y cumplimiento su fondo bizantino: “Esta dualidad que llevaba en mí a causa de mis orígenes, encontraba finalmente su explicación. Ahora ya no estaba obligado a girar la espalda al oriente para descubrir occidente. Los encontraba tan íntimamente fundidos en la vieja civilización veneciana que entendí que allí se encontraban mi tradición y mi verdad”.

Y es justamente en Venecia, por un trágico golpe del destino, que al año siguiente Music es detenido por la Gestapo y trasladado a Trieste. Tras días de interrogatorios extenuantes, obligado a largas sesiones con los pies en el agua, librándose por poco del fusilamiento, finalmente se dan cuenta de que aquel pintor pacífico y absorto no está involucrado en asuntos de espionaje. Antes de despedirle le proponen enrolarse en las Waffen-SS por su prestancia física y la alta estatura, y pagó el rechazo (expresado con una risa) con la inmediata deportación a Dachau. Serán días de viaje apretados en un angosto vagón, atisbando los relámpagos del bombardeo de Salzburgo hasta la llegada y el impacto, atroz, con la realidad espeluznante del campo de exterminio. Es octubre de 1944:

“Cadáveres por todos lados. No se podían contar. Era un mundo alucinante, una especie de paisaje con montañas de cadáveres, entre los cuales merodeaban los que se habían encargado de abrir y recuperar los dientes de oro... también estaban los moribundos entre los muertos. Había que franquearlos o caminar por encima de ellos. Por su parte, ellos nos miraban con los ojos perdidos... nos seguían con los ojos... ya no tenían fuerza para pedir ayuda. Era como una floresta, los troncos cortados, arrojados a derecha y a izquierda, de través. [...] Acababa creándose una pequeña torre. Por la tarde, la torre se movía todavía un poco. Se escuchaban también los chirridos. Por la noche, era el final de febrero, caía un poco de nieve. Y por la mañana la torre ya no se movía.” Para resistir valerosamente a aquel mecanismo de muerte y opresión, Zoran dibuja. Empieza a dibujar a escondidas, registra en signo oscuro todo aquello que ve: sutiles cuerpos aislados, colocados suavemente en la nada, sumidos en el espacio inmemorial de una blancura absoluta; cuerpos desnudos y escabrosos que basculan en la horca. Montones de cadáveres apilados con bocas abiertas de par en par como para engullir un último respiro. Dibujar es resistir: a la barbarie, al embrutecimiento de la conciencia, al oscurecimiento de los sentidos. Dibujar es permanecer alerta: “Lo que se veía alrededor era tan enorme que nadie podrá describirlo nunca. Cortaba los dibujos a trozos, los guardaba bajo la camisa... Luego, en un cierto punto, me hice encerrar en la enfermería donde sabía que ningún SS entraría, y allí podía dibujar hasta que no me hubiera curado.” Logra esconder los dibujos en el torno en donde está obligado a trabajar, en la fábrica. Con la llegada de los americanos y la liberación del campo, la maquinaria se quema en una enorme hoguera y así la mayoría de los dibujos quedan destruidos. Algunos los mete en la camisa durante el largo viaje de regreso. Una ráfaga de viento dispersa algunos de ellos. Los que han quedado son custodiados en museos suizos y americanos.

Sólo, décadas después, Zoran aceptará hablar de aquella experiencia en el campo de concentración, que ya había emergido bajo un signo elegantísimo, en los años setenta, en el ciclo “No somos los últimos”. Con palabras leves y exactas en repetidos coloquios reconstruye su cotidianidad de prisionero y describe lo que ha visto. Montañas de cadáveres que era preciso dibujar más que cualquier otra cosa: “Tengo siempre delante de mí aquellos paisajes. Blancos como la nieve en las montañas. El blanco era el color de los cadáveres. Una especie de azul pálido, casi blanco. Como ya casi no había carne, eran como las estructuras de un paisaje de montaña. Y luego, es increíble, andabas y franqueabas aquellos cuerpos... pero era del todo normal; una cosa cotidiana, en la que ya no se pensaba”.

Tras la liberación, ya al límite, decide establecerse en Venecia para pintar, y es Ida quien le presta su estudio. “Antes de la guerra mi pintura estaba llena de pequeñas cosas inútiles; luego, mucho ha caído y se ha purificado. Ahora, lo que cuenta es la sencillez.” Es en Venecia donde descubre el horizonte, pinta acuarelas de colores encendidos, se sorprende. Su Venecia es fabulosa y suspendida. Pequeñas embarcaciones de comercio flotan alineadas frente a la Punta della Dogana. Difuminadas fondamente se metamorfosean en lugares encantados. En variaciones y deslizamientos mínimos se profundiza su idea-visión de la ciudad de agua. Llega a la cavernosidad densa de las catedrales a finales de los años ochenta. Interiores magnéticos que absorben la mirada y el paso en ecos de misterioso bizantinismo. Son grises o difusamente doradas, tienen amplios florones que trasvasan luz. Retumban remotos rituales litúrgicos, o apenas consumados. Son una condensación de la ciudad entera, del impacto con el oro de San Marco. Music expresa así ese acercamiento: “He intentado transmitir el profundo silencio, la atmósfera y la grandiosidad del espacio. Desde la semioscuridad en la que estamos sumidos al entrar, empiezan a emerger formas vagamente iluminadas”.

A principios de los años cincuenta, tras haber ganado en Cortina d’Ampezzo el premio París, se traslada con Ida a París, y expone por primera vez en la Galerie de France. Al año siguiente, Brassaï le presta el taller que fue de Soutine, en el número 16 de la Rue du Saint-Gothard. Será también el año de una exposición en Nueva York en la galería Cadby Birch. Son frecuentes las ocasiones para exponer en Italia y en Venecia, donde Ida y Zoran viven durante largos periodos al año. Se remonta al 1972 la primera retrospectiva consagrada a un pintor vivo en el Museo de Arte Moderno de la Ville de Paris. Seguirán antológicas en Darmstadt, en las galerías de la Academia. Hasta la gran exposición histórica en el Museo Correr organizada por Giuseppe Mazzariol en 1985. La verdadera consagración será la exhaustiva monográfica en el Grand Palais de 1995, cuyo responsable fue Jean Clair. En París, apenas al llegar, en el contacto “desviador” con las vanguardias, Music atraviesa un período difícil, se siente “desorientado”, busca adecuar sus figuras primigenias en progresiva estilización; casi se hace abstracto: “Seguí esa abstracción hasta que me di cuenta de haber ido demasiado lejos del camino”. Y es así, de una toma de conciencia y un regreso al manantial auténtico del crear que desde depósitos del subconsciente, desde sufridas latencias en los años, desde paisajes descarnados, rocosos, sin piel, sobresalen las montañas de cadáveres de “No somos los últimos”. De desgarrada belleza, se despliegan en signo elegante y “danzado”. Sin énfasis ni intenciones moralizadoras dicen la experiencia del puro ver, de retener signo y figura ajenos al juicio. Un leve cruzarse de cuerpos sin vida o a punto de despedir el último suspiro. No es en un frasear dramático que Zoran pinta esta extrema realidad: sólo la mirada de un poeta que asume en el tiempo irreversible valor testimonial. Insistiendo en esta idea fija, prosiguiendo lo que Jean Leymarie reconoce como un gradual proceso de expiación, un “largo camino mineral”. Una total consonancia entre la geología de la naturaleza y las fibras de la pintura. De los paisajes italianos, a las rocosidades dolomíticas, al paisaje sin tiempo de aquel montón de cuerpos inermes, hasta los paisajes de Siena, Music desemboca, naturalmente, a los “Motivos vegetales”, una serie rarísima ocasionada por la quemadura de corchos de Provenza. Ramificaciones fitomorfas que contienen huellas de las osamentas sin vida de los cadáveres y de su interioridad kárstica. Marañas vegetales que en la agonía coinciden con la vitalidad mineral de un paisaje de los orígenes.

La alternancia entre París y Venecia marcará la residencia de Music en los años siguientes. La vida de Zoran Music ha sido larga y fecunda, ha recorrido el siglo pasado para acabar al amanecer del 29 de mayo de 2005, en la espaciosa morada de S. Vio, en Venecia.

Otro lugar reiterado y nunca abandonado en la longeva trayectoria pictórico-poética de Music es el autorretrato. Tan connatural a su vena expresiva que no recordaba la época en la que empezó a trasladar su imagen sobre la tela. Un continuo que secunda y persigue las mutaciones del decir. Hasta acompañar su vejez, los cansancios del cuerpo, el abandono a la fuerza de la gravedad, la desaparición del semblante. Del mismo modo en que fascina con las corrosiones minerales de un suelo desértico, así presencia el agrietamiento gradual del cuerpo, dejando entrever que más allá hay sólo “lo profundo”. El único ser humano que aparece sub specie en retrato es Ida. Su óvalo icónico, aparece por primera vez en 1947 para no agotarse nunca. Son millares las Idas que llenan el horizonte de Music. Auras de luz que expanden enigma. Misterios inviolados. Ida le es cercana, con Ida tropieza cada vez que intenta decir algo más allá de sí mismo. Hasta las soluciones del doble retrato, donde sus figuras se amalgaman y confunden, conjuntas, en un movimiento eléctrico.

Cuerpos como umbrales de un misterio ulterior, más allá de lo humano, y por humanos insondable. En la gracia de una aproximación que se cumple en el espacio límite de una superficie pintada, tal vez, el enigma del encuentro. La única posibilidad de encontrarse aquí y ahora. De ahí, tal vez, su pintura podría decirse experiencia del umbral, límite último en donde se insinúa la interrogación sin respuesta.

Giovanna dal Bon




Zoran Music. Estreme Figure



Venezia rende omaggio a Zoran Music (Gorizia 1909 - Venezia 2005) con un'importante e raffinata mostra che celebra il centenario della nascita dell'artista.

Nel centenario della nascita dell'artista Zoran Music, l'Istituto Veneto di Scienze Lettere ed Arti vuole onorare uno dei testimoni più forti, sofferti del Novecento che ha trascorso a Venezia gran parte della propria vita. La mostra rappresenta l'omaggio dell'intera nostra Città a un uomo cui tutti noi guardiamo con profondo rispetto, riconoscendo in lui il grande artista e l'Uomo che ha incarnato così profondamente e anche tragicamente la storia del suo tempo.

Fin dagli inizi l'Istituto ha rivolto un'attenzione particolare al Veneto, a Venezia, alle espressioni della cultura più profonda e alle radici più forti della vita culturale di queste terre. Ha ritenuto quindi suo compito segnalare le personalità più alte della storia, ma anche del presente, del Veneto e lo ha fatto nei modi più diversi, sia allestendo un Pantheon di sculture che celebrassero accanto agli eroi del passato i protagonisti nelle arti, nella politica, nella scienza delle terre venete; sia nominando a far parte del proprio corpo accademico le personalità più significative della vita culturale e degli studi.

Oggi, in considerazione di questa sua funzione, l'Istituto risponde all'invito rivoltogli dalla Regione del Veneto e si fa promotore della mostra dedicata a Zoran Music.

Artista di levatura internazionale, considerato tra le presenze fondamentali del Novecento, Zoran Music, di origini dalmate, trova infatti a Venezia la sua città di adozione. Terra di fusione tra oriente e occidente, la città lagunare è fonte di ispirazione e punto di riferimento costante per l'artista, durante la sua intera traiettoria pittorica. Promossa dall'Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti, dalla Regione del Veneto e da Arthemisia Group, la mostra "Zoran Music. Estreme figure", si terrà nella sede di Palazzo Franchetti dal 3 dicembre 2009 al 7 marzo 2010. A cura di Giovanna Dal Bon, la mostra si compone di oltre ottanta significative opere, tra oli e lavori su carta, alcuni dei quali inediti ed eccezionalmente esposti per la prima volta. Una preziosa occasione per immergersi nel suggestivo mondo dell'artista e dei suoi ricordi rielaborati soprattutto a Venezia.

L'artista
Un viandante mitteleuropeo, in fondo sempre heimatlos - come definito dalla curatrice - Zoran Music è nato a Gorizia, a quell'epoca parte dell'impero austro-ungarico, crocevia di razze, culture e idiomi. Vive gli anni dell'infanzia in Dalmazia e poi da profugo in Stiria e Corinzia; seguono l'Accademia a Zagabria, le impressioni raccolte a Praga su Klimt e Schiele e gli impressionisti francesi, un lungo soggiorno in Spagna sulle tracce di Goya, le esposizioni nella Trieste post-imperiale, dove incontra la pittrice Ida Cadorin, sua futura moglie, e poi a Venezia. Dopo la terribile esperienza di deportazione a Dachau ritorna a Venezia nel 1946, dove vivrà, dal 1951 in alternanza con Parigi, fino alla morte, avvenuta nel maggio 2005.

La mostra
Il percorso della mostra indaga soprattutto gli ultimi trent'anni della traiettoria pittorica di Music, quando la sua figurazione scarnificata si fa estrema. L'opera di Music, che attraversa quasi tutto il secolo scorso, indica infatti, nel suo segno scabro ed essenziale, un itinerario di spoliazione verso il raggiungimento dell'essenza.

Lo dimostrano in primis i cadaveri di Dachau nel ciclo Non siamo gli ultimi. Dopo una latenza di tre decenni, negli anni settanta, afferma "sono dovuto tornare a Dachau", alludendo al riaffiorare ossessivo di quelle immagini. Già impresse nei suoi disegni realizzati di nascosto durante la prigionia e in parte persi nel vento, mentre tornava sul camion da Dachau a Venezia, quelle immagini indelebili nella memoria sono tradotte ora in pittura senza enfasi alcuna, con cruda e semplice essenzialità.

Molto intense anche le Figure grigie degli anni novanta e i suoi ultimi autoritratti: figure che resistono alla forza che le disgrega. Fonte di ispirazione inesauribile è inoltre la moglie Ida, compagna di una vita consacrata alla pittura; la ritrae miriadi di volte, da sola o nel Doppio ritratto, con lui che la dipinge, sapendo di avere di fronte l'insondabile mistero della femminilità.

Immancabili infine le visioni di una Venezia interiore e intimissima. Opere mai viste in pubblico prima d'ora. È la città dove Music si sente libero, dove vive di una semplicità quasi monacale e dove dipinge quotidianamente nel suo studio, sottotetto di Palazzo Balbi Valier a San Vio. Negli ultimi anni, Venezia appare avvolta in una tenebra di inchiostro o nel bagliore aranciato di un pastello grasso: sono le suggestive visioni della Punta della Dogana, del Canale della Giudecca, del Molino Stucky, di Piazza San Marco:

Una mostra meditativa dunque e ricca di fascino grazie alle atmosfere create da Music con le sue vibrazioni luminose, i contorni che si dissolvono o le fitte trame segniche che graffiano le superfici. Music crea "...figure che annidano al confine di un territorio pittorico-esistenziale, al limite ultimo dello spazio - afferma Giovanna Dal Bon - Strappate alla figurazione, sottratte a qualsiasi funzione di "rassomiglianza" dicono un al di là del raffigurabile, instaurando nuovi rapporti all'interno della figura; in questo, forse, estreme". E a chi gli domandava cosa ci fosse al di là della superficie delle sue tele Music rivelava: "Oltre c'è il profondo. Il luogo dove non si spiegano le cose, una specie di nebbia dov'è difficile muoversi".

Nuclei tematici
Il percorso della mostra è concepito come un "viatico" che richiama la natura errante di Zoran Music e la sua esperienza peregrina tra l'est e l'ovest dell'Europa. L'esposizione si articola in otto nuclei non cronologici bensì tematici ovvero "zone d'intensità" che cadenzano l'evoluzione esistenziale-poetica dell'arista.

Origini (1935-1949)
Si trovano qui i Motivi Dalmati, le prime opere di Music, quando viveva nell'isola di Curzola e assisteva quotidianamente alle "migrazioni" di donne vestite di nero sul dorso di asinelli che andavano e tornavano dal mercato; e i primi acquerelli di Venezia al ritorno da Dachau: ottimistiche e incantate vedute di bragozzi e burchi, intimamente oscillanti in idealistici tratti d'acqua azzurra.

Il Viandante (metà anni '90)
Zoran se ne intende di attraversamenti di confine: Stiria e Carinzia nell'infanzia, terre dalmate, carsiche, ventilazioni triestine, Vienna post imperiale, impressioni praghesi. Condensa e incorpora il transito nella figura del Viandante, presente qui in più versioni. Un soggetto che visualizza al meglio in segno nero carbone.

Venezia, ancora (anni '80 e '90)
Zoran si sentiva orgogliosamente partecipe alla fondazione di Venezia: "...Una regione, la mia, un tempo coperta di querce, il cui legno è servito per fare le palafitte su cui è costruita Venezia. Senza parlare degli alberi delle sue galere. Il mio paese ha contribuito a modo suo alla potenza della Serenissima".

Compare qui una Venezia meno luminosa degli esordi, più bruna e ocrata. Consapevole e matura in quegli Interni di cattedrali, nella Basilica di San Marco, nel Canale della Giudecca, nella Punta della Dogana o nel Molino Stucky. In queste opere esposte in mostra per la prima volta, Venezia ci appare pervasa da bagliori emergenti dal "quasi buio"; erosa e corrosa da uno sguardo talmente insistito e adorante da farsi disgregazione.

Figure Grigie (fine anni '90)
In posizione centrale nel percorso della mostra e con le opere sistemate su cavalletti da studio, le Figure Grigie costituiscono il fulcro nel "viatico" che conduce alla disgregazione del corpo. Sono autoritratti su cui calano colate in grigio lavico che disfano i tratti somatici e li trasformano in "estreme figure" di fortissima intensità concentrica. "Sono dovuto tornare a Dachau" (anni '70)

 "...come in trans, mi attacco morbosamente a questi fogli di carta ...accecato dall'allucinante morbosità di questi campi di cadaveri ...irresistibile necessità ...per non farmi sfuggire questa grandiosa e tragica bellezza". In prigionia Music ha disegnato le vittime dell'Olocausto e dopo trent'anni afferma "ancora oggi mi accompagnano gli occhi dei moribondi come centinaia di scintille pungenti che mi seguivano mentre mi facevo strada, scavalcandoli. Occhi luccicanti che in silenzio chiedevano aiuto a uno che poteva ancora camminare...". Dalle profondità dell'inconscio affiorano ossessivi i cadaveri di Dachau. È il 1970 e il ciclo Non siamo gli ultimi ha nel titolo la fatalità di una condanna sempre rinnovabile. Ma nulla di enfatico in queste cataste di cadaveri trattate alla stregua di un paesaggio spoglio, scabro ed essenziale.

Spazio intenso (anni '90)
Zoran assiste al progressivo cedimento del corpo e nelle ultime figure lo esprime in perfetta solitudine. Quella stessa di quando era bambino, ai margini di un impero-austroungarico che sfaldava i suoi confini. "Ho bisogno di questa solitudine" dice e dipinge figure sedute, nude, assorte o semplicemente chine, le gambe accavallate, un piede nella mano. Soprattutto L'anacoreta, senza sguardo, colpisce per quella nudità disarmata di chi ha semplicemente deciso di assecondare il proprio declino.

Variazioni in Ida e Autoritratto (anni '80 e '90)
Music si ritrae da sempre. Tratta il suo sembiante alla stregua di un paesaggio spoglio e la moglie Ida è l'unico essere umano a comparire sulle tele oltre a se stesso. Intimamente connessa all'essenza aurea di una Venezia bizantina, Ida compare una prima volta nel 1947, ma seguiranno moltissimi ritratti. Il suo ovale stilizzato, bidimensionale e iconico. Le sue capigliature aeree, sagome in luce che affiorano da fondali scuri. Misteri inviolati. Ida gli è prossima e su di lei imbatte ogni volta che tenta di dire qualcosa oltre se stesso.

Doppio ritratto (1983-2001)
L'ultimo nucleo tematico riguarda i disegni preparatori e gli olii che dicono l'approssimarsi e il germinare di due figure nello spazio pittorico: inizialmente è lui solo, al margine; poi compare Ida nella sponda opposta, in un estenuante approssimarsi. La genesi dura dal 1983 all'ultimo disegno in segno rosso del 2001. Sono opere che suggeriscono posture, infinitesimali slittamenti, traiettorie di sguardi. Zoran reinventa così il suo spazio pittorico per dare nuova accoglienza alle due figure fino a farle coincidere.

L'Istituto Veneto per Zoran Music.