biografía        obra        Les Fleurs du Mal




CHARLES BAUDELAIRE



1821
Naissance de Charles-Pierre Baudelaire à Paris le 9 avril. Il est le fils de Joseph-François Baudelaire, né en 1759, et de Caroline Archenbaut-Dufaÿs, née en 1793.

1827
Mort du père de Charles Baudelaire.

1828
Sa mère se remarie avec le général Aupick. Les relations entre le jeune Charles et le général seront toujours médiocres. Le remariage hâtif de sa mère l'affectera beaucoup. il se sent abandonné par celle qu'il croyait "uniquement à lui".

1832
Charles est pensionnaire au collège royal de Lyon.

1836
Après un séjour de quatre ans à Lyon, il revient à Paris et sera élève Collège Louis-le-Grand de Paris. Il lit Chateaubriand et Sainte-Beuve.

1839
Il obtient son baccalauréat en août.

1840
Alors que sa mère et son beau-père souhaiteraient qu'il devienne Ambassadeur, lui mène une vie de dandy au Quartier latin et n'a qu'un rêve de rebelle : devenir poète.

1841
Pour tenter de dompter ce beau-fils indigne, son beau-père de général l'embarque en juin, sur le ""Paquebot des Mers du Sud" : Direction les Indes. Son voyage s'arrêtera finalement à l'île Maurice . Au bout de sept mois, Charles Baudelaire met fin à cet exil. Il gardera de ce voyage le souvenir de "la belle Dorothée". Plusieurs poèmes comme L'Albatros ou Parfum exotique ont certainement été inspirés par ce voyage.

1842
Bénéficiant de l'héritage paternel, Charles Baudelaire dépense sans compter: l'alcool, l'amour, et l'art. il fait la connaissance de la "vénus noire" Jeanne Duval qui lui inspirera de nombreux poèmes, dont La Chevelure et Le Serpent qui danse.

1845-46
Charles Baudelaire vit du journalisme d'art: Publication de nombreux articles de critique.

1847
Il rencontre Marie Daubrun, une actrice dont les yeux lui inspirent en particulier Le Poison et Ciel brouillé.
Il publie ses premières traductions d'Edgar Poe. Une grande complicité l'unit à cet auteur américain maudit. Ils ont une conception identique de l'art ainsi qu'une fascination commune du mal, ce que Poe appelle le démon de la perversité. Il va traduire et préfacer presque toute l'œuvre de son ami américain.

1848
Charles Baudelaire participe aux journées révolutionnaires de février et va même jusqu'à monter sur les barricades. Il participe à la création d'un journal révolutionnaire: le Salut Public.

1849
Il s'éloigne progressivement de la politique. Pour lui le vrai combat est dans la poésie.

1851
Il dénonce le coup d'état de Louis-Napoléon Bonaparte.
Publication: Du vin et du haschisch

1852
Début de sa liaison passionnée avec Apollonie Sabatier. Il lui adresse de nombreux poèmes, dont Harmonie du Soir et L'Aube spirituelle.

1854
Il publie Les Contes extraordinaires d'Edgar Poe.

1855
Publication de son compte-rendu de l'Exposition Universelle et de dix-huit poèmes des futures Fleurs du mal.

1856
Publication de sa traduction des Histoires et des Nouvelles histoires extraordinaires d'Edgar Poe.

1857
Mort de son beau-père, le Général Aupick.
En juin, publication des Fleurs du mal chez Poulet-Malassis. En août, un procès en moralité est instruit contre lui. Le procureur Pinard demande la condamnation du recueil de poèmes. Malgré l'appui de Sainte-Beuve et de Barbey d'Aurevilly, Charles Baudelaire et son éditeur sont condamnés. Six poèmes devront également être retirés.

1858
Charles Baudelaire se réconcilie avec sa mère.

1860
Publication des Paradis artificiels.

1861
Publication de la seconde édition des Fleurs du mal. En avril, il fait également paraître un long article sur Richard Wagner.

1864
Baudelaire fuit en Belgique s'installe à Bruxelles où il donne une tournée de conférences. Très vite ce pays, qui d'abord lui a plus, lui devient insupportable. Il est atteint par la syphilis, et a de plus en plus recours à la drogue.

1866
Il fait une chute dans l'église Saint-Loup de Namur et perd connaissance. Il est hospitalisé à Bruxelles, victime à la fois d'hémiplégie et d'aphasie.

1867
Il revient à Paris et le 31 août, il meurt, à quarante-six ans dans la clinique du docteur Duval. Il est inhumé le 2 septembre au cimetière Montparnasse.

1868
Publication, à titre posthume, du Spleen de Paris, ainsi que des Curiosités esthétiques.

— Alalettre
— Litteratura



El dandysmo de Baudelaire



El dandysmo de Baudelaire es un tema fascinante. En primer lugar porque es el sello distintivo que recubre toda su producción literaria, cual brillante y lujoso ropaje, y que le confiere ese encanto tan especial, ese aroma etéreo , esa ligereza aun con los temas más graves. Y, en segundo lugar, porque el dandysmo representa un ideal de vida, que Baudelaire, para su desgracia, intentó obstinadamente llevar a la práctica, lo que originó no pocas contradicciones a su pensamiento y no menos inconvenientes a su vida doméstica (esta confluencia entre el ideal y la realidad de su vida ha sido tratada por Sartre en su tendencioso pero magnífico libro sobre Baudelaire).

Pero,¿cuáles son los ejes fundamentales del dandysmo baudeleriano? y ¿qué implicaciones tiene para su visión del mundo? Dos son los conceptos fundamentales en los que se basa toda filosofía del dandysmo, y en especial la de Baudelaire pues representa la depuración ideológica de todas las anteriores (de Byron a Barbey d'Aurebilly pasando por Stendhal y Balzac): el artificio en el plano estético y la inutilidad en el plano moral. Sobre estas dos ideas Baudelaire edificará toda su obra; de ellas se derivan, por ejemplo, sus opiniones sobre la moda, las drogas, la fotografía, el juego... Cierto que posteriormente el dandysmo será revisitado por otros autores que intentaran ir un poco más allá en la evolución de la filosofía del dandy, pero no cualitativamente sino por el exceso; la novedad que representa un Huysmans o un Raymond Rousell responde más bien a una frenética exacerbación hasta el límite de la más desatada locura de una cosmovisión que ya en Baudelaire había recibido la máxima sofisticación ideológica.

Artificio e inutilidad en el objeto, falsificación y actos gratuitos en el sujeto son las dos caras de la misma moneda y la base de la filosofía baudeleriana. El sujeto perfecto será, lógicamente, el dandy, que Baudelaire convirtió en el símbolo vivo del Artista, un ser extravagante y distinguido que fijará para siempre la tipología del artista y de la star (no en vano una star del hollywood dorado declaraba: "una star no puede ser como una persona normal porque entonces ya no sería una star"); el objeto perfecto, por otra parte, no puede ser otro que el Ideal, el objeto artificial e inútil por excelencia, ese espacio mítico que Benjamin define como "fuerza del recuerdo" en contraposición a la realidad física del tiempo. Pero la forma de este Ideal puede adoptar en Baudelaire muchos rostros, pues se trata de una abstracción polivalente: en su correspondencia y en sus escritos íntimos, por ejemplo, Baudelaire habla incesantemente de salvación, busca esta salvación aunque no sepa muy bien de qué quiere salvarse, de manera que esta nueva forma del Ideal en su progresiva descomposición (indefinición) se vuelve cada vez más inútil y artificial. En su obstinada búsqueda de este Ideal, con sus constantes y renovados propósitos de trabajo, oración, sacrificio que aumentan con los años y a medida que el Ideal se vuelve cada vez más abstracto e inaprensible, Baudelaire parece el equivalente puramente poético de aquel otro famoso artista que preguntado acerca de su asistencia a misa los domingos contestó: "yo soy practicante ma non creyente". No debe extrañarnos, por otra parte, que Baudelaire en su búsqueda de salvación apele de forma constante a los viejos valores, a cual más reaccionario, "aquel perverso adopta de una vez por todas la moral más vulgar y rigurosa" en palabras de Sartre, remitiéndose a un mundo ya desaparecido para siempre con la revolución francesa; el mundo de un Joseph de Maistre (el escritor favorito de Baudelaire) que postulaba la ciega obediencia al Papa y a los reyes como representantes, espiritual y mundano, de Dios en la tierra. Baudelaire, en su indiferencia radical hacia todo lo que le rodea, se aferra al territorio mítico del mundo aristocrático, "no hay gobierno razonable y firme como el aristocrático", confundido con artificiosa ingenuidad con cierta aristocracia del espíritu. Es en este mundo establecido agonizante, parcialmente envilecido aunque todavía no derrotado por la democracia, donde el dandy puede afirmar su singularidad.

El dandy, sin embargo, no quiere cambiar el mundo, no busca la superación hacia el porvenir, hacia un nuevo orden de valores (el acto revolucionario es demasiado útil y embrutecedor); el dandy, en realidad, se ocupa de mantener intactos los abusos que padece con los valores establecidos para poder rebelarse contra ellos, sin la esperanza real de destruirlos o superarlos, en un círculo vicioso estéril y gratuito: "el dandysmo es el último destello del heroísmo en las decadencias". El dandy no puede querer cambiar nada porque no cree en nada, y por tanto no tiene ninguna ambición: "en mi no hay base para una convicción", nos dice Baudelaire. Ideológicamente el dandysmo es una filosofía basada en el artificio y la inutilidad.

En cuanto a su caracterización superficial el dandysmo es, por encima de todo, un culto del yo. Se trata de un desdoblamiento gracias al cual el dandy se transforma a sí mismo en objeto; esto significa que el dandy (Baudelaire) realiza un constante trabajo sobre su yo, una manipulación caprichosa y fabuladora, tanto en el plano físico como en el plano espiritual. Pero es un trabajo sin frutos, un trabajo que no conduce a ninguna parte, o mejor dicho, que le devuelve siempre al mismo punto de partida, la pura y simple afirmación del yo: en palabras de Baudelaire, el dandysmo es "una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se descubre en los demás, por ejemplo en la mujer, y que hasta puede sobrevivir a todo lo que se suele denominar como ilusiones." En este sentido, en lo que tiene de eterno retorno, el dandysmo es, como no dejó de insistir el propio Baudelaire, un ceremonial, en el que el dandy es su sacerdote y su víctima. "El dandy no hace nada", sentencia Baudelaire, o al menos no hace nada productivo, excepto trabajar sobre sí mismo. Pero, ¿en qué consiste este trabajo? En el plano físico el trabajo consistirá en crearse una originalidad a través de una toilette impecable de refinamientos extremadamente rebuscados o de una simplicidad glacial; pero esta inmoderada afición a la elegancia material en el dandy, advierte Baudelaire, no es "más que un símbolo de la aristocrática superioridad de su espíritu".

En su pasión por la superficie de los objetos, siempre y cuando ésta sea un disfraz que falsifique lo que hay debajo, el dandy se convierte a sí mismo en un objeto, en una cosa , se construye, se decora, se ornamenta y se comporta como tal: adopta "un porte escultórico, de muñeco mecánico", y una actitud distante e indiferente a todo, de resonancias estoicas y senequistas. Pero no debemos confundirnos, ya que "para quienes son a la vez sus sacerdotes y sus víctimas, las complicadas condiciones materiales a las que se someten, desde la toilette irreprochable a cualquier hora del día y de la noche hasta los lances más peligrosos del deporte, no son en realidad más que una gimnasia apropiada para fortificar la voluntad y para disciplinar el alma." (¿Con qué objetivo? Evidentemente ninguno.) De ahí la fascinación de Baudelaire, tantas veces repetida, hacia el militar y su porte bizarro, varonil: "El militar, ser acostumbrado a las sorpresas, se sorprende difícilmente. Así pues, el signo particular de la belleza será aquí una especie de indolencia marcial, una mezcla singular de placidez y de audacia: es una belleza que se deriva de la necesidad de estar dispuesto para morir en cada instante." El dandy es, en definitiva, "el placer de sorprender y la satisfacción orgullosa de no ser sorprendido jamás", el placer de ser el objeto más cool de la ciudad.

Si en su estética literaria Baudelaire proponía la desaparición del yo en el poema, es decir, la sustitución de la presencia personal del autor por la pura lógica interna de la obra regida según su ley compositiva (a partir de Baudelaire la poesía ya no hablará más del poeta sino de la Poesía misma), ¿cómo no ver en la desaparición de la persona física del dandy bajo esa obra de arte que es su propio cuerpo trajeado un equivalente simbólico de esta estética? Respecto al trabajo sobre su yo psíquico, no cabe decir más que el dandy sólo busca la completa y perfecta posesión de sí mismo. Baudelaire, nacido en una época marcada por el pensamiento determinista y positivista, "tuvo la intuición de que la vida espiritual no se nos da, sino que hay que construirla" (Sartre), y que el hombre sólo es él mismo en el punto extremo de máxima tensión entre el bien y el mal. La fascinación de Baudelaire por el tema del pecado original y de la redención por el trabajo, el sacrificio y la oración, así como su horror hacia faltas como la apatía, la dejadez, la relajación de las costumbres... deben circunscribirse dentro de esta búsqueda activa de posesión de su propio yo (para la cual las drogas, el juego y las prostitutas le ofrecerán inmejorables ocasiones de profundizar). Y ésta es una búsqueda que no admite descanso; el dandy es un ser en eterna vigilancia, necesita todas las horas del día y todos los días del año para no hacer nada, para no distraerse en algo que podría sacarle de su propio yo. Es la moral de la no-realización, de la insatisfacción permanente, ya que el no hacer nada no tiene final posible, es un continuo derroche sin fin. En este punto de vacío absoluto, sin embargo, la lucidez se agudiza hasta el delirio. Así, el acto sexual le producirá a Baudelaire horror y asco infinitos porque "copular es aspirar a entrar en otro, y el artista no sale jamás de sí mismo"; o justificará los exagerados precios que paga el dandy por un objeto lujoso, diciendo que éstos no valoran el objeto sino el capricho del que lo compra.

Conclusiones lógicas para aquél que trabaja sin desmayo su carácter, llevado por la "inamovible resolución de no dejarse conmover." En este sentido, nada más apropiado para un enfermo de spleen, o más baudeleriano, que tener ya todas las ideas perfectamente elaboradas a los veintitrés años (y ser consciente, además, de su perfección y de la imposibilidad de cualquier progreso futuro) como, nos dice Sartre, le sucedió a Baudelaire. Como acabado arquetipo del dandy la existencia de Baudelaire es una de las más estancadas que pueda concebirse: literariamente, en La Fanfarlo, obra de su primera juventud, ya está todo, las ideas y el estilo que después no dejará de remedar, a juicio de mucho críticos, con peor fortuna. Y en su correspondencia no paramos de ver repetidas siempre "las mismas querellas con su madre, las mismas quejas, los mismos juramentos; siempre las mismas luchas con sus acreedores; siempre las mismas discusiones por dinero con Ancelle; incurre siempre en las mismas faltas que le llevan siempre a las mismas condenas; en el seno de la desesperación lo iluminan siempre las mismas esperanzas" (Sartre): Baudelaire o el hombre siempre solo con su propio yo. Hemos visto como los actos gratuitos y la falsificación eran los dos ejes fundamentales sobres los que descansaba toda la filosofía del dandy de Baudelaire, hasta el punto de convertirse en el "hombre sin immediatez". El implícito odio hacia todo lo natural que conlleva esta concepción es una constante en toda su obra; y la mujer (o mejor, la psicología de la mujer, pues en otra parte, en el "Elogio del maquillaje", alaba el talento de ésta para ornamentarse) se convierte en el blanco de todos sus ataques hacia la vulgar naturalidad (extensible además a todo lo que tiene que ver con la naturaleza): "La mujer es lo contrario del Dandy. Así pues, debe provocar horror. La mujer tiene hambre y quiere comer. Tiene sed y quiere beber. Está en celo y quiere copular. Vaya mérito! La mujer es natural, es decir, abominable. También esto es siempre vulgar, es decir, lo contrario del Dandy." Así como la mujer representa la naturalidad, el dandy (él) representa todo lo contrario: "Hombre de muy honrada cuna y un tanto bribón por pasatiempo -comediante por temperamento-, representaba para sí mismo y a puerta cerrada incomparables tragedias o, mejor dicho, tragicomedias. Si se sentía algo alegre y excitado, tenía que comprobarlo y nuestro hombre se ejercitaba en reír a carcajadas. Si una lágrima le brotaba del rabillo del ojo por cualquier recuerdo, iba al espejo para verse llorar", confiesa en La fanfarlo; y en Mi corazón al desnudo leemos: "El gusto precoz por las mujeres. Yo confundía el olor del abrigo de piel con el olor de la mujer. Recuerdo... En fin, amaba a mi madre por su elegancia. Era, pues, un dandy precoz." Baudelaire introduce aquí un tema, la moda, muy afín a la ideología del dandy, por los motivos que ya conocemos (es algo artificioso e inútil), y muy relacionado con otro tema al que dedicó todo un libro y con el que tiene no pocas cosas en común, las drogas. En efecto, ¿no podríamos considerar la moda y las drogas como trasuntos, realizaciones más o menos concretas del aquel Ideal, abstracto e inalcanzable, quintaesencia del objeto del deseo del dandy? ¿No son ambos algo artificial e inútil? La inutilidad de estos objetos está claramente relacionada con aquel estado de ánimo, retratado con precisión por Benjamin, del jugador (y del obrero asalariado) que no puede atesorar experiencia y que se encuentra permanentemente en el vacío ante la imposibilidad de poder concluir. El dandy, que rechaza cualquier actividad y en especial las que implican cierto progreso productivo, se aferra a la moda y las drogas como estados en esencia transitorios y forzosamente reversibles.

El "hecho de comenzar siempre de nuevo es la idea reguladora del juego (como del trabajo asalariado)" y lo es también de la moda, que se caracteriza precisamente por imponer un estilo nuevo que rompe siempre con el anterior, del que no puede ser nunca una evolución sin arriesgarse a convertirse en clásico, cosa que el dandy aborrece por encima de todo por ir en contra de la imperativa obligación de ser moderno. Los baudelerianos "paraísos artificiales", que no por casualidad se llaman así, acusan también esta imposibilidad de acumular experiencia; Félix de Azúa lo define de forma magistral como un "estado intermitente: obliga a regresar. Satanás, o la transgresión permitida sólo con el fin de demostrar su imposibilidad, devuelve siempre a la posición de salida, con una huella (remordimiento, resaca, castigo, o, simplemente, sed) que mantenga la presencia del viaje en la tierra como lo permanentemente imposible." De forma análoga, Baudelaire, en el famoso poema "A une passante", celebra la "Belleza fugitiva" de una mujer con la que se cruza en una calle de la gran ciudad (el dandy es, efectivamente, esencialmente urbano; a los originales de un pueblo se los tiene por personajes pintorescos o por xiflados), y poetiza precisamente el hecho de desvanecerse en un instante, de ser solamente una visión fugaz ("relámpago") que de nada sirve pues en seguida (ahora ya está "muy lejos de aquí") nos devuelve al sofocante estado pretérito colmado de spleen. La continua presencia de estos dos temas en la obra de Baudelaire nos da una idea de su capital importancia (en especial, la moda) para entender la figura del dandy, el ser al que "el cuadro de la vida externa le embargaba de respeto y se apoderaba de su cerebro: la forma le obsesionaba y le poseía, la predestinación asomaba apenas precozmente, y la condenación quedaba ya de alguna manera consumada."

Para Baudelaire las formas obsesionan tanto al dandy porque, al ser un efluvio de lo espiritual, siempre representan a este fondo espiritual del que derivan (por este motivo, "todas las modas son encantadoras"); es decir, se da la paradoja que la moda contiene lo poético y eterno en lo transitorio, y no duda en afirmar que la moda representa para el artista moderno (dandy) lo que la religión para el artista hierático de la Edad Media: la belleza eterna sólo podrá maniferstarse bajo el permiso y las reglas de la moda o el traje visto como la puerta de acceso hacia el yo personal. El mismo criterio de artificiosidad, una vez más, le servirá a Baudelaire para condenar la fotografía, disciplina de invención reciente. Ésta, convertida en vehículo de la constante disponibilidad del recuerdo voluntario, "discursivo" (Benjamin), reduce drásticamente el ámbito de la fantasía, ofreciendo de forma inmediata y plana, aquello que el artificio de la memoria involuntaria (la visión artística en Proust) nos devolvería enriquecido con todas las representaciones subjetivas (experiencia) que "tienden a agruparse en torno" al objeto. Una vez más, Baudelaire prefiere el objeto artificial, es decir, modificado por "el velo delicado que el amor y la devoción" de los admiradores que han posado sus miradas sobre él y de las que el objeto, sin duda, algo conserva; la fotografía, en cambio, recupera un objeto natural, que no ha sido moldeado por la experiencia. Lo natural, en Baudelaire, pertenece siempre al vulgar mundo de las necesidades, de lo útil, un mundo por completo ajeno al dandy, cultivador del diletantismo y la pereza, aficionado al lujo y la moda, a la pompa de la vida, por pertenecer al mundo del placer. El dandy es para Baudelaire el artista más puro porque no corrompe su Arte con una obra, porque víctima de "la necessidad, tan infrecuente hoy en dia, de combatir y destruir la trivialidad" no sale jamás de su yo, lujosa estancia donde sólo reina su aristocràtica superioridad moral bajo la grave aspiración, escrita en letras de oro en el frontispicio de su alma, de ser "ininterrumpidamente sublime." El barón de Charlus, Des Esseintes, Marcel Duchamp, Salvador Dalí, Andy Warhol..., han sido diferentes formas de buscar la realización de este mismo ideal: el Dandy o el Arte encarnado.

Jean-Paul Sartre

— Galeon



Bourget on Baudelaire



If a special nuance in the meaning of love and a new way of interpreting pessimism make Baudelaire’s mind a psychological curiosity of a higher order, what gives him his place in the literature of our time is that he has marvelously understood and almost heroically exaggerated this special character and this quality of newness.

He has realized that he arrived late in an aging civilization. And instead of deploring this tardy arrival, like La Bruyère and Musset, he would have been delighted — I almost said honored by it. He was a man for times of decadence, and he turned himself into a theoretician of decadence. This may well be the most disquieting trait of this disquieting figure, and the one most disturbingly seductive to a contemporary soul.

The word decadence frequently refers to the state of a society that produces too many individuals ill-suited to the work of the community. A society must be thought of as an organism.

. . . If citizens in a time of decadence are inferior as toilers for the grandeur of the country, are they not also superior as artists delving into the depth of their own souls? If they are ineffectual in private or public endeavors, is it not because they are too skillful in their solitary thinking? If they cannot produce the generations of the future, is it not because the abundance of their refined sensations and exquisite feelings has turned them into sterile yet refined virtuosi of voluptuousness and suffering? If they are incapable of the abnegation of deep faith, is it not because their over-cultivated intelligence has rid them of prejudice and because, having circumnavigated the world of ideas, they have reached this supreme state of equanimity that validates all doctrines while excluding any form of fanaticism? To be sure a Germanic chieftain of the fourth century A.D. was better able to invade the Roman Empire than a Roman patrician was to defend it; but the erudite, refined, inquisitive, and jaded Roman emperor Hadrian, the art-loving Caesar of Tivoli, represents a much richer treasure of human acquisitions.

The great argument against decadence is that it knows no tomorrow and in the end is always destroyed by barbarity. But is it not the fate of the exquisite and the rare always to be in the wrong in the face of brutality? One is entitled to acknowledge this wrong and to prefer the defeat of decadent Athens to the triumph of violent Macedonia. The same is true of the literatures of decadent periods. They too have no tomorrow. They lead to alterations of vocabulary, subtleties of meaning that make them unintelligible to the generations to come. Fifty years from now the style of the Goncourt brothers — I name men who have deliberately chosen the path of decadence — will be understood only by specialists. The theoreticians of decadence would retort: what does it matter? Is the writer’s purpose to set himself up as a perpetual candidate before the universal suffrage of centuries to come? We delight in our so-called corruptions of style as well as in the refined beings of our race and our time. It remains to determine whether the exceptional group we constitute is not, in fact, an aristocracy and whether in the realm of aesthetics the plurality of votes does not, in fact, add up to a plurality of dunces. It is as childish to believe in the writer’s immortality — soon the memory of men will be so overloaded by the prodigious quantity of books that any notion of glory will necessarily be bankrupt — as it is deceitful to lack the courage to sustain one’s intellectual pleasure. Let us take pleasure, therefore, in the peculiarities of our ideals and forms, even if they imprison us in a solitude unbroken by visitors. Those who will still come to us will really be our brothers, and why sacrifice to others what is most intimate, most special, and most personal in us?

Both alternatives [producing generations of the future and becoming virtuosi of voluptuousness and suffering] are legitimate, but rarely does an artist have the courage deliberately to choose the second. Baudelaire had it and pushed it to the point of foolhardiness. He proclaimed himself a decadent, and sought — one knows with what deliberate recklessness — all that in literature and art seems morbid and artificial to simpler souls. The sensations he prefers are those elicited by perfumes because they stimulate more than others this I-know-not-what of sensual sadness that we carry within us. His beloved season is the end of autumn, when a melancholic charm seems magically to fill a lowering sky and a heavy heart. His hours of delight are the evening hours, when the sky is as colorful as the background of a picture by da Vinci, with its nuances of a dying pink and a nearly fading green. The beauty of woman appeals to him only when it is precocious and almost macabre in its thinness, with the elegance of a skeleton under adolescent flesh, or else late in life, in the state of decline that comes with ravaged maturity:

. . . And your heart, bruised like a peach,
Is as ripe as your body for sophisticated love
.

Caressing and languid music, rare antiques for his furniture, and singular paintings are the necessary accompaniments to his dreary or happy thoughts, “morbid” or “petulant,” as he himself puts it with greater appropriateness. His bedside reading is the work of exceptional authors . . . who, like Edgar [Allan] Poe, stretched their nervous mechanism to the point of hallucination, rhetoricians of a troubled life whose “language” is “laced with the green of decay.” He feels drawn by an invincible magnetism to the glow of what he has called, with justified outlandishness, “the phosphorescence of decay.” At the same time, his intense disdain for the vulgar erupts in outrageous paradoxes, laborious mystifications. Those who have known him tell extraordinary anecdotes in regard to this last point. Legend aside, the evidence unquestionably points to this superior man’s evincing something disquieting and enigmatic, even for intimate friends. He treated with similarly painful ironic contempt both the foolishness, naiveté, and nonsense of innocent acts and the stupidity of sins. A little of this irony still colors the most beautiful poems of Flowers of Evil, and the fear of many readers, even the most subtle among them, of becoming the victims of his overwhelming disdain prevents their fully admiring him.

Being what he is, notwithstanding the subtleties that put his works out of reach of the masses, Baudelaire remains one of the fertile educators of the rising generation. His influence is not as easily recognized as that of a Balzac or a Musset because it makes itself felt on a small group. But in this group are distinguished minds: poets of tomorrow, novelists already dreaming of glory. chroniclers still to come. Indirectly and through them, some of the psychological peculiarities I have tried to bring out in this text reach a broader public; and is not what we call the atmosphere of a period made out of such penetration?

Paul Bourget

— Dandyism



Charles Baudelaire par Théophile Gautier



La première fois que nous rencontrâmes Baudelaire, ce fut vers le milieu de 1849, à l'hôtel Pimodan, où nous occupions, près de Fernand Boissard, un appartement fantastique qui communiquait avec le sien par un escalier dérobé caché dans l'épaisseur du mur, et que devaient hanter les ombres des belles dames aimées jadis de Lauzun. Il y avait là cette superbe Maryx qui, toute jeune, a posé pour la Mignon de Scheffer, et, plus tard, pour la Gloire distribuant des couronnes, de Paul Delaroche, et cette autre beauté, alors dans toute sa splendeur, dont Clesinger tira la Femme au serpent, ce marbre où la douleur ressemble au paroxysme du plaisir et qui palpite avec une intensité de vie que le ciseau n'avait jamais atteinte et qu'il ne dépassera pas.

Charles Baudelaire était encore un talent inédit, se préparant dans l'ombre pour la lumière, avec cette volonté tenace qui, chez lui, doublait l'inspiration ; mais son nom commençait déjà à se répandre parmi les poëtes et les artistes avec un certain frémissement d'attente, et la jeune génération, venant après la grande génération de 1830, semblait beaucoup compter sur lui. Dans le cénacle mystérieux où s'ébauchent les réputations de l'avenir, il passait pour le plus fort. Nous avions souvent entendu parler de lui, mais nous ne connaissions aucune de ses oeuvres. Son aspect nous frappa : il avait les cheveux coupés très-ras et du plus beau noir ; ces cheveux, faisant des pointes régulières sur le front d'une éclatante blancheur, le coiffaient comme une espèce de casque sarrasin ; les yeux, couleur de tabac d'Espagne, avaient un regard spirituel, profond, et d'une pénétration peut-être un peu trop insistante ; quant à la bouche, meublée de dents très-blanches, elle abritait, sous une légère et soyeuse moustache ombrageant son contour, des sinuosités mobiles, voluptueuses et ironiques comme les lèvres des figures peintes par Léonard de Vinci ; le nez, fin et délicat, un peu arrondi, aux narines palpitantes, semblait , subodorer de vagues parfums lointains ; une fossette vigoureuse accentuait le menton comme le coup de pouce final du statuaire ; les joues, soigneusement rasées, contrastaient, par leur fleur bleuâtre que veloutait la poudre de riz, avec les nuances vermeilles des pommettes ; le cou, d'une élégance et d'une blancheur féminines, apparaissait dégagé, partant d'un col de chemise rabattu et d'une étroite cravate en madras des Indes et à carreaux. Son vêtement consistait en un paletot d'une étoffe noire lustrée et brillante, un pantalon noisette, des bas blancs et des escarpins vernis, le tout méticuleusement propre et correct, avec un cachet voulu de simplicité anglaise et comme l'intention de se séparer du genre artiste, à chapeaux de feutre mou, à vestes de velours, à vareuses rouges, à barbe prolixe et à crinière échevelée. Rien de trop frais ni de trop voyant dans cette tenue rigoureuse. Charles Baudelaire appartenait à ce dandysme sobre qui râpe ses habits avec du papier de verre pour leur ôter l'éclat endimanché et tout battant neuf si cher au philistin et si désagréable pour le vrai gentleman. Plus tard même, il rasa sa moustache, trouvant que c'était un reste de vieux chic pittoresque qu'il était puéril et bourgeois de conserver. Ainsi dégagée de tout duvet superflu, sa tête rappelait celle de Lawrence Sterne, ressemblance qu'augmentait l'habitude qu'avait Baudelaire d'appuyer, en parlant, son index contre sa tempe ; ce qui est, comme on sait, l'attitude du portrait de l'humoriste anglais, placé au commencement de ses oeuvres. Telle est l'impression physique que nous a laissée, à cette première entrevue, le futur auteur des Fleurs du mal.

Nous trouvons dans les Nouveaux Camées parisiens, de Théodore de Banville, l'un des plus chers et des plus constants amis du poëte dont nous déplorons la perte, ce portrait de jeunesse et pour ainsi dire avant la lettre. Qu'on nous permette de transcrire ici ces lignes de prose, égales en perfection aux plus beaux vers ; elles donnent de Baudelaire une physionomie peu connue et rapidement effacée qui n'existe que là:

«Un portrait peint par Émile Deroy, et qui est un des rares chefs-d'oeuvre trouvés par la peinture moderne, nous montre Charles Baudelaire à vingt ans, au moment où, riche, heureux, aimé, déjà célèbre, il écrivait ses premiers vers, acclamés par le Paris qui commande à tout le reste du monde ! O rare exemple d'un visage réellement divin, réunissant toutes les chances, toutes les forces et les séductions les plus irrésistibles ! Le sourcil est pur, allongé, d'un grand arc adouci, et couvre une paupière orientale, chaude, vivement colorée ; l'oeil, long, noir, profond, d'une flamme sans égale, caressant et impérieux, embrasse, interroge et réfléchit tout ce qui l'entoure ; le nez, gracieux, ironique, dont les plans s'accusent bien et dont le bout, un peu arrondi et projeté en avant, fait tout de suite songer à la célèbre phrase du poëte : Mon âme voltige sur les parfums, comme l'âme des autres hommes voltige sur la musique ! La bouche est arquée et affinée déjà par l'esprit, mais à ce moment pourprée encore et d'une belle chair qui fait songer à la splendeur des fruits. Le menton est arrondi, mais d'un relief hautain, puissant comme celui de Balzac. Tout ce visage est d'une pâleur chaude, brune, sous laquelle apparaissent les tons roses d'un sang riche et beau ; une barbe enfantine, idéale, de jeune dieu, la décore ; le front, haut, large, magnifiquement dessiné, s'orne d'une noire, épaisse et charmante chevelure qui, naturellement ondulée et bouclée comme celle de Paganini, tombe sur un col d'Achille ou d'Antinoüs!»

Il ne faudrait pas prendre ce portrait tout à fait au pied de la lettre, car il est vu à travers la peinture et à travers la poésie, et embelli par une double idéalisation ; mais il n'en est pas moins sincère et fut exact à son moment. Charles Baudelaire a eu son heure de beauté suprême et d'épanouissement parfait, et nous le constatons d'après ce fidèle témoignage. Il est rare qu'un poëte, qu'un artiste soit connu sous son premier et charmant aspect. La réputation ne lui vient que plus tard, lorsque déjà les fatigues de l'étude, la lutte de la vie et les tortures des passions ont altéré sa physionomie primitive : il ne laisse de lui qu'un masque usé, flétri, où chaque douleur a mis pour stigmate une meurtrissure ou une ride. C'est cette dernière image, qui a sa beauté aussi, dont on se souvient. Tel fut Alfred de Musset tout jeune. On eût dit Phoebus-Apollon lui-même avec sa blonde chevelure, et le médaillon de David nous le montre presque sous la figure d'un dieu. -- A cette singularité qui semblait éviter toute affectation se mêlait une certaine saveur exotique et comme un parfum lointain de contrées plus aimées du soleil. On nous dit que Baudelaire avait voyagé longtemps dans l'Inde, et tout s'expliqua.

Contrairement aux moeurs un peu débraillées des artistes, Baudelaire se piquait de garder les plus étroites convenances, et sa politesse était excessive jusqu'à paraître maniérée. Il mesurait ses phrases, n'employait que les termes les plus choisis, et disait certains mots d'une façon particulière, comme s'il eût voulu les souligner et leur donner une importance mystérieuse. Il avait dans la voix des italiques et des majuscules initiales. La charge, très en honneur à Pimodan, était dédaignée par lui comme artiste et grossière ; mais il ne s'interdisait pas le paradoxe et l'outrance. D'un air très-simple, très-naturel et parfaitement détaché, comme s'il eût débité un lieu commun à la Prudhomme sur la beauté ou la rigueur de la température, il avançait quelque axiome sataniquement monstrueux ou soutenait avec un sang-froid de glace quelque théorie d'une extravagance mathématique, car il apportait une méthode rigoureuse dans le développement de ses folies. Son esprit n'était ni en mots ni en traits, mais il voyait les choses d'un point de vue particulier qui en changeait les lignes comme celles des objets qu'on regarde à vol d'oiseau ou en plafond, et il saisissait des rapports inappréciables pour d'autres et dont la bizarrerie logique vous frappait. Ses gestes étaient lents, rares et sobres, rapprochés du corps, car il avait en horreur la gesticulation méridionale. Il n'aimait pas non plus la volubilité de parole, et la froideur britannique lui semblait de bon goût. On peut dire de lui que c'était un dandy égaré dans la bohème mais y gardant son rang et ses manières et ce culte de soi-même qui caractérise l'homme imbu dans ses principes de Brummel.

Tel il nous apparut à cette première rencontre, dont le souvenir nous est aussi présent que si elle avait eu lieu hier, et nous pourrions, de mémoire en dessiner le tableau.

Nous étions dans ce grand salon du plus pur style Louis XIV, aux boiseries rehaussées d'or terni, mais d'un ton admirable, à la corniche à encorbellement, où quelque élève de Lesueur ou de Poussin, ayant travaillé à l'hôtel Lambert, avait peint des nymphes poursuivies par des satyres à travers les roseaux, selon le goût mythologique de l'époque. Sur la vaste cheminée de marbre sérancolin, tacheté de blanc et de rouge, se dressait, en guise de pendule, un éléphant doré, harnaché comme l'éléphant de Porus dans la bataille de Lebrun, qui supportait sur son dos une tour de guerre où s'inscrivait un cadran d'émail aux chiffres bleus. Les fauteuils et les canapés étaient anciens et couverts de tapisseries aux couleurs passées, représentant des sujets de chasse, par Oudry ou Desportes. C'est dans ce salon qu'avaient lieu les séances du club des haschichins ( mangeurs de haschich ), dont nous faisions partie et que nous avons décrites ailleurs avec leurs extases, leurs rêves et leurs hallucinations, suivis de si profonds accablements.

Comme nous l'avons dit plus haut, le maître du logis était Fernand Boissard, dont les courts cheveux blonds bouclés, le teint blanc et vermeil, l'oeil gris petillant de lumière et d'esprit, la bouche rouge et les dents de perle, semblaient témoigner d'une exubérance et d'une santé à la Rubens, et promettre une vie prolongée au delà des bornes ordinaires. Mais, hélas ! qui peut prévoir le sort de chacun ? Boissard, à qui ne manquait aucune des conditions du bonheur, et qui n'avait pas même connu la joyeuse misère des fils de famille, s'est éteint, il y a déjà quelques années, après s'être longtemps survécu, d'une maladie analogue à celle dont est mort Baudelaire. C'était un garçon des mieux doués que Boissard ; il avait l'intelligence la plus ouverte ; il comprenait la peinture, la poésie et la musique également bien ; mais, chez lui, peut-être, le dilettante nuisait à l'artiste ; l'admiration lui prenait trop de temps, il s'épuisait en enthousiasmes ; nul doute que, si la nécessité l'eût contraint de sa main de fer, il n'eût été un peintre excellent. Le succès qu'obtint au Salon son Épisode de la retraite de Russie en est le sûr garant. Mais, sans abandonner la peinture, il se laissa distraire par d'autres arts ; il jouait du violon, organisait des quatuors, déchiffrait Bach, Beethoven, Meyerbeer et Mendelssohn, apprenait des langues, écrivait de la critique et faisait des sonnets charmants. C'était un grand voluptueux en fait d'art, et nul n'a joui des chefs-d'oeuvre avec plus de raffinement, de passion et de sensualité que lui ; à force d'admirer le beau, il oubliait de l'exprimer, et ce qu'il avait si profondément senti, il croyait l'avoir rendu. Sa conversation était charmante, pleine de gaieté et d'imprévu ; il avait, chose rare, l'invention du mot et de la phrase, et toute sorte d'expressions agréablement bizarres, de concetti italiens et d'agudezzas espagnoles passaient devant vos yeux, quand il parlait, comme de fantasques figures de Callot, faisant des contorsions gracieuses et risibles. Comme Baudelaire, amoureux de sensations rares, fussent-elles dangereuses, il voulut connaître ces paradis artificiels, qui, plus tard, vous font payer si cher leurs menteuses extases, et l'abus du haschich dut altérer sans doute cette santé si robuste et si florissante. Ce souvenir à un ami de notre jeunesse, avec qui nous avons vécu sous le même toit, à un romantique du bon temps que la gloire n'a pas visité, car il aimait trop celle des autres pour songer à la sienne, ne sera pas déplacé ici, dans cette notice destinée à servir de préface aux oeuvres complètes d'un mort, notre ami à tous deux.

Là se trouvait aussi, le jour de cette visite, Jean Feuchères, ce sculpteur de la race des Jean Goujon, des Germain Pilon et des Benvenuto Cellini, dont l'oeuvre pleine de goût, d'invention et de grâce a disparu presque tout entière, accaparée par l'industrie et le commerce, et mise, elle le méritait bien, sous les noms les plus illustres pour être vendue plus cher à de riches amateurs, qui réellement n'étaient pas attrapés. Feuchères, outre son talent de statuaire, avait un esprit d'imitation incroyable, et nul acteur ne réalisait un type comme lui. Il est l'inventeur de ces comiques dialogues du sergent Bridais et du fusilier Pitou dont le répertoire s'est accru prodigieusement et qui provoquent encore aujourd'hui un rire irrésistible. Feuchères est mort le premier, et, des quatre artistes rassemblés à cette date dans le salon de l'hôtel Pimodan, nous survivons seul.

Sur le canapé, à demi étendue et le coude appuyé à un coussin, avec une immobilité dont elle avait pris l'habitude dans la pratique de la pose, Maryx, vêtue d'une robe blanche, bizarrement constellée de pois rouges semblables à des gouttelettes de sang, écoutait vaguement les paradoxes de Baudelaire, sans laisser paraître la moindre surprise sur son masque du plus pur type oriental, et faisait passer les bagues de sa main gauche aux doigts de sa main droite, des mains aussi parfaites que son corps, dont le moulage a conservé la beauté.

Près de la fenêtre, la femme au serpent ( il ne sied pas de lui donner ici son vrai nom ), ayant jeté sur un fauteuil son mantelet de dentelle noire, et la plus délicieuse petite capote verte qu'ait jamais chiffonnée Lucy Hocquet ou madame Baudrand, secouait ses beaux cheveux d'un brun fauve tout humides encore, car elle venait de l'École de natation, et, de toute sa personne drapée de mousseline, s'exhalait, comme d'une na‹ade, le frais parfum du bain. De l'oeil et du sourire, elle encourageait ce tournoi de paroles et y jetait, de temps en temps, son mot, tantôt railleur, tantôt approbatif, et la lutte recommençait de plus belle.

Elles sont passées, ces heures charmantes de loisir, où des décamérons de poëtes, d'artistes et de belles femmes se réunissaient pour causer d'art, de littérature et d'amour, comme au siècle de Boccace. Le temps, la mort, les impérieuses nécessités de la vie ont dispersé ces groupes de libres sympathies, mais le souvenir en reste cher à tous ceux qui eurent le bonheur d'y être admis, et ce n'est pas sans un involontaire attendrissement que nous écrivons ces lignes.

Peu de temps après cette rencontre, Baudelaire vint nous voir pour nous apporter un volume de vers, de la part de deux amis absents. Il a raconté lui-même cette visite dans une notice littéraire qu'il fit sur nous en des termes si respectueusement admiratifs, que nous n'oserions les transcrire. A partir de ce moment, il se forma entre nous une amitié où Baudelaire voulut toujours conserver l'attitude d'un disciple favori près d'un maître sympathique, quoiqu'il ne dût son talent qu'à lui-même et ne relevât que de sa propre originalité. Jamais, dans la plus grande familiarité, il ne manqua à cette déférence que nous trouvions excessive et dont nous l'eussions dispensé avec plaisir. Il la témoigna hautement et à plusieurs reprises, et la dédicace des Fleurs du mal, qui nous est adressée, consacre dans sa forme lapidaire l'expression absolue de ce dévouement amical et poétique.[...]

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