SOBRE LA RAZÓN FANTÁSTICA
Antonio Ortega
Reseña aparecida en la revista “EL CRÍTICO” de La Escuela de Letras de Madrid (marzo, 2005)
Alfred Kubin nació en 1877 en Leitmeritz, Bohemia, en el seno
de una familia de militares, y murió en
Zwickledt, Austria, en 1959, ciudad donde poseía un pequeño castillo en el que
residía desde finales de 1906. Siguiendo la tradición familiar ingresó
en la carrera militar, pero su estancia en el ejército fue breve debido a una serie
de frecuentes crisis nerviosas, resultado quizás de una dura infancia marcada
por la muerte de su madre cuando aún era un niño, hecho que nunca fue capaz de
superar,
y que le llevó en varias ocasiones a intentar el suicidio.
Su formación artística se inicia en 1898, cuando instalado
en Munich
ingresa en la Escuela
de Bellas Artes de Schmidt-Reutte, y más tarde en la Academia de Bellas
Artes, donde encaminó sus intereses creativos hacia el grabado, una técnica
que siempre había considerado necesaria, fruto de su admiración por las
litografías
de Odilon Redon, artista al que conoció y visitó en París en 1905.
Kubin fue un reconocido pintor, dibujante e ilustrador, con constantes
colaboraciones gráficas a lo largo de más de 60 años, autor de una amplia, insólita
y original producción, además de ser cofundador, junto con Kandinsky y
Gabrielle Münter, de la Nueva Asociación de Artistas, posteriormente
pasando a ser uno
de los miembros más destacados de Der Blaue Reiter (El
Jinete Azul). A pesar de que su obra se desarrolló fundamentalmente como
grabador e ilustrador, parte de su celebridad proviene
de su actividad
literaria, y esencialmente porque, junto a múltiples artículos, narraciones y
un amplio epistolario, en 1909 escribió una imponente y premonitoria novela
expresionista, Die Andere Seite, traducida al español como La otra
parte o Al otro lado, y que influyó notablemente en la literatura
posterior, sobre todo
en los surrealistas, convirtiéndose desde entonces en un
clásico
de la literatura fantástica universal.
El resultado de su
formación y de su trayectoria, indudablemente marcadas por sus vivencias de
infancia, tanto en su trabajo plástico como en su faceta literaria, es el
desarrollo de un lenguaje personalísimo caracterizado por algunos rasgos
esenciales, entre ellos el pesimismo, el desasosiego y la ironía, elementos con
los que creó un mundo fantástico y fantasmagórico, onírico y grotesco, pleno de
inquietantes escenas que encuentran fundamento en sus dos obsesiones y reflexiones
principales: la muerte y el mundo femenino. Gracias a sus obras, y dentro de
ellas, disponemos también de sus propios testimonios acerca de su trabajo
creador, pues muchos de sus textos están dedicados a relatar su vida, como esta
fascinante autobiografía titulada Demonios y fantasmas
de la noche,
mientras que otros están consagrados a exponer su práctica del dibujo y de la
ilustración. Como bien afirma José Miguel G. Cortés en su artículo "Alfred
Kubin: sueños de un vidente", incluido en el catálogo del mismo título de
la extraordinaria exposición organizada por el IVAM Centro Julio González en
1998, "su obra es un intento de expresar y exorcizar el dolor de su niñez;
una dura batalla por dilucidar una identidad personal, al tiempo que un catalizador
de las frustraciones más íntimas". De ahí
la radicalidad y la destacada
complejidad de sus obras artísticas
y literarias, capaces de poner a prueba
cualquier teoría previa, aportando tanto reflexiones como materiales
insobornables
con los que un lector atento podrá dar razón del singular
universo de este enigmático creador vocacional. Por encima de su posible carácter
figurativo y hasta cierto punto tradicional, la obra de Kubin no es ni mucho
menos realista. Su objetivo no es plasmar
en dibujos o en narraciones una
percepción pormenorizada
del mundo exterior, ni detallar las escenas o paisajes
que se presentan ante los ojos, pues su interés no es hacer copias afortunadas
de los trazos objetivos de su entorno, sino relatar, expresar y exponer aquello
que le atormenta y le obsesiona, delimitar el universo escurridizo y fantástico
de sus sueños y de sus visiones. Su talante no es cartesianamente racional,
sino determinado por una impasible voluntad de establecerse
y permanecer en los
límites de lo incierto, lo confuso e indistinto,
en la oscuridad y la penumbra
en la que viven lo indefinido
e inconsútil, el inconsciente y lo ambiguo,
escenarios peligrosos
y fascinantes de un territorio continuamente
atravesado
por lo onírico y lo terrorífico, lo siniestro y lo fantástico, por todo aquello
que proviene de la instantánea fugacidad del ser.
Cuando no hay
divisiones claras entre el más allá y el más acá, cuando se agudiza la confusión
entre lo vivo y lo muerto,
es entonces cuando aparece esa inquietante extrañeza
que caracteriza toda la obra creativa de Kubin. Así se desvanecen
los límites
entre la fantasía y la realidad, cuando lo conocido conduce a lo desconocido,
sin fronteras ni límites, de tal manera que lo ignoto o ignorado no operan como
mundos aparte respecto de lo familiar, sino que acaban constituyendo su
perfecto reverso. Así lo entendió Kubin, y así lo dice al concluir las notas
de
su autobiografía diciendo: "Y en eso consiste, pues, el sentido
de ser
artista: en cubrir el absurdo de la existencia con el velo
de nuestra creación,
un fino velo que cubre el abismo
de las fuerzas caóticas, que poco significan
para nosotros
en comparación con el mundo aparente en el que transcurre nuestra
verdad, aunque esa verdad sea únicamente una ilusión tan etérea como el
transcurso del tiempo". Su universo está construido con una larga lista de
figuras y visiones, de alucinaciones,
de destrucciones y de muerte, una muerte
que adquiere diversas caras: unas veces coexiste con la vida, se antropomorfiza,
otras veces es gentil, y otras se muestra cómica, como en ese dibujo
de 1938
titulado Muerte sobre patines, donde arropada con todos los aditamentos
adecuados, se dedica a patinar en una pista
de hielo como un individuo más. Son
muchos los dibujos de Kubin donde se muestra la cara más dura y salvaje de la
muerte, una muerte que se vuelve sucia y negativa. De la bella muerte se pasa
a
la muerte sucia. Parece como si esas imágenes o esas ensoñaciones le surgieran
de pronto, buscando en ellas su autenticidad, y más allá, el sentido de una
vida, esa profundidad que también nos constituye y a la que no desciende la
conciencia. Gran parte de las anotaciones de su autobiografía,
y de muchos de
sus artículos, hacen referencia a la realidad que perfila el marco externo de
su obra creativa, una realidad que podría definirse como afortunada, pues muy
pronto, a sus 24 o 25 años, tuvo la gracia de gozar del reconocimiento de la crítica
y del público, lo que le permitió exponer sus obras con frecuencia, vender sus
trabajos y recibir encargos y contratos a lo largo
de toda su vida, sin tener
que pasar las penalidades, las miserias
y fracasos que siempre han envuelto esa
falsa imagen romántica del creador y del artista elegido, solitario y genial.
Kubin relata estos pormenores con toda sencillez en su autobiografía, una vida
envuelta en anécdotas simpáticas, desde sus dificultades para encontrar una
casa en alquiler, hasta los beneficios alcanzados gracias a generosos mecenas o
a los elogios de la crítica
en los periódicos. Con la misma naturalidad da
cuenta
de las relaciones personales que le unen a todo un formidable grupo de
artistas geniales y señeros, con quienes comparte experiencias, planteamientos
y trabajos, un elenco excepcional que reúne nombres tan destacados como El
Bosco y Rembrandt, Max Klinger y Van Gogh, Edvard Munch o Paul Klee.
Repetidamente hace
referencia a su infancia, al ámbito familiar
y cultural en el que vivió, de
donde surgieron los espacios y los elementos que contribuyeron a la construcción
de su identidad personal. En el caso de Kubin, algunas de esas circunstancias
fueron tan extremas, sobre todo una niñez y una adolescencia difíciles y
tormentosas, que le llevaron al borde de un suicidio no consumado por pura
casualidad, y a fuertes crisis nerviosas
y psicológicas en las que llegó a
acariciar la locura y la enfermedad mental. Muchos de sus encuentros con esa
dama vieja e implacable que es la muerte, no serán sino una reiteración de un
conocimiento atroz y prematuro, presenciado en la agonía de su madre,
contemplado en el rostro cadavérico de su ser más querido. Esas huellas nunca
abandonaron la memoria de Kubin, siendo sus versiones de las danzas de la
muerte una exigencia que le venía,
en cierto modo, del mismo seno familiar, de
lo más íntimo
de su biografía. Paralelo al mundo de la muerte, surge otra de
sus obsesiones, el mundo femenino. El mundo de sus relaciones con
las mujeres
determina de manera clara tanto su obra plástica como la literaria. Las mujeres
son seres temibles y tentadores, seres demoníacos y amenazantes, son lascivas y
crueles, castradoras
y extenuantes, llegando a representarlas como brujas,
vampiros
o alacranes. Sujetos determinantes de esa porción trágica
de su
existencia. Junto a los datos aportados por su extraordinaria autobiografía,
por el relato puntual y anecdótico de su vida,
el hallazgo fundamental de Kubin
en su constante escudriñar
en los rincones laberínticos del alma, quizás
radique
en su demostrada capacidad para reseñar las dualidades que atraviesan
la identidad de nuestra existencia consciente. Su producción está sin duda
determinada por esos sueños y visiones, pues el universo onírico es, como bien
lo ha definido José Miguel G. Cortés, "más que una simple metáfora, la
dimensión más importante de su existencia. El sueño se convierte en sujeto,
alegoría, símbolo; se personifica en sus inquietantes figuras
y remite al
espectador a un estado de melancolía".
Como los relatos de El
gabinete de curiosidades, el mundo de Kubin se sitúa entre la vigilia y el
sueño, entre el día y la noche,
entre el consciente y el inconsciente, entre la
voluntad y el instinto. Un mundo de absorbente y perturbadora plasticidad,
nacido
de nuestra biografía más secreta, de los deseos y pulsiones que también
nos constituyen, de los sucesos más secretos y olvidados de nuestra vida. De ahí
la soberanía visionaria de su arte
y de su escritura, de su representación de
esa "otra parte" angustiante de nuestra realidad. Sus dibujos y sus
relatos son una genial antología de la neurosis y la obsesión, un bestiario íntimo,
un homenaje de la razón a la locura, un escenario poblado de seres siniestros,
mutilados y deformes, personajes fantásticos y terribles, amenazadores,
ejemplos certeros de un universo estrictamente interior construido a partir de
elementos reconocibles extraídos
de la realidad consciente. Tanto en sus
relatos como en sus dibujos, y tomando como ejemplo un cuento y un dibujo ambos
titulados El intruso, y ambos también construidos con escasos elementos
y personajes, Kubin es capaz de crear situaciones
y argumentos dramáticos
excepcionales, pequeñas obras maestras. Todos, en el fondo, somos o hemos sido
intrusos en algún momento. Por eso su obra alcanza un universalismo que incumbe
por entero al ser humano, un universalismo alejado
de ensimismamientos y de
cualquier tipo de piedad liberadora, fruto de una ebriedad que permitirá al
lector y al espectador de esta obra prominente del arte y de la literatura fantástica,
franquear sin miedo el umbral de lo oscuro. Un umbral donde se funden los
elementos plásticos con los literarios, una puerta influyente para unos y punto
de referencia inexcusable para otras obras mayores como las de Kafka o Ernst Jünger.
Sus libros, gracias
a la interrelación entre texto e imágenes, nos ofrecen una
de las más logradas experiencias estéticas del expresionismo, además de ser
punto de inicio de una revolución contra las formas y gustos convencionales,
contra el dominio de la conciencia como arbitro de los procesos creadores y
contra todo intento
de objetividad. Ahí está, para confirmarlo, esa severa
afirmación con la que el propio Kubin ratifica sus esfuerzos: "El hombre
no es sino una nada autoconsciente".
EL EXPRESIONISMO LITERARIO
Pablo D'Ors
Reseña aparecida
en “Blanco y Negro Cultural”, diario ABC nº 678
(20 de enero 2005)
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MALDOROR ediciones ha publicado de A.Kubin: