BRUNO JASIEŃSKI



1901
El 17 de julio nace en Klimontów (Polonia) Bruno Jasieński [de verdadero nombre Wiktor Zysman], hijo del médico local Jakub Zysman y Eufemia Maria Modzelewska.

1909-1913
Estudia en el colegio "Mikołaj Rej", de Varsovia
Redacta y publica la revista escolar "Sztubak".
Escribe sus primeros versos. Pretende traducir poesía alemana y rusa.

1914
Al estallar la I guerra mundial, Jakub Zysman es reclutado por el ejército ruso. Toda su familia se traslada a Rusia. Bruno ingresa en una escuela secundaria en Moscú. Ahí comenzará su fascinación por el futurismo de Igor Sieverianin, por las obras de Velimir Chlebnikov, Vladimir Mayakovski y los poemas visuales de Alexei Kruchenykh.

1917
Es testigo ocular de los comienzos de la revolución soviética.

1918
Finaliza su enseñanza secundaria en Moscú, y es distinguido con diploma y medalla de plata.
Polonia recupera su independencia y Bruno vuelve a Cracovia, donde inicia estudios en la facultad de filosofía de la Universidad de Cracovia.

1919
En Klimontów –durante las vacaciones universitarias–, Jasieński crea un grupo teatral aficionado y estrena la obra de Gabriela Zapolska Los jueces, a la que seguirá el montaje de La boda, de Stanisław Wyspiański, en la que hace participar a los campesinos analfabetos que habrán de aprender sus papeles de oídas. Introduce un nuevo personaje en la obra: "El Fantasma del Hambre", que pronuncia en el I acto un monólogo escrito por el propio Jasieński. En el II acto el mismo personaje hablará con parlamentos sacados del Manifiesto Comunista.
Suspende sus estudios para unirse a la unidad de voluntarios del ejército polaco y participa en el desarme de los soldados austríacos y alemanes.

1920
Regresa a la universidad de Cracovia y estudia filosofía, derecho y literatura polaca.
Publica sus primeros poemas en la revista "Formiści".
Es uno de los fundadores del movimiento futurista. En Cracovia colabora con Stanisław Młodożeniec y Tytus Czyżewski. El 13 de marzo crea con otros artistas el Cabaret futurista "Katarynka".

1921-1922
Participa en recitales poéticos en Varsovia y traba amistad con los poetas futuristas Aleksander Wat y Anatol Stern.
En junio recita sus poemas en el teatro "Juliusz Słowacki" de Cracovia.
Redacta y edita la revista "Jedniodńuwka Futurystuw" (con la ortografía intencionalmente incorrecta) que contiene cuatro manifiestos (futurización de la vida, ortografía fonética, poesía, crítica literaria), escritos por Bruno Jasieński, Anatol Stern, Stanisław Młodożeniec y Tytus Czyżewski. Con Anatol Stern escribe el manifiesto del futurismo polaco bajo el título El cuchillo en el abdomen.
En mayo muere su hermana, Renia. Conmovido por su muerte, Bruno le dedica su poema Pieśń o głodzie [Canción del Hambre] y compone especialmente para este triste acontecimiento un poema titulado Pogrzeb Reni [El entierro de Renia].
Se le empieza a conocer como el enfant terrible de la literatura polaca. El futurismo –según Jasieński–, debería no tan sólo provocar, sino dar paso al hombre nuevo.Según su teoría, quiso ejercer por medio del arte influencia en los tres elementos más importantes que forman la vida social: la democracia, la máquina y las masas. En sus poemas, se revela una fascinación por el continuo movimiento de los coches, por el pulular de las gentes en la calle y la dinámica de los acontecimientos de las grandes ciudades. También pretende "liberar la palabra", inventando términos inexistentes para emplearlos en sus poemas. Utiliza vocablos difíciles de pronunciar o antinómicos. Pretende causar un impacto en los lectores. En su Manifiesto sobre la poesía futurista escribe: "(…) condensadas, agudas y consecuentes composiciones de palabras, sin ataduras de reglas de sintaxis, de lógica o gramaticales, tan solo sujetas a consecuencias interiormente necesarias, las que después del tono A exigen el C…"

1923-24
Colabora en revistas y periódicos como: "Almanach Nowej Sztuki", "Zwrotnica", "Trybuna Robotnicza", "Nowa Kultura".
Simpatiza con el movimiento comunista.
Se casa con Klara Arem, hija de un acaudalado comerciante de Lwów.
Publica el libro Nogi Izoldy Morgan [Las piernas de Izolda Morgan] que se compone de tres relatos: Nogi Izoldy Morgan, Klucze, Nos y tres manifiestos.
Publica, en colaboración con Stern, un volumen de poesía titulado Ziemia na lewo [La tierra, a la izquierda], expresando así claramente sus fascinaciones izquierdistas.
Escribe en "Kultura Robotnicza", revista editada por los miembros del Partido Comunista Polaco.
Colabora en la revista "Dźwignia".

1925
En octubre, el matrimonio Jasieński se marcha a Francia. Se establecen en París en el barrio humilde del "Poissonnière Passage". Bruno trabaja como periodista y corresponsal de distintos periódicos polacos ["Wiek Nowy", "Kurier Nowy", "Gazeta Poranna"]. Con Zygmunt Modzelewski crea un teatro aficionado para los obreros polacos de Saint Denis.

1926-1927
Sus ideas se hacen cada vez más radicalmente izquierdistas.
Escribe numerosos poemas y ensayos, entre otros Słowo o Jakubie Szeli [La historia de Jakub Szela].
Se hace miembro del partido comunista francés.

1928
Como réplica al panfleto de Paul Morand Je brûle Moscou, Jasieński escribe Je brûle Paris. Novela que se publica por entregas en "L'Humanité". La obra se traduce inmediatamente al idioma ruso, posteriormente al checo, holandés y alemán.

1929
La editorial "Rój" pujblica Palę Paryż en Varsovia.
La novela de Jasieński logra una gran popularidad en Francia, pero a la vez se convierte, también, en el motivo principal por el que será deportado del país. Viaja a Bélgica y Luxemburgo, donde no se le admite. Finalmente, se quedará durante una breve estancia en Frankfurt. Vuelve a Francia, una vez revocada la orden de extradición, gracias a las protestas de los escritores liberales franceses, pero por mor de la agitación comunista es expulsado nuevamente.
El matrimonio Jasieński emprende su marcha a Rusia. En Leningrado es recibido como un héroe. Le conceden la ciudadanía rusa así como el cargo de redactor jefe en "Cultura de masas", una revista mensual editada en polaco. Igualmente, desempeña el puesto de director literario en la "Tribuna Soviética".
Nace su hijo Bruno.

1930-1931
Se divorcia de Klara, su primera esposa.
Se casa con la ciudadana rusa Anna Berziń.
Comienza a escribir la novela El complot de los indiferentes, pero no llegará a finalizarla nunca. Es una novela entroncada con el socialrealismo, en la que el personaje encarnado en un comunista –que intenta desenmascarar complots y traiciones–, resulta ser un traidor. He aquí una elocuentísima frase de la obra: "No temas a tus enemigos: lo peor que pueden hacer es matarte. No temas a tus amigos: lo peor que pueden hacer es traicionarte. Teme a los indiferentes: ni matan ni traicionan, pero la muerte y la traición existen por su silencioso consentimiento". Jasieński cayó víctima de ese mecanismo tan meticulosamente descrito en esta novela.
Emprende viaje a Tayikistán como uno de los miembros de la comisión para dividir la frontera entre Tayikistán y Uzbekistán.

1932
Le transfieren de la división polaca del Partido Comunista Francés al Partido Comunista de toda la Unión (bolcheviques) y pronto se convierte en un destacado miembro de esa organización.
Se traslada a Moscú. Durante ese período desempeña diversos cargos en los sindicatos sectoriales de los escritores comunistas.

1933-1937
Vuelve a Tayikistán, donde le conceden la ciudadanía honoraria. Fascinado por los parajes escribe su más ideologizada novela El hombre cambia de piel, en la que describe el proceso de construcción del sistema de regadío de las plantaciones de algodón en Asia central. De esta novela se editaron cientos de miles de ejemplares. Aún en los años 70 del siglo XX, el libro era de lectura obligatoria en las escuelas de Tayikistán. Una cumbre de las montañas Pamir lleva el nombre del autor. En el año 1982, en un estudio cinematográfico de Tayikistán, se realizó una película de cinco capítulos basada en esa novela de Jasieński. Se convierte en un firme defensor de las purgas políticas que Genrikh Yagoda lleva a cabo entre la comunidad de escritores.
En 1937 Yagoda es arrestado y Jasieński pierde a un aliado poderoso.
Klara –la primera esposa de Jasieński–, acaba por ser detenida, condenada a muerte y ejecutada.
Jasieński es expulsado del partido y, poco después, también él se ve envuelto en las purgas.

1938
Jasieński es ejecutado el 17 de septiembre en la prisión Butyrka de Moscú, acusado de "nacionalismo polaco". Yace en una fosa común en Butovo, en las cercanías de Moscú.



Bruno Jasienski, Je brûle Paris


La réédition du livre de Bruno Jasienski, Je brûle Paris, rédigé en France entre 1925 et 1928, laisse perplexe. Si la redécouverte du texte est utile pour saisir ce moment historique où la haine d'un système et l'espérance d'un monde nouveau s'expriment par le truchement de grandes utopies, plus surprenante est la présentation de Benoît Rayski. Il n'est pas question ici d'analyse historique ou idéologique, mais de nostalgie envers un moment mythifié de pureté révolutionnaire – "Serait-il interdit, le temps d'un livre, de ce livre, de figer l'Histoire dans l'instantané révolutionnaire des années vingt?" – et de fascination pour la violence rédemptrice. Le lecteur y est sommé de s'émouvoir ou d'interrompre la lecture, de se fondre dans un passé où "l'amour des pauvres, jugés coupables de leur misère, avait pour corollaire la haine des riches". Car c'était le temps où la passion révolutionnaire, dressée contre un système inique, le capitalisme, portait une catégorie d'hommes conscients qu'une "re-naissance" passe obligatoirement par la destruction d'une entité historique, la culture occidentale: "la fin de l'Occident, la mort d'un monde où les épiciers étaient rois". En fait, Rayski retient de Jasienski l'engagement total, l'idée qu'à tout moment, et sous des formes diverses, peuvent se présenter les circonstances d'une levée des "orages désirés de la Révolution prolétarienne".

Communiste polonais, Jasienski avait fui son pays en 1925 pour échapper à la répression. Chargé de mission dans les bassins miniers du Nord par le PCF, il s'était engagé dans le théâtre populaire et militant auprès des ouvriers polonais. C'est avec son utopie, publiée sous forme de feuilleton dans le journal L'Humanité entre septembre et novembre 1928, qu'il devint un familier des lecteurs communistes français. Mais il n'est pas sûr, comme l'affirme Jean-Pierre Morel , que cette fiction, "presque banale pour l'URSS", ait représenté "le plus pur exemple de littérature d'agitation et de propagande qui ait vu le jour en France avant 1930". Ce dernier oublie qu'au XIXe siècle, les récits utopiques ont toujours obtenu la faveur des masses ouvrières, d'où la critique de Karl Marx envers ces fictions jugées petites-bourgeoises. Contrairement à l'auteur du Capital, les bolcheviks ont su utiliser à leur profit ce type de littérature, à l'exemple d'un Lounatcharski, Commissaire à l'instruction publique dans les années 1920. Ce dernier imposa les utopies classiques au programme des écoles et publia les grands utopistes dans sa revue La Flamme, adressée aux ouvriers et aux paysans, affirmant qu'il était "impossible sans le roman utopique d'inspirer aux jeunes une idée vivante de là où nous allons". Avec Je brûle Paris et autres utopies, les communistes bolcheviques renouaient avec de vieilles pratiques européennes, quand le feuilleton, la brochure ou l'almanach permettaient d'introduire le roman populaire et les utopies politiques dans les milieux ouvriers. Pour les communistes français, la nouveauté tiendrait plutôt dans la volonté d'opérer le rapprochement entre une communauté émotionnelle peu encline au communisme, ici le monde ouvrier, et une structure partiellement totalitaire, portée par une idéologie révolutionnaire. "Je brûle Paris" participe de ce travail.

Frappé d'expulsion en 1928 par le gouvernement français, Jasienki eut quelques années pour savourer son succès, l'ouvrage ayant été traduit en allemand, en tchèque, en ukrainien, en yiddish, en néerlandais, en espagnol et en anglais. Dans sa seule version russe, il fut vendu à 140 000 exemplaires dans sa I-édition (il y en eut six). A l'heure de rejoindre le monde réel des soviets en 1929, il est reçu en héros prolétarien avec tous les honneurs dus à son rang. En 1934, stalinien fervent, il sera amené à se joindre aux cent vingt écrivains et journalistes soviétiques pour témoigner, de visu, de l'avancée des travaux du Belomorkanal, lancés par Staline en 1933 pour relier la mer Blanche à la Baltique. Suite à cette expédition, ce premier grand chantier du communisme réalisé par des détenus sera célébré dans un ouvrage de propagande, Belomorsko-Baltiiski Kanal im. Stalina, publié en 1934. Trente six auteurs ont participé à cet ouvrage, dont Alekseï Tolstoï – auteur d'une utopie, Aelita – et Jasienski qui rédige le chapitre "Porter le coup de grâce à l'ennemi de classe", où il vante le travail pénitentiaire comme moyen de rééduquer l'ennemi et d'ériger la société communiste. Puis il subira comme tant d'autres – militants, bourgeois, ouvriers et paysans – la relégation, l'enfermement et la torture dans les prisons staliniennes avant son exécution le 17 septembre 1938.

La fin tragique de Jasienski fait dire à Rayski, que l'ouvrage est sorti de l'abîme, tiré de la fosse commune où il avait été jeté. C'est ainsi qu'il présente ce roman utopique comme la réponse à une courte nouvelle de Paul Morand, Je brûle Moscou, en laquelle ce dernier aurait dénoncé le rôle des Juifs dans la révolution bolchevique : "C'était une délicieuse petite infamie qui montrait la Mecque de la Révolution sous l'aspect repoussant d'un bolchevik au nez crochu". Si tel est le cas, il est surprenant de trouver chez Jasienski la description d'une communauté juive parisienne en termes de corruption, de traîtrise et d'appât du gain. En fait, l'ouvrage n'est qu'une utopie communiste, semblable à beaucoup d'autres, dont la fonction est de confronter l'endroit négatif du système capitaliste à son envers positif, une cité communiste bâtie par les seuls ouvriers. La peste, métaphore révolutionnaire de l'épuration totale de classe, rappelle le nécessaire sacrifice pour tracer le chemin. Le monde nouveau serait à ce prix.

Je brûle Paris laisse découvrir, dans une capitale soumise à une terrible crise économique, un jeune travailleur, Pierre, confronté aux affres du chômage et de la faim, avant de retrouver un emploi comme gardien dans un château d'eau. Porté par la haine de la bourgeoisie, de ces patrons qui ont poussé sa compagne à la prostitution, ce dernier désespère de ne jamais trouver les moyens de mettre à bas un tel système : "... où prendre les mains géant, les doigts kilométriques pour saisir d'une brassée toutes ces gorges brûlantes? Tous les écraser! les piétiner! Se délecter de leur râle impuissant! Où prendre ces mains?" C'est dans le contenu d'une éprouvette volée dans un laboratoire et déversée dans le réservoir du château d'eau, qu'il trouve la solution : la peste asiatique qui va s'abattre sur Paris le 14 juillet. Un bacille redoutable qui fera le travail d'une armée en décimant un à un tous les habitants bloqués dans la capitale par un cordon sanitaire.

Comme dans toute utopie, le décor est dressé : les principaux membres du gouvernement étant réunis à Lyon, se retrouvent mêlés dans l'épreuve parisienne divers personnages, des nantis aux miséreux, parisiens, touristes, hommes d'affaire étrangers ou aventuriers. C'est le cas de ce jeune Chinois communiste, nommé P'an Tsiang-Koueï, haineux de l'Occident et des blancs, venu chercher "dans le camp de l'ennemi" les armes nécessaires à sa destruction, "l'or, inestimable et sans doute bien gardé, de la science". La peste le trouva à Paris, heureux de voir cette dernière faire œuvre de destruction, affirmant à qui veut l'entendre que "dans deux ans, sur les ruines de votre civilisation d'exploiteurs, sera née une nouvelle Europe prolétaire avec laquelle l'Asie aura tôt fait de s'entendre".

Pendant plusieurs mois, la peste va mobiliser les gouvernements européens et ainsi permettre à l'URSS de souffler. Dans les premiers temps de l'épidémie, les diverses communautés qui, jusqu'ici vivaient côte à côte, ont joué le jeu du chacun pour soi; les intérêts particuliers l'emportant sur la compassion. Le quartier latin devint une république autonome réservée aux seuls Chinois que P'an fit fermer par des barricades, persuadé d'en interdire l'entrée à la peste, une fois les malades fusillés et jetés dans des fours crématoires. De la même manière, l'Hôtel de ville et le quartier environnant devint le fief de la population juive qui, après en avoir chassé les "Aryens", a constitué une communauté fermée gouvernée par le rabbin Elzéar BenTsvi. Quant aux Russes Blancs, ils se sont réservés Passy au moment où les Anglo-Américains fermaient à leur avantage les quartiers centraux. En décrivant ce repliement communautaire, l'auteur veut certainement montrer que les valeurs de l'argent, de la race ou du religieux ne pourront jamais sauver l'humanité. Seule la classe ouvrière posséderait les valeurs de l'universalité, les potentiels pour la création d'un monde fusionnel car égalitaire. Des qualités intrinsèques, révélées au moment même où les mouvements sociaux ont succédé aux mouvements de race. Le 4 août, Belleville et Ménilmontant sont devenus République autonome soviétique, le domaine réservé des ouvriers et bientôt des soldats passés de leur côté. En réponse, dans la même journée, les Camelots du roi, aidés des catholiques du faubourg Saint-Antoine, avaient annexé la rive gauche, entre le Champ de Mars et les Invalides.

Malgré les épurations et les arrangements, à l'exemple des Juifs qui réussirent à persuader un milliardaire américain de les aider à fuir clandestinement de la Capitale pour rejoindre les Etats-Unis, ou les tractations entre fascistes et Russes blancs pour exterminer des bolcheviks soviétiques, personne n'arriva à freiner le travail de la peste qui ne laissa aucun survivant, avant de s'éteindre d'elle-même le 1er septembre avec le dernier des hommes. Le monde d'hier n'était plus, malgré le travail acharné des membres du parti communiste, comme le camarade Laval, capitaine de la garde rouge de la République de Belleville, ou le camarade Lecocq qui tenait son journal pour laisser à la postérité l'histoire glorieuse de ces militants qui ont tenté de vaincre l'épidémie en s'emparant de l'Institut Pasteur pour le confier à des dizaines de savants dévoués à la cause du prolétariat.

Pour autant, l'histoire ne fait que commencer, puisque dans les prisons de la ville attendaient trente mille prolétaires, hommes et femmes, mis aux arrêts lors de la manifestation du 1-er mai. Protégés par les murs et par une eau puisée à une source non polluée, ces derniers avaient été épargnés : "îlots de Robinsons à tête rasée retranchés du monde par le Gulf Stream de la loi". Conscients de l'opportunité de la situation, ils prirent la décision de ressusciter la Commune de Paris en utilisant à leur profit la protection du cordon sanitaire. La priorité était de faire croire au reste du pays que la peste persistait au sein d'une capitale détruite par les flammes, incapable de faire front à l'épidémie.

Pendant deux années, la vie collective s'est réorganisée, jusqu'au jour où un aviateur perdu au-dessus de Paris, zone interdite, découvre sur les Champs Elysées de superbes étendues de blé où des hommes et des femmes travaillent dans la joie. Au Luxembourg, s'étendent d'immenses carrés de choux et les Tuileries montrent des usines en état de marche, alors que des enfants en bérets rouges égaient tous les quartiers. Sans aucun doute, la ville est active, joyeuse et prospère. La seconde expérimentation de la Commune de Paris avait réussi.

Mais la découverte du subterfuge communiste par les autorités françaises impliquait une stratégie d'action, au moment où les parisiens apprennent que les pays, dits civilisés, se sont lancés dans une guerre de libération de la Russie. Pour les dirigeants de la Commune, le moment était idéal pour lancer un appel décisif sur Radio-Paris:

"Ouvriers! Paysans! Soldats! C'est le gouvernement révolutionnaire de Paris qui vous parle. Paris, que vous avez cru mort est bien vivant. Les bruits qui couraient sur l'épidémie de peste sont faux. L'épidémie a cessé il y a déjà deux ans. Seule a survécu à la contagion le prolétariat de Paris, isolé dans les prisons après les émeutes de mai. Sur les ruines de l'ancien Paris, nous avons reconstruit un nouveau Paris commune libre... La guerre impérialiste provoquée par votre gouvernement bourgeois contre le premier Etat prolétaire, l'Union des républiques socialistes soviétiques, est un couteau pointé au cœur du prolétariat mondial... La guerre avec l'URSS, c'est une guerre contre nous, contre notre commune que vous défendrez comme le bastion international et révolutionnaire qui s'élève au- dessus du monde capitaliste. Tous aux armes! Défendez Paris".

Grâce à la commune de Paris, allait ainsi se former entre l'Europe impérialiste et l'URSS un pont prolétarien sur lequel "les masses s'ébranlèrent comme des vaisseaux géants".
Communisme, nº 78-79, 2004




The grotesque in the works of Bruno Jasienski


Introduction



A rano, kiedy przyjdą i wyważą drzwi,
będę leżał na ziemi spokojny i siny [...]
i wtedy ujrzą przedmiot, co mi z ust się zwiesza:
mój siny, napęczniały, przegryziony język,
jak wąska
nieodcyfrowana depesza.
— Bruno Jasieński, Morse


In the morning, when they come
and force the door open,
I will be lying on a floor silent and blue [...]
they will notice an object hanging from my mouth:
my blue, swollen tongue bitten through,
like a narrow
undeciphered cablegram.




An assertion that ‘to examine Bruno Jasieński’s literary career is not an easy task’ (Kolesnikoff 1982:123) is one of the few non-controversial statements one can make about this futurist turned Communist, this poet, novelist, dramatist and short story writer. The task of critical evaluation of his works is complicated further by the nimbus of secrecy surrounding Jasieński’s personal life. Little is known, particularly of the years he spent in the Soviet Union. The fact that Jasieński was arrested and executed by Stalin’s secret police in September 1937 meant that his name was to be forgotten, along with everything he had ever written or published. In consequence, neither the manuscripts of his works, nor any other significant source material such as diaries, notes or correspondence, was accessible to the scholarly community.

To this day the only legitimate legacy of Bruno Jasieński is that of his literary works republished after his official rehabilitation in 1956. Critical material dealing with his works is limited to a few general studies and none of them comprehensively examines his whole creative output. Scholars prefer to confine their research to the writer’s place of residence or his association with literary movements. As a rule, Polish criticism deals with Jasieński’s futuristic poetry created before 1925, while Russian scholarship emphasises his masterful application of socialist realism in his two novels written for the Soviet reader, Man changes his skin and A conspiracy of the indifferent. All scholars seem to agree that growing ideologically, Jasieński renounced the avant-garde and its ideals, and embraced socialist realism as his only creative method. The fact that throughout his artistic career Jasieński remained faithful to his futuristic ideal of freedom of expression is downplayed as much as is the fact that his support for socialist realism was at best selective. Little attention is given to the fact that even though Jasieński advocated the artists’ obligation to society – to uplift, to teach and to warn – he upheld the right to imagination and bold experiment to the end of his life, as seen in his numerous articles published in the Soviet press, even as late as 1936 at the peak of the ‘terror’ of socialist realism.

The real difficulty in evaluating Jasieński’s writing lies, however, not in the complexity of his artistic career but in the ambivalent and incongruous nature of his writing. This point applies as much to his early futuristic poems as to his mature grotesque satires, all of which still remain like an ‘undeciphered cablegram’ – as his poem foretells – holding the secret to Jasieński the artist and the man. The contention underlying this study is that the grotesque is one of the most significant artistic devices chosen by Jasieński as a device that enables him to project – initially to highlight and later to conceal – his personal anxiety over the challenges facing his generation. As this study intends to show, the grotesque features consistently in Jasieński’s works throughout his artistic career, regardless of the genres he chose, and notwithstanding his political affiliation or place of residence. The grotesque unifies his whole creative output into one whole, throwing light on the artist’s view of the world. The aim set for this project is thus to provide an analytical account of Bruno Jasieński’s grotesque works beginning with his poetry, including the long poem The lay of Jakub Szela, his early prose, namely The legs of Isolda Morgan and I burn Paris, the play The ball of the mannequins and the short stories: ‘Bravery’, ‘The chief culprit’ and ‘The nose’.

In order to set up a theoretical framework for the survey of the grotesque in Jasieński’s works, a brief summary of the development of this artistic device is given in Chapter I. The understanding of the grotesque applied in this study stems from a wide reading on the subject rather than being based on one particular interpretation. Almost all scholars of the grotesque agree that it represents a world that is enigmatic and incoherent, a world that is composed of elements that are inherently incompatible. There is also consensus that the grotesque cannot be defined as representing a universe which is real or fantastic because the interplay of both these ele- ments in a work is frequently of paramount importance to creating the necessary effect of unfathomable incongruity. A similar element of interplay applies to other categories of human experience which makes the grotesque immanently ambivalent, being neither wholly real nor fantastic, neither bad nor good, neither moral nor immoral, neither tragic nor comic. Emphasis is placed on the tendency of the grotesque to challenge established authority, to undermine the hierarchy of values accepted in a given epoch, and to reject its aesthetic code. In addition to this, scholars point out that grotesque work defies unequivocal interpretation. The reader, realising that his or her efforts to comprehend the universe portrayed in such a work are futile, is left with the feeling of emotional discomfort.

Since Jasieński identified himself and his work with two literary trends – the avant-garde and socialist realism – the attitude of these trends towards the grotesque is briefly outlined. The concise summary of the relationship of the grotesque with the avant-garde and socialist realism leads to the conclusion that while the avant-garde embraced the grotesque as one of the most versatile modes of expression, socialist realism with its neo-classical approach to art dismissed it entirely. Socialist realists were forced strictly to obey the prescriptive rules for creative writing set out by Stalinist apparatchiks. Their works had to be constructive and instructive, that is, they had to set out in their works positive, edifying examples of the human contribution in the building of communism and to inspire readers to follow this path. Authoritarian socialist realism could not permit the ambivalence and incongruity on which the iconoclastic grotesque thrives.

Being one of the leading Polish futurists, Bruno Jasieński accepted the grotesque within a framework of avant-garde artistic programmes which called for total rebellion against the moral, social and political establishment. This attitude transpires from his early theoretical writing, namely his futuristic manifestos. Departing from the futuristic position that the world ceased to be comprehensible in simple and logical terms, Jasieński rejected common-sense logic as outdated and useless in times in which the world is undergoing technological revolution and social upheaval. Jasieński also placed great emphasis on the form of the new art, believing that it must provide readers with a ‘mind-blowing’ experience. In order to shock placid provincial townspeople, he called for artists to experiment boldly with various means of expression – to rely on logical ‘somersaults’ to use his own terminology. Later, as a Soviet writer, Jasieński seems to have embraced the new political order, but, admitting to an unreserved support for the ideas underlying the doctrine of socialist literature, he blamed narrow-minded and uninformed bureaucrats for strangling any manifestation of intellectual independence and artistic freedom. Although the element of open rebellion in his theoretical and critical pronouncements is subdued if at all present, he continued to use the grotesque in a number of his works, which had to be seen by his opponents as an act of dissent or even deliberate provocation on his part.

Although in examining the grotesque in Jasieński’s works the chronological sequence of their appearance was observed – the study progresses from his early poetry and ends on the analysis of his short stories – the chronology has no other significance than to provide a framework for the evolution of the targets, intensity and function that the grotesque is ascribed by the author. In his earliest poems Jasieński directs one of his most violent attacks at the old art, especially at its decadent and pointless self-indulgence. He calls for the new art to become a part of everyday life, to be topical, to reflect the strife of the day. The grotesque is for him a device that highlights both his revulsion with symbolism as a hallmark of the immediate past and his fascination with the new art. Almost concurrently with his aesthetic concerns, Jasieński becomes interested in the matters of everyday life. His futuristic poetry targets the modern city populated by lonely and anonymous people, not so much lost in the labyrinth of streets as in the labyrinth of life itself. Jasieński’s urban landscapes are hostile to humans, but each human being is hostile to another human being. The relationships between people lack compassion and love; instead, they are based on the need to dominate, whether by violating another person’s rights or his or her body. Human tragedy is met with indifference and remains as anonymous as a victim. The world Jasieński depicts is deceptive and full of misleading appearances; expectations lead nowhere and there is no common-sense causal correlation between, or explanation of, events.

Many of the poems reveal Jasieński’s acute awareness of social injustice. His attitude towards the downtrodden is obscured, however, by the grotesque indeterminacy which affects his portrayal of the masses, marked both by admiration, fear and even contempt. One of the significant characteristics of Jasieński’s grotesque is the lack of a fixed point of view and the elusive nature of truth. His concern that truth is relative received the fullest exposure in his most mature narrative poem The lay of Jakub Szela where he undertakes the revision of history on the grounds of class consciousness. Choosing one version of an historical event, Jasieński ascribes it to the historically disadvantaged masses of Polish peasantry. In this poem, intended as a token of Jasieński’s ideological commitment to the masses, the grotesque is at its most disturbing since the reader is led to believe that brutal murder may be justified by what the poet calls ‘historical justice’. Because of the complex nature of The lay of Jakub Szela, in this study only the motif of dance is singled out for close examination as the one which effectively represents the relativity of perception and illusory nature of human relations. Jasieński turns dance into a powerful grotesque representation of the peasants’ bloody mutiny against their landlords. The grotesque, initially used by the poet as a novel and extravagant device – for instance an unusual simile or metaphor, odd personification or blasphemous rhetoric – eventually becomes Jasieński’s favourite stylistic technique rendering the universe emerging from his poetry ambivalently estranged and incomprehensibly ominous.

Jasieński’s first attempt at prose is associated with a short novella, The legs of Isolda Morgan, published during Jasieński’s association with futurism. The novella deals with the issue that was central in all futuristic programmes, namely technological advancement and its effect on society. As was the case in his poetry, the device of the grotesque affects almost every aspect of the text. The portrayed universe is strange and threatening, human characters are devoid of essential humanness and live only by their obsessions, while machines are imbued with evil intelligence and a determination to destroy people. According to Jasieński’s own introduction to The legs of Isolda Morgan, this work captures the moment of distress in social consciousness caused by people perceiving machines as threatening to replace humans. The novella shows the process of machines assuming human characteristics, and people becoming soulless and emotionless automata. The moment of this vanishing of the distinction between human and mechanical categories is portrayed as particularly dangerous, causing the dissipation of traditional human values, such as compassion, respect or love. The cult of the machine, the young futurist seems to warn, will be perilous to society if people forfeit human values and moral integrity.

A similarly strange and threatening universe is created in Jasieński’s polyphonic novel I burn Paris, written and published in France, where he lived for four years between 1925 and 1929. The novel voices unequivocal rejection of the world as it is and marks the culmination of Jasieński’s apocalyptic sentiments, underscored by the panoramic exposure of the moral degeneration and physical dilapidation of the European metropolis. The novel develops the theme of an individual, rebelling against the oppressive social system which he blames for the widespread crumbling of standards. His personal problems and his retrenchment (as evidence of social injustice) set off in the young proletarian Pierre, obsessive hatred directed at all the inhabitants of Paris, prompting him to kill them all by contaminating the city’s water conduit with microbes of bubonic plague. Based on the novel’s intrinsic contention that the ends justify the means, the narrative concludes with the vision of a future proletarian city, built in the place of the evil world that has been destroyed by the plague.

The grotesque affects the style of the novel as much as it affects its universe and the portrayal of its various characters. The style of the novel is saturated with figurative devices ranging from outlandish comparisons and similes to the most elaborate metaphors. The function of the poetics in the novel is to enhance the ambiguity of its universe in which nothing is what it appears to be. Although Pierre’s reasoning develops logically as he undergoes a sui generis metamorphosis from a victim to the avenger, the reader cannot reconcile trivial causes with the final apocalyptic destruction of the city and its multicultural and multiracial population. The unresolved nature of the narrative perspective prevents the reader from distinguishing between the ‘objective’ reality, that is, the one perceived by the (implied) author or the narrators and the subjective perception born in the traumatised mind of Pierre.

The examination of the various aspects of the grotesque in the novel suggests that Jasieński, like his hero Pierre, resented the world, its social order and moral foundations. As the author of the novel he applies every artistic resource to justify the destruction of this world and makes room for the new better world, emulating the biblical paradigm. However, having no sound ideological background and, evidently, little faith in people’s ability to build an ideal world, the author fails to paint a vision of a future proletarian State that would be both convincing and alluring. As was the case with Jasieński’s ambivalent attitude to the masses seen in his poetry, here too one observes a striking discord between his emotional solidarity with the socially disadvantaged and his intellectual resentment of the uneducated and unsophisticated mob.

I burn Paris is Jasieński’s last work where the grotesque is used predominantly to enhance the expressiveness of the text and to stimulate the reader. Up to the moment of completing this novel the grotesque was for Jasieński a tool both to awaken the audience to the problems of the day and to provoke, giving him at the same time the opportunity to express his own radical dissatisfaction with the world. After his arrival in the Soviet Union in May 1929, he could officially publish his grotesque works only as satires. But the relationship of the grotesque and satire is a complex one, as critics note, and if not used cautiously, the grotesque may obscure both the message and the satirical targets in satirical grotesques. Moreover, the grotesque is both a ‘magnifying glass’ (Mann 1970:133–144) and a ‘vault’ of meaning (Harpham 1982:27). As a ‘magnifying glass’, the grotesque helps authors of satire in highlighting issues and problems which they want to expose. As a ‘vault’, it harbours secrecy and conceals alternative meanings. The grotesque text may thus be an effective mask preventing the reader from ever seeing the true face of the author, that is, from ever knowing for certain what his or her true intentions are. These two qualities fully apply to Jasieński’s Soviet works selected for the analysis in the last chapter of this study. While the objectives of the satirical attack in each of these works are relatively easy to identify, the reader is compelled to look for the possibility of a hidden deeper meaning.

Jasieński’s first work published in May 1929, shortly after his arrival in the Soviet Union, was The ball of the mannequins, intended by its author as a comedy deriding French social democrats. The most effective grotesque in this play originates in the confusion of humans and humanlike objects, that is, tailors’ dummies. The virulent comment this grotesque comedy seems to make is that the similarity in shape mirrors the inner vacuity shared by its human characters and the mannequins. The universe of the play is ambivalent – fantastic and verifiable at the same time. Its population consists of creatures that are neither human nor inanimate marionettes. The traditional hierarchy of values is frustrated when the highest respect is given to social status and outward appearance. Language is deprived of its communicative value; instead, the play’s characters develop a peculiar jargon, the linguistic simplicity of which reflects their moral and spiritual emptiness. Although the play was intended for a Soviet audience, its author deliberately fails to make an emphatic distinction between the ‘evil’ capitalist society and the ‘good’ Communists, since the jargon of the play applies to both, encouraging the reader to draw analogies. The play’s overall misanthropic tonality also sanctions the assertion that human weaknesses such as thirst for power, toadying, greed, vanity, and misuse of language are universal characteristics of people – scheming politicians and competitive party officials especially.

As the action develops, the comedy assumes significance as a tragic comment on the epoch in which all the beacons of orientation have shifted to the point that it is no longer clear who merits respect and who deserves contempt. Neither appearance nor language provides reliable guidelines in human relations. Apart from its superficial comment on the hypocrisy of French democrats, this grotesque comedy illustrates the breakdown in interpersonal communication in a world that worships status and appearance, and hides behind euphemisms, ideological slogans and political newspeak. Moreover, Jasieński, who never made his own voice distinguishable from other voices heard in his works, here too might have used the text as a mask for his own admission to having fallen victim to the misleading appearances and slogans which lured him to the idea of Communism and subsequently to the Soviet Union.

Jasieński, who since his early futuristic manifestos believed that it is the artist’s obligation to react to the burning issues of the day, eventually turned his attention to the matters of the totalitarian threat which domina-ted the political scene in the thirties. During the years 1935 and 1936 he published three short stories, apparently intended for a collection of ‘unusual stories’ (Dziarnowska 1982:498), with a common theme: individual versus the State and its parsimonious needs. In all three cases the human life is lost in the name of the regime. In ‘Bravery’ individuals represented by young Komsomol activists recognise the priority of the State’s needs, heroically sacrificing their young lives, or so the official version wants the public to believe. The story poses a question, whether the Communist State has the right to prejudge the worth of human life on the grounds of its use for the Party. In ‘The chief culprit’ the individual fears the Fascist regime and hates its omnipotence, but is helpless in fighting it and loses his life. In ‘The nose’ the individual is a prominent Nazi scientist who devises ideological justification for the oppressive system to which he eventually falls victim.

The grotesque interacts with satire in all three tales, although the intensity of both the grotesque and satire changes from story to story. In ‘Bravery’ there are only subtle hints at the absurdity of interpersonal relationships within the hierarchy of Soviet bureaucracy, while ‘The chief culprit’ voices radical contempt for the menacing lunacy of military regimes. In this trilogy ‘The nose’ occupies a special place. The ludicrous universe of the story parallels the absurd ideological foundations of Nazism. During one of his scientific experiments, the story’s chief character, a prominent Nazi scientist, undergoes an inexplicable metamorphosis – he becomes his own victim when his own nose changes its shape from ‘immaculately straight’ and typically German to ‘huge, hooked and shamelessly’ Semitic. Once this happened, all the achievements of this distinguished professor together with his reputation as exemplary citizen and family man are nullified and he becomes a useless nobody who must be discarded. As there are no guidelines for the reader in respect of probable and improbable or moral and immoral, the inane logic of the narrative appeals only to the reader’s own sense of right and wrong. ‘The nose’ supplies additional perspective on other satires discussed in this chapter, illustrating that civilisation has lost its sense of measure and value, and that mere appearance has become the yardstick by which value is measured in the modern world. As illustrated by his satires – all published in the Soviet Union but unanimously disregarded by Soviet criticism even after his rehabilitation in 1956 – Jasieński remained critical of his generation for the general depreciation of moral standards and for forsaking traditional human values, finding compensation for their absence in ideological jargon.

The grotesque so abundantly present in Jasieński’s works contests the extent and earnestness of his ‘ideological growth’ in the Soviet sense. Proclaiming his support for the Soviet Communist government, including its policies towards art and literature, Jasieński defied them by continuously using the grotesque as his favourite means of artistic expression. The presence of the grotesque in Jasieński’s ‘Soviet’ works proves that he was unable to reconcile in himself the artist he was, and the ‘engineer of human souls’ he wanted or was expected to be. Among Jasieński’s literary works there are only two that have been omitted in this study because the understanding of the grotesque applied to the analysis of the rest of his works does not apply to them. These are his two Soviet novels: Man changes his skin and A conspiracy of the indifferent. And although the odd examples of the grotesque device may be found in these novels, such as unusual metaphors, extravagant hyperboles or disturbing images, they do not project a typically grotesque, ominous ambivalence onto the whole narrative. Considering that Man changes his skin was written soon after Jasieński’s arrival in the Soviet Union, the optimistic realism of the novel may be attributed to his seeing a purpose in the collective endeavour of Soviet men in changing life, and believing that the effort of the masses would resolve not only the social, but also the moral problems facing humanity. Although this belief is no longer evident in A conspiracy of the indifferent, the mode of the novel is realistic. It draws parallels between Communism and Nazism, sanctioning the same disturbing parallels as noted in his satires, but its universe is wholly confined to reality. It is only as absurd and ambivalent as life came to be. The characters of the novel are real in the ordinary way, all prone to hypocrisy and a skilful manipulation of language. In this last and unfinished novel Jasieński yet again undertakes the task of exposing the terror of the State and the unhindered militarisation of modern society irrespective of the name chosen by the political regime, but turning rather to bitter irony than to riotous grotesque. The reader thus has no doubt that this is the world he or she knows, populated and accepted by the human race.
Agata Krzychylkiewicz



Défense de la culture…


Une «Association internationale des écrivains» – «pour la défense de la culture», je crois, car elle est discrète sur son propre nom au point de ne pas le publier en entier – vient de tenir à Paris une «conférence extraordinaire». Des hommes de lettres de divers pays, en renom et dignes d’estime, y ont participé à côté d’organisateurs connus pour le zèle qu’ils déploient au service d’une dictature totalitaire des plus sanglantes. Et bien que l’on soit blasé, las de s’étonner, las de s’émouvoir – pour ne point dire de s’indigner – comment ne pas poser à ce propos d’amères questions? André Chamson, Luc Durtain, Claude Aveline, René Maran, Rosamond Lehmann, Ernst Toller, qui connut si longuement les prisons de la République allemande, Theodore Dreiser, qui a écrit des pages si sévères (et si justes) sur la démocratie américaine, voilà bien une assemblée choisie d’écrivains dont les œuvres ont parfois rendu un son plein, parce que l’on y trouvait un certain respect de l’homme, un certain souci de vérité, un certain souci de justice par quoi la littérature cesse d’être le passe-temps des bien-pensants bien nourris pour devenir parole vivante, message de quelques-uns adressé à tous au nom des foules sans voix… Mais le peu que l’on a publié sur cette conférence tenue sous l’égide d’un nouveau conformisme très spécial et très cynique fait ressortir une fois de plus un problème psychologique bien déconcertant. Si la défense de la culture s’arrête devant une frontière, s’incline devant un bourreau; si elle admet ici ce qu’elle réprouve ailleurs; si elle n’est pas scrupule dans la documentation, recherche attentive et désintéressée de la vérité, attachement à la liberté d’opinion, qu’est-ce qu’elle est? qu’en reste-t-il? Tout au plus un triste simulacre fondé sur l’hypocrisie… Et pourtant…

M. Aragon prononça le discours de conclusion sur les travaux du «Comité pour la défense de la culture espagnole» – un comité qui pourrait être fort utile par ce temps de massacres et de destructions. Mais précisément, l’an passé, pendant que se réunissait à Valence un pareil congrès d’écrivains, convoqué par M. Aragon et ses amis politiques, des gens du même parti – du parti stalinien – enlevaient à Barcelone et faisaient disparaître à jamais, on ne sait comme, dans le plus noir, le plus atroce, le plus sanglant mystère, mon vieil ami Andrés Nin, tribun révolutionnaire catalan, bon serviteur de la culture, écrivain, journaliste, traducteur de Dostoïevski, vulgarisateur de Marx et de Lénine… Et ce crime s’entourait du plus vaste déploiement de calomnies, de mensonges, de faux, de violences partisanes… Comment peut-on, à la fois, faire de telles choses – qui ont été, qui sont encore faites en série – et parader sur les tribunes en parlant de culture?

Je veux bien admettre que la plupart des écrivains qui assistaient l’an dernier au congrès de Valence et il y a quelques jours à la discrète conférence de Paris ignoraient l’affaire Nin; ou qu’ils venaient rendre hommage à la République espagnole malgré la basse intrigue politique qui la met en péril à l’intérieur. Pouvaient-ils ne pas remarquer l’absence d’André Gide? À Valence, l’an passé, ils laissèrent insulter André Gide, pour avoir plaidé la cause de l’homme en URSS. André Gide qui terminait son petit livre de 1936 par ces lignes: «L’aide que l’URSS vient d’apporter à l’Espagne nous montre de quels heureux rétablissements elle demeure capable. L’URSS n’a pas fini de nous instruire et de nous étonner.»

Peuvent-ils, ces écrivains, dont la profession est de connaître ce qui se passe dans le monde, ignorer quels étonnements l’URSS a procurés au monde en 1937-1938? Tenons compte de l’esprit de caste des gens de plume; demeurons sur le terrain qui leur est cher, celui des lettres. Admettons un moment que le tyran, s’il invoque le bien public vingt ans après une grande et juste révolution, a le droit de se défaire des hommes qui lui portent ombrage; admettons qu’il ait besoin de les déshonorer pour les tuer. Les intellectuels qui l’admettent ont coutume de se consoler en constatant que «les révolutions, hélas! dévorent leurs enfants». Détournons-nous donc des militants, des hommes d’État, des politiques sacrifiés à ce triste réalisme, comme s’ils étaient étrangers à la culture, mis en quelque sorte hors la loi commune… Ne nous demandons même pas si le faux témoignage, l’aveu de complaisance dicté par une inquisition, les procès où ne comparaissent que des victimes consentantes ne constituent pas des attentats à la culture de ce siècle. Revenons à la littérature. Comment des écrivains antifascistes peuvent-ils se réunir aujourd’hui, se regarder les uns les autres dans les yeux, dire à la tribune, les uns devant les autres, tant de choses émouvantes (etc.) en feignant d’ignorer le sort de leurs confrères de Russie? Ne s’élèvera-t-il pas une voix parmi eux pour demander ce qu’est devenu, disparu depuis un an, le plus grand romancier soviétique, Boris Pilniak ? ce qu’est devenu le critique et romancier Voronski? ce que sont devenus les critiques communistes Lélévitch et Gorbatchev? S’il est vrai que le romancier polonais, réfugié à Moscou, Bruno Jasienski, l’auteur de Je brûle Paris, a été fusillé? S’il est vrai que l’ex-secrétaire général de l’Association des écrivains prolétariens d’URSS Léopold Averbach et la romancière Galina Serebriakova ont eu le même sort? Dans quelle prison se trouve le romancier communiste hongrois Béla Illés? dans quelle prison le dramaturge Kirchon I qui, précisément au premier congrès international des écrivains pour la défense de la culture (Paris, 1935), tenta de justifier ma captivité au moyen des plus grossiers mensonges? dans quelle prison le grand poète Boris Pasternak? Je mêle ici, puisque la persécution les confond tous, aux noms d’artistes de haute lignée ceux de médiocres gens de plume officiels de la veille. Où sont-ils? Que deviennent-ils? Il faudrait des colonnes pour mentionner seulement tous ces disparus… Personne ne les nomme dans les assemblées d’écrivains antifascistes dévouées à la culture, personne! Emprisonnés, déportés, fusillés ou seulement bâillonnés, sans que l’on sache pourquoi, on veut les ignorer, les oublier. Quelle hideuse complicité, en tout ceci, avec une tyrannie, et quelle dérision que cette façon-là de défendre la culture! Se peut-il que MM. André Chamson, René Maran, Claude Aveline, Luc Durtain, Ernst Toller, Theodore Dreiser ne s’en soient pas rendus compte?
Victor Serge



Qu’est-Ce Que Le Romantisme Révolutionnaire?


Le romantisme est généralement présenté comme un mouvement littéraire et artistique du début du XIXe siècle. Mais il pourrait bien s’agir d’un phénomène beaucoup plus étendu et profond. À travers des lectures de Schiller, Hölderlin, Friedrich Schlegel, William Blake, Shelley, Michelet, Charles Fourier, Karl Marx, William Morris, Ernst Bloch, etc., le romantisme est envisagé ici comme une vision du monde qui traverse tous les domaines de la culture, une protestation culturelle contre la civilisation capitaliste moderne au nom de certaines valeurs du passé. Ce que le romantisme refuse dans la société industrielle / bourgeoise moderne, c’est avant tout le désenchantement du monde, c’est le déclin ou la disparition de la religion, de la magie, de la poésie, du mythe, c’est l’avènement d’un monde entièrement prosaïque, utilitariste, marchand. Le romantisme proteste contre la mécanisation, la rationalisation abstraite, la réification, la dissolution des liens communautaires et la quantification des rapports sociaux. Cette critique se fait au nom de valeurs sociales, morales ou culturelles prémodernes et constitue, à de multiples égards, une tentative désespérée de réenchantement du monde. Si le romantisme s’affirme comme une forme de sensibilité profondément empreinte de nostalgie, ce n’est pas pour autant qu’il refuse de penser ce qui fait le propre de la modernité: d’une certaine façon on peut même le considérer comme une forme d’autocritique culturelle de la modernité.


Ce numéro de la revue Europe n’est pas dédié à un auteur ou un pays, mais à une forme de la culture universelle: le romantisme, et plus précisément, le romantisme révolutionnaire. Si le romantisme est généralement présenté dans les dictionnaires et encyclopédies comme un mouvement littéraire et artistique du début du XIXe siècle, nous pensons au contraire qu’il s’agit d’un phénomène beaucoup plus étendu et profond, qu’il existe un romantisme politique et des manifestations romantiques dans le domaine de la philosophie, de la religion, du droit et de l’historiographie. Et nous sommes convaincus que l’histoire du romantisme n’est pas terminée en 1830 ou 1848, mais continue jusqu’à nos jours.

Le romantisme doit être conçu comme une vision du monde qui traverse tous les domaines de la culture, et dont la caractéristique quintessencielle est la protestation culturelle contre la civilisation capitaliste moderne au nom de certaines valeurs du passé. Ce que le romantisme refuse dans la société industrielle/bourgeoise moderne, c’est avant tout le désenchantement du monde — une expression célèbre de Schiller, et par la suite, du sociologue Max Weber —, c’est le déclin ou la disparition de la religion, de la magie, de la poésie, du mythe, c’est l’avènement d’un monde entièrement prosaïque, utilitariste, marchand. Le romantisme proteste contre la mécanisation, la rationalisation abstraite, la réification, la dissolution des liens communautaires et la quantification des rapports sociaux. Cette critique se fait au nom de valeurs sociales, morales ou culturelles prémodernes — présentées comme traditionnelles, historiques, concrètes — et constitue, à maints égards, une tentative désespérée de réenchantement du monde. Si le romantisme s’affirme comme une forme de sensibilité profondément empreinte de nostalgie, ce n’est pas pour autant qu’il refuse de penser ce qui fait le propre de la modernité: d’une certaine façon on peut même le considérer comme une forme d’autocritique culturelle de la modernité. En tant que vision du monde, le romantisme est né au cours de la deuxième moitié du XVIIIe siècle — on peut considérer Jean-Jacques Rousseau comme son premier grand penseur — et il continue, jusqu’à nos jours, à être une des principales structures de sensibilité de la culture moderne.

En opposant aux valeurs purement quantitatives de la Zivilisation industrielle les valeurs qualitatives de la Kultur spirituelle et morale, ou à la Gesellschaft (société) individualiste et artificielle la Gemeinschaft (communauté) organique et naturelle, la sociologie allemande de la fin du XIXe siècle formulait de façon systématique cette nostalgie romantique du passé.

Bien évidemment, la nébuleuse culturelle romantique est loin d’être homogène: on y trouve une pluralité de courants, depuis le romantisme conservateur ou réactionnaire qui aspire à la restauration des privilèges et hiérarchies de l’Ancien Régime, jusqu’au romantisme révolutionnaire, qui intègre les conquêtes de 1789 (liberté, démocratie, égalité) et pour lequel le but n’est pas un retour en arrière mais un détour par le passé communautaire vers l’avenir utopique.

Si Rousseau est un des premiers représentants de cette sensibilité romantique révolutionnaire, on va la trouver également chez Schiller, dans les premiers écrits républicains des romantiques allemands (Schlegel), dans les poèmes de Hölderlin, Shelley et William Blake, dans les œuvres de jeunesse de Coleridge, dans les romans de Victor Hugo, dans l’historiographie de Michelet, dans le socialisme utopique de Fourier. Le romantisme révolutionnaire n’est pas absent — comme dimension partielle — des écrits de Marx et Engels, et on le retrouve dans les écrits d’autres marxistes ou socialistes comme William Morris, Gustav Landauer, Ernst Bloch, Henri Lefebvre, Walter Benjamin. Enfin, il marque de son empreinte quelques-uns des principaux mouvements de révolte culturelle du XXe siècle, comme l’expressionnisme, le surréalisme et les situationnistes.

Or, la position affirmative de ces penseurs et de ces mouvements peut se résumer ainsi: il n’y a pas de dépassement de la «monotisation du monde» (Stefan Zweig) sans une nouvelle culture, et il n’y a pas de nouvelle culture sans le réveil d’un authentique sens commun, sans l’élévation et la réintégration de l’imagination poétique au sein des activités et des orientations humaines.

Le socialisme, décidément oui!, mais un socialisme capable de répondre à l’inquiétude de Rousseau dans sa Lettre à d’Alembert: «Où sont les jeux et les fêtes de ma jeunesse? Où est la concorde des citoyens? Où est la fraternité publique? Où est la pure joie et la véritable allégresse? Où sont la paix, la liberté, l’équité, l’innocence?» Un socialisme, donc, qui serait en mesure de supprimer de fond en comble une civilisation qui vise «le bien-être exagéré et le luxe pour un certain nombre, plutôt que la libération pour tous» (Bergson).

Ainsi, le romantisme révolutionnaire s’affirme comme un socialisme de la poésie et de la rédemption opposé à celui de la machine et du progrès, un socialisme tel que Schiller a pu l’esquisser en s’appuyant sur la troisième Critique de Kant. Un socialisme poétique, donc, qui viserait le libre épanouissement des sens dans une collectivité régénérée — «l’heureuse union de la culture supérieure avec la nature libre» (Kant). Osons-nous encore rêver du socialisme de l’éducation esthétique, pouvons-nous toujours nous représenter la baguette magique au contact de laquelle, selon Schiller, «les chaînes du servage tombent des choses inanimées comme des êtres vivants»?

Le souverain combat romantique pour la «nouvelle mythologie» (Schlegel), la «nouvelle religion» (Michelet), le «mythe dans lequel le socialisme s’enferme tout entier» (Sorel), la «religion de l’action, de la vie et de l’amour, qui rend les gens heureux, qui les délivre, et qui surmonte d’impossibles situations» (Landauer), «l’unique esprit de la création, de l’éros, et de la jeunesse» (Benjamin), le «mythe en rapport avec la société que nous jugeons désirable» (Breton) représente le véritable défi que nous voulons lancer aux doutes, aux fatigues, et aux nihilismes contemporains.
Michael Löwy
Max Blechman



I Burn Paris by Bruno Jasieński – A review


In his 1921 “Manifesto on the Immediate Futurisation of Life” Bruno Jasieński called for Poland’s national poets – “the stale mummies of mickiewiczes and słowackis” – to make way from the “plazas, squares and streets” for the new: Futurists like himself. Many years later, as Soren Gauger tells us in the afterword to this excellent translation of I Burn Paris, it was Jasieński’s turn to be cleared out: “At present, one of the few objects in Poland commemorating the life and work of Bruno Jasieński – a high school that bore his name in his hometown of Klimontów – has officially undergone a name change, on the grounds that the writer in question is not ‘a role model for today’s youth’ and, indeed, has a ‘demoralising effect’ on their young minds.” For Jasieński – as well as a poet, journalist, novelist and dandy – was a communist. And so that school in Klimontów is now named after a Catholic nun rather than a Jewish communist.

I Burn Paris was written in 1927 and some or all of it appeared in French (in L’Humanité), Russian and German, among other languages, before appearing in complete (though censored) book form in Polish in 1929. It earned Jasieński deportation from France, where he was a newspaper correspondent, and a hero’s welcome in Russia, where he was to live and write in the socialist realist mode until he was tortured and murdered in a purge of Poles in the USSR in 1938 – exactly one year before Russia invaded Poland.

The book starts with Pierre’s story: laid off from work and deserted by his girlfriend in favour of richer men, he wanders unemployed and homeless around a decadent, prostituted Paris, spending some time in jail with mostly political prisoners arrested for protesting, before winding up in a water tower at a city filter station. Into the city’s water supply he introduces a deadly virus. The plague spreads as Paris, denied food supplies and cordoned off from the uninfected world, dissolves into hostile statelets, each based on perceived common interests: the Jews, the communists, the white Russians, the Anglo-Americans… Various attempts are made by the different sections to survive, escape or smuggle in food.

This is Paris of the jazz age and the early descriptions of the plague blend into descriptions of frenzied dancing to jazz bands: “In the middle of the fourth Charleston, one of the dancing couples fell on the slippery asphalt and showed no signs of getting up. They were surrounded by laughter. The pair shook in convulsions. They were brought to the nearest pharmacy. Five minutes later, an ambulance arrived and collected the unfortunate dancers. … A Negro playing in the jazz band on the terrace of Le Dôme Café crashed spastically onto his drums halfway through a bar, kicking his legs up in the air to comic effect. The amused audience rewarded this new trick with a spontaneous round of applause. But the man did not get up. His face turned skyward, he was dead.”

Jasieński’s sympathies are firmly with the proletariat and readers will find much about class struggle, the exploitation of the working classes, the ineffectiveness of parliamentary democracy and the weakness – if not the treachery – of social democrats. Comrade Laval, of the communists, thinks of the French authorities “And now they were calmly standing by while everyone died of hunger and the plague, to take over a disinfected Paris once more, smother it in police, drown it in democracy by opening the floodgates of futile parliamentary blather…” It’s the shock doctrine years before Naomi Klein – or even Milton Friedman.

Some readers may find this all very dated. The idea that a people in the heart of Europe might be cut off from help and hung out to dry while they deal on their own with some kind of raging infection that might otherwise spread to the rest of the continent destroying economy after economy in a domino effect obviously has no place in modern, twenty first century Europe, though if you happen to be suffering from “internal devaluation” brought on by the black debt you might beg to differ. The handiest label for I Burn Paris is “grotesque” and true, the rapid collapse of society into narrow special interest factions based on spurious ideas of common ties, each one at the others’ throats, may strike some readers as grotesque. The idea that “parliamentary blather” is futile also belongs strictly to its time only, as we can see from the wide range of energetic and far-sighted policies swiftly and decisively enacted by the European Parliament with the aim of combating the current economic crisis on a continent-wide basis. The dissolution over the last few years of several European governments and their immediate replacement with different politicians espousing radically different politics show how remarkably responsive modern European democracy is. It is not just the talking shop in hock to business interests that Jasieński maintained it was.

Jasieński set his book in the Paris of his day, complete with local colour and detail, all the more to terrify bourgeois readers as with the stroke of a pen he consigned Montparnasse, the Latin Quarter, Saint-Germain, Hôtel de Ville and so on to destruction. The translators wisely decided against any elaborate explanations of such points of reference and detail, which might have resulted in a museum-piece, a curiosity to be known of rather than read and digested. And so, the “Lord of Sabaoth” goes unexplained, as does Alain Garbault (a French aviator), while the Jewish rituals have only an unobtrusive minimum of in-text explanation. The reader is left to guess what kind of a song the Internationale might be.

In another Futurist manifesto from 1921 Jasieński granted every artist the right to his own system of logic. Artists must use associations which, to the petty bourgeois mind-set, are far removed. Even sentences should be rejected on account of their bourgeois nature. Instead poets should use condensed verbal compositions, unhindered by any considerations of syntax. This might seem alarming but Jasieński abandoned Futurism (and in any case did not adhere too closely to its precepts) before coming to write I Burn Paris. The novel is written in sentences and is most readable, though not perfect. Parts of the book seem out of proportion: what the reader thinks will be a brief description of one new character’s background turns into a fifty-page flashback. The ending, also, is weak and as the plot stretches, holes start to appear. Jasieński had big fish to fry and seems unconcerned by practical considerations.

The translation effortlessly keeps step with Jasieński’s changing style: from short, abrupt statements to extremely long and convoluted sentences and chains of metaphors. From “She fled. Made it to the city on foot. She had worked in a Japanese factory – the pay was low, survival impossible” to “The enormous machines were like monstrous two-headed dragons, swallowing gray skeins of oakum as filthy as smoke, then spitting them out in long, fibrous saliva, swiftly wound on the spinning tops of spools. Then the iron fingers grabbed and unwove the fibers for the hundredth time, pulled them apart in infinite slender threads … The spools dribbled from the slobbering maws of the machines into the spittoons of enormous baskets…”

The translators are observant too, spotting the occasional repetition of identical phrases, perhaps the most important of which is “Jeanette informed Pierre that she would most definitely be requiring a pair of evening slippers.” This comes right at the beginning of the book and is repeated word for word near the end. The tale is bracketed by a consumerism that consumes an entire city but the suggestion is not that this will all just repeat itself over and over. Far from it: “Like a shoddy machine, the world destroys more than it produces. This cannot go on,” Jasieński writes.
Robert Looby
— Three Monkeys Online


ANALYSE DU PHÉNOMÈNE DE CONTAMINATION
DANS QUATRE RÉCITS D'AVANT-GARDE:

Moravagine (Blaise Cendrars),
Sam Dunn est mort (Bruno Corra),
Bébuquin ou Les dilettantes du miracle (Carl Einstein)
et Je brûle Paris (Bruno Jasienski)



Introduction



Tristan Tzara présente dada comme un virus qui tend à se répandre. Dix ans plus tard, F.T. Marinetti à son tour, dans le Manifeste technique de la littérature futuriste, affirme:

Les cellules mortes sont mêlées aux vivantes. L'art est un besoin de se détruire et de s'éparpiller, grand arrosoir d'héroïsme inondant le monde. Les microbes, ne l'oubliez pas, sont nécessaires au sang, aussi bien qu'à l'Art, ce prolongement de la forêt de nos veines, qui se déploie hors du corps dans l'infini de l'espace et du temps...

Il y a donc une analogie, à première vue métaphorique, entre la maladie qui contamine un être ou bien une population et le phénomène avant-gardiste qui se «déploie» dans l'espace- temps et «s'insinue» dans les brèches de la raison conventionnelle. Il semble également que les microbes ne soient pas envisagés de manière négative mais plutôt comme des éléments «nécessaire(s)». On ne peut donc pas rester indifférent à cette analogie, qui apparaît dans les textes de différentes avant-gardes historiques, en l'occurrence le mouvement dada et le mouvement futuriste. Par le biais de la métaphore de la contamination et de la maladie, celles- ci expriment leur volonté de se répandre à travers le monde.

Cependant, cette tendance à se répandre se retourne contre les avant-gardes qui en deviennent également les victimes. Dans l'avant-propos d'un numéro de la revue Romantisme consacré à la notion d'«influence», José-Luis Diaz écrit au sujet des œuvres décadentes de la fin du XIXe siècle:

...tiraillées entre deux tendances contradictoires: une «mythologie de la rupture» - soit le désir d'affirmer, de manière y compris provocatrice, leur originalité – et le souci de rénover l'art littéraire en l'exposant au rayonnement de sources «anormales», hétérogènes – venues des autres arts.

Certains représentants de cette époque, citons par exemple Rimbaud, Baudelaire ou Lautréamont, ont par ailleurs eu une influence des plus évidentes et des plus reconnues sur les avant-gardes historiques. Il en résulte donc que ces «deux tendances contradictoires» s'appliquent également aux avant-gardes prises entre diverses influences ou contaminations et une volonté des plus nettes de rupture avec le passé. Il y a là un paradoxe évident, on ne peut se déclarer en rupture totale avec un quelconque élément tout en s'exposant, de manière plus ou moins voulue, à l'influence de celui-ci. Une réponse possible à cette contradiction serait de considérer la rupture avec la tradition et le renouvellement de celle-ci comme une forme de continuité, «l'influence par réaction» comme la définit André Gide. Les avant-gardes historiques, tout en étant profondément originales, seraient donc contaminées par certaines œuvres et idées du passé, ne serait-ce qu'en se plaçant en contradiction avec celles-ci, tout en étant elles-mêmes contaminantes. Elles se présentent alors à la fois comme agresseur et comme victime d'un phénomène de contamination, dont les formes restent à définir mais qui semble déjà se présenter comme un processus à double sens.

Suite à cette observation, il apparaît que le rapport des avant-gardes au phénomène de contamination demande à être approfondi. De fait, le rapport que les avant-gardes historiques entretiennent avec la tradition est plus complexe qu'il n'y paraît. Il va au-delà de la rupture pour la simple raison qu'il y a clairement une importante dimension intertextuelle et novatrice dans les œuvres des avant-gardes historiques, une « multiplication des emprunts » pour reprendre les paroles de Marie-Paule Berranger dans un ouvrage consacré à Moravagine.

Cette constatation, outre les deux citations déjà évoquées, a pour point de départ quatre récits d'avant-garde, affiliés ou non à un courant spécifique, dont la trame révèle de nombreux aspects qui relèvent, de près ou de loin, de la contamination et qui élargissent l'utilisation du concept bien au-delà de considérations sur l'influence et l'intertextualité. Le but du présent travail est d'étudier les déclinaisons spécifiques du motif et du processus tel qu'il est traité dans le corpus. La réflexion s'est peu à peu élargie dévoilant un phénomène d'une ampleur insoupçonnée, qui demande à être redéfini et spécifié, afin d'en circonscrire les limites. Devant le peu ou l'absence d'occurrences du terme spécifique de «contamination», ou d'un de ses dérivés, il a été nécessaire d'établir quels champs sémantiques, à travers le vocabulaire qui les définit, relèvent de ce phénomène, dans quelle mesure, comment et quelles nuances ils apportent à ce terme. De cette étude enfin, nous avons tiré des conclusions générales qui ont permis d'établir une problématique spécifique et de recentrer le champ de recherche. L'étude s'intéresse autant à la contamination comme processus, que comme motif, que comme métaphore, les trois plans ayant partie liée.

Les quatre œuvres choisies, qui ont permis de mettre en évidence les implications d'une étude des avant-gardes historiques à l'aune du processus de contamination, proviennent de différents pays, tout en restant dans le cadre de l'Europe. Elles ont eu une place importante dans le développement de la culture d'avant-garde par ce qu'elles apportent de nouveau et par l'impact qu'elles ont eu. Il paraît évident que la nature même de cette interrogation induit une étude comparée.

Le premier récit s'intitule Bébuquin ou Les dilettantes du miracle en français et Bebuquin oder die Dilettanten des Wunders en allemand. Il a été écrit par l'auteur allemand Carl Einstein, qui est avant tout connu comme critique et théoricien d'art. Le livre paraît en 1912 dans la revue Die Aktion, puis aux éditions de la même revue. En une succession de chapitres brefs, entre le café, le cirque et des voyages imaginaires, Bébuquin entouré de son double décédé et de quelques autres cherche le miracle, c'est-à-dire l'acte indépendant de toutes les pressions que la réalité matérielle et rigide fait subir à l'idée et au concept, indépendant de toute contamination. Il en arrive peu à peu à la conclusion que sa recherche est un échec, le miracle n'adviendra pas, et il succombe à la fièvre.

En 1915, Bruno Corra publie Sam Dunn é morto, d'abord en feuilleton dans la revue Poesia, dirigée par F.T. Marinetti, puis aux éditions de cette même revue. Ce roman «synthétique», le mot est employé par l'auteur lui-même, et parodique met en scène un dandy extravagant et quelque peu apathique, dont le charme est tel qu'il déclenche à travers Paris une crise de folie collective des plus étranges. En Italie, dans une baie marécageuse, le chevalier Santerni, dément de son état, construit l'hôtel Portorsa, dont l'architecture est aussi absurde et fantasque que le lieu dans lequel il se trouve. La vedette de la place est Fifine, sa femme, dont le postérieur magnétique diffuse guérison et bonne humeur. C'est ce même postérieur qui envoie sur Paris des ondes magnétiques telles que la révolution de Sam Dunn finit dans la plus triviale des manifestations. Celui-ci en meurt, tué à coups d'arrière-train par une servante. Ne demeure de lui qu'une montagne liquide située dans les fjords les plus nordiques.

En 1926, Blaise Cendrars publie Moravagine chez Grasset. Le roman raconte en vingt-six chapitres, chacun introduit pas une lettre de l'alphabet, le périple mondial et dévastateur du virus-dément Moravagine en compagnie du docteur Raymond la Science qui l'a libéré de l'asile où il était enfermé. Sans jamais s'attacher vraiment, ils deviennent tour à tour révolutionnaires russes ou bourgeois, et, partant de l'Europe, ils arrivent jusqu'au fin fond de l'Amazonie parmi les indiens bleus.

Deux ans plus tard enfin paraît, d'abord en feuilleton dans l'Humanité, puis aux éditions Flammarion, Je Brule Paris écrit par Bruno Jasienski, jeune poète révolutionnaire polonais et acquis au parti communiste. Ce récit, qui eu un succès énorme jusqu'à la disgrâce de son auteur, est une réponse à la nouvelle de Paul Morand «Je brule Moscou» dans son Europe galante publiée un an avant chez Grasset. Bruno Jasienski imagine l'avènement d'une utopie communiste en plein Paris isolé par une épidémie de peste.

La période de temps que ces quatre récits recouvrent, c'est-à-dire la période comprise entre 1912 et 1928, est à la fois au cœur de la période avant-gardiste et encore assez proche du XIXe siècle pour permettre de saisir les rapports qui lient les deux périodes. En 1912, dada n'a pas encore réellement commencé, contrairement au futurisme dont le manifeste est paru en 1909. En 1926, André Breton a déjà publié depuis deux ans son Manifeste du Surréalisme qui marque la naissance officielle de ce courant de pensée. Les quatre récits recouvrent une période assez large pour permettre d'aborder à travers elle différents contextes et différentes phases des avant-gardes, mais assez resserrée pour ne pas s'inscrire dans des périodes historiques trop distantes les unes des autres et donc rendre la comparaison nulle. Enfin, ils se situent avant le second conflit mondial, qui représente une rupture trop importante.

Ces quatre ouvrages ont tous été écrits dans un contexte politique troublé, notamment du fait de la montée du socialisme et du communisme partout en Europe et du premier conflit mondial. En effet, jusqu'en 1912, année où pour la première fois les socialistes triomphent aux élections, la jeune Allemagne est dirigée par les partis conservateurs et catholiques. Parallèlement, et ce malgré la forte répression, ce pays possède le plus grand parti socialiste d'Europe. En 1915, Salandra dirige l'Italie, cependant que la gauche révolutionnaire gagne de l'ampleur. En 1914 a eu lieu la fameuse «Semaine rouge», une révolution socialiste et anarchiste violemment réprimée. La contexte se complique encore avec l'assassinat de l'Archiduc d'Autriche-Hongrie qui mènera à la Première Guerre Mondiale. L'Italie hésite à prendre position face à ce crime à cause de ses accords avec la Serbie. La France traverse également une période d'instabilité politique. Entre fin 1925 et 1926, Aristide Briand perd et récupère trois fois le pouvoir, lui succèdent Herriot puis Poincarré. En 1928, l'URSS subit une crise et se lance dans la collectivisation expropriant les propriétaires terriens et les forçant ainsi à s'exiler, notamment à Paris, comme cela est narré dans le récit de Bruno Jasienski.

Ainsi, dès le début, le XXe siècle se présente comme un siècle de grands bouleversements, ce qui lui vaudra l'appellation de « siècle des révolutions », et dont la révolution avant-gardiste fait partie intégrante. Comme cela est mis en avant dans l'ouvrage Les Avant-gardes littéraires au XXe siècle, les avant-gardes sont nées et se sont développées «dans un milieu essentiellement instable et dynamique». Les perturbations historiques créent également une rupture dans la pensée, la première Guerre Mondiale, pour citer un exemple des plus frappants, a bouleversé en profondeur les esprits. Ceci amène de nombreux intellectuels à chercher ailleurs des solutions, hors de la réalité s'entend, et à confier un rôle politique, dans le sens le plus large que l'on puisse attribuer au mot «politique», à l'art. Ce dernier point doit toujours être traité avec précaution, car il dépasse la cadre strictement littéraire, mais il est indispensable à la compréhension des œuvres. Les faits de l'histoire en marche obligent l'art, à moins de se refermer sur soi, à prendre en compte le contexte et donc à avoir un sens, et même un rôle, politique. Einstein, pour sa part, se retrouve sympathisant communiste, militant anarchiste, membre du Conseil révolutionnaire des soldats de Bruxelles, proche de la révolution spartakiste, puis par la suite membre de la colonne Durruti pendant la guerre d'Espagne. Au-delà même des implications politiques, l'art devient chez certaines avant- gardes, comme le surréalisme, le futurisme ou dada, un art de vivre. Cendrars et Arthur Cravan en sont des exemples types. L'art se mêle plus que jamais à la vie quitte à mettre en danger sa nature même, et l'artiste reconsidère son rôle d'homme parmi les hommes, d'homme de «l'ère des foules», concept développé par Gustave Le Bon et intimement lié à l'idée d'un « siècle des révolutions».

Sans pour autant réduire les quatre auteurs étudiés à la politique de tel ou tel mouvement d'avant-garde, il est tout de même nécessaire d'attirer l'attention sur quelques faits historiques et quelques caractéristiques révélateurs concernant les liens qu'entretiennent les quatre œuvres étudiées avec dada, le surréalisme et les futurismes. Elles sont en effet toutes au croisement de plusieurs avant-gardes, ce qui fait dire à Giuseppe Nicoletti, dans Futurisme et surréalisme, à propos du récit de Bruno Corra qu'il se place

...incontestablement au centre de ce carrefour complexe des ismes, qui, à la fin des années vingt, de la métaphysique au dadaïsme, à la première saison du surréalisme, témoignent d'une éclipse dramatique et prolongée de la raison positive.

Le 15 octobre 1924, André Breton a publié son Manifeste du surréalisme. Le 26 mars 1926, alors que Cendrars publie Moravagine, s'ouvre la Galerie Surréaliste, le surréalisme naît donc officiellement en même temps que Moravagine vient au jour, après une longue période d'incubation. La même année, Tanguy crée une œuvre intitulée Fantômas, ce même Fantômas, créé en 1910 par Souvestre et Allain, qui passionne Cendrars, révélant ainsi l'attrait des avant-gardes et des auteurs avant-gardistes non-affiliés pour une culture populaire qui pourrait aider à renouveler l'art et à se rapprocher des foules. Alors que les surréalistes se tournent vers les travaux de Freud sur l'inconscient psychique et s'intéressent de près aux phénomènes et manifestations de la folie, Cendrars lâche un dément à travers l'Europe du début du siècle, ce qui l'amène à réfléchir sur ces théories et à rejeter Freud et les surréalistes bien qu'il partage avec eux cet intérêt pour toutes les formes de déviance. Si le surréalisme cherche à explorer les domaines qui sont au-delà de la réalité, c'est pour mieux révolutionner la réalité elle-même et résoudre le divorce de l'esprit et du monde matériel. Ainsi, le surréaliste, qui peut être un artiste comme un fou, va-t-il en exploration dans le monde caché de l'inconscient et cherche-t-il à faire en sorte que la masse aussi y ait accès, pour ce faire, il faut détruire les vieilles apparences. C'est ce que Raymond voudrait que les fous, remis en liberté, réalisent. Moravagine, pour sa part, s'arrête à l'étape de la destruction, en cela il se rapproche plus de l'idiot dada. On peut donc considérer Moravagine comme un point de transition entre dada et le surréalisme. Blaise Cendrars a été en contact avec les surréalistes, mais aussi avec dada, les cubistes et enfin avec le modernisme brésilien en fréquentant Carlos De Andrade. On retrouve chez Bruno Corra, chez Blaise Cendrars et chez Carl Einstein cette attention pour ceux qui ont un rapport particulier au réel et à l'inconscient tels que les fous. Bruno Jasienski, bien qu'il ne dédaigne pas de mettre en scène des moments de délire, semble moins intéressé par la question et s'intéresse plus aux marginaux sociaux que pathologiques.

Einstein, dont Cendrars avait envisagé de traduire l'unique récit, fréquente aussi divers milieux d'avant-garde. Il participe à la revue Documents avec Bataille. Puis, avec Grosz, il dirige la revue Der Blutige Ernst à laquelle collaborent des dadas tels que Hausmann ou Huelsenbeck. C'est également un critique de l'art africain et un fervent défenseur du cubisme. Il fréquente en effet Grosz, Picasso, Braque et Gris. Selon lui, le processus cubiste de démantèlement de l'objet permet de ne plus être réduit en servitude par ce même objet et de se le réapproprier afin de créer quelque chose de nouveau. Ce même procédé permet de rechercher, tout comme les surréalistes, «l'unité de l'individu derrière la multiplicité de ses aspects». D'où les dédoublements de la figure centrale dans Bébuquin ou les Dilettantes du miracle. Le premier groupe expressionniste, Die Brücke, qui naît en 1905, a une orientation politique et révolutionnaire. Le second, nommé Der Blaue Reiter et créé en 1912, tend à réduire le naturalisme jusqu'à l'abstraction, à la purification des instincts, et à percevoir l'essence spirituelle de la réalité. Il se replie sur lui-même sans rompre avec le monde. C'est de ce second groupe que le roman d'Einstein peut le plus être rapproché, même s'il en marque également la fin. Bien que l'aspect politique n'en soit pas complètement exclu, Einstein demeure plus idéaliste, refusant à l'objet le droit de contaminer la pensée, qui, ainsi libérée, devient un processus dynamique: la fonction («avec la destruction des objets disparaît la loi et apparaît la fonction»). L'art et l'esprit ne doivent pas être asservis et réduits aux apparences matérielles, il cherche la création indépendante. Sa réflexion va au-delà de l'objet lui-même, se refusant à en représenter simplement l'apparence, il s'agit d'une orientation eidétique, mais qui s'avère intenable.

Les avant-gardes sont en révolte permanente contre les formes d'art fixées selon des règles ou trop académiques et visant seulement à représenter cette apparence dans le dépassement de laquelle Bébuquin cherche le miracle, la morale et la société bourgeoise. Elles ont bien souvent scandalisé et étonné l'opinion publique pour la sortir de sa léthargie. Sam Dunn, en tant que forme de surhomme futuriste, veut également réaliser tout cela. Le fou est donc un esprit prophétique qui révolutionne le monde «normal». Rappelons qu'en 1909, dans le journal Le Figaro, F.T. Marinetti publie le Manifeste du futurisme et que la période allant de 1909 à 1915, constitue le moment le plus prolifique du futurisme. Celui-ci ne s'est pas encore rapproché du fascisme et Bruno Corra quitte le mouvement avant que cela n'advienne.

Bien que portant le même nom que son homologue italien, le futurisme russe est très différents de celui-ci. Bruno Jasienski, l'enfant terrible de la littérature polonaise, se fait d'abord le chef de file du futurisme polonais en fondant le groupe futuriste de Cracovie nommé «Katarynka» avant de déclarer en 1923 la fin de celui-ci et de se consacrer pleinement au communisme. Il reste cependant dans son récit des restes de ses débuts avant-gardistes comme par exemple un goût prononcé pour le folklore et les traditions populaires et une certaine volonté de détruire ou au moins de questionner la forme romanesque. Il est donc au carrefour entre le futurisme et le réalisme social.

Dans ce siècle perturbé, il y autant de révolutions réelles, que de révolutions littéraires, que de révolutions fictionnelles, les trois allant de pair. En effet, ces quatre récits mettent en scène des épisodes de révolutions, de folies collectives ou d'épidémies qui ont en commun de provoquer des bouleversements sociaux violents. «Ainsi à la révolte individuelle de l'esprit doit se substituer une action effective de bouleversement social.». La révolution de l'esprit doit servir à la révolution des apparences matérielles et réconcilier ainsi le dualisme de l'esprit et de la chose. En affirmant que «la révolution sociale n'est pas un but en elle-même, puisqu'elle n'est qu'une condition de rénovation humaine», Duplessis met en avant le fait que l'homme, surtout chez les surréalistes, est remis au centre des préoccupations artistiques. De même, Blaise Cendrars affirme qu'«il n'y a qu'un sujet littéraire: l'homme». L'homme qu'il faut libérer.

Qu'il s'agisse de la déconstruction cubiste, ou bien du va-et-vient des surréalistes entre l'inconscient et la société ou bien encore de la constante recherche de nouveaux processus de création chez ces mêmes surréalistes ou bien chez les futuristes, les avant-gardes se définissent au travers de processus en perpétuelle évolution, affirmant par là leur caractère mouvant. Ainsi, «à une représentation statique du monde se substitue celle du mobilisme universel», ce qui conforte la pertinence de l'étude de la contamination en tant que mouvement ou processus en action.

Si dada représente la volonté d'aller à l'encontre de toute contrainte normative par la destruction, si le cubisme représente la déconstruction du réel et le surréalisme la régénération de ce même réel, on obtient un processus alchimique dont l'art et le siècle ont besoin afin de se renouveler. La contamination est une étape importante de ce processus.

Bien que ni Bébuquin ou les Dilettantes du miracle, dans la traduction française en tout cas, ni Sam Dunn est mort ne contiennent une seule fois le mot «contamination», il apparaît une fois à la page 65 de Moravagine et de nombreuses fois dans Je brûle Paris, le motif et les processus qu'il sous-tend sont pourtant très présents, sous des formes dérivées et nuancées ou bien de façon directe, ce qui permet de faire des recoupements afin de dégager les implications et les mécanismes principaux du phénomène. Ces recoupements permettent de révéler, à travers l'analyse de la fiction, certains enjeux importants des avant-gardes historiques, dont la contamination fait partie.

Bébuquin ou les Dilettantes du miracle met en scène, l'expression peut être prise au pied de la lettre, une réflexion philosophique et artistique sur l'antagonisme entre la contamination et la pureté, l'influence et l'indépendance, qui se solde par un échec de la pureté comme isolement, montrant le caractère nécessaire et obligatoire de l'influence et de la contamination, dans ce qu'elles ont de négatif et de positif. Il s'agit de pureté du Moi, comme de pureté de l'idée. Sam Dunn est mort est centré sur un épisode de folie collective qui se propage à partir du fantasque Sam Dunn et subit la contre- attaque d'un autre type de folie beaucoup plus trivial. Il s'agit donc bel et bien d'une mise en scène de la contamination qui permet à la fois une réflexion sur le pouvoir et une réflexion sur la marge et la normalité. Moravagine, qui est le récit d'un fou en cavale, permet à l'auteur de développer une réflexion sur la place de la maladie, mentale ou physique, à l'intérieur du processus de l'évolution humaine. Il représente en outre le passage de l'ésotérisme et du magnétisme magique à la théorie, plus rationnelle, de l'inconscient freudien, les deux thèses ayant un lien très fort avec la contamination. Je brûle Paris enfin est le récit dont le lien avec la contamination est le plus évident puisqu'il s'agit du récit d'une épidémie de peste doublé de celui d'une épidémie de communisme. Il permet de recentrer la réflexion sur la dimension socio-politique du phénomène. Tous quatre interrogent la manipulation de l'individu et de la foule par une société contraignante et contaminante et les possibilités de contre-pouvoir, et donc de contre- contamination, dont disposent les êtres marginaux.

La forme romanesque a l'avantage de former une unité, alors que le recueil de poèmes ou de nouvelles a tendance à être plus segmenté et donc moins apte à mettre en scène la contamination comme un processus, un mouvement évolutif à travers un récit, ce qui est une de ses caractéristiques majeures. La forme romanesque s'étant d'autre part faite le support d'une certaine idéologie bourgeoise, il est intéressant d'étudier comment les avant-gardes réinvestissent un genre aussi connoté, d'autant plus que la critique semble s'être peu penchée sur la question. Nous préférons parler ici de récit plutôt que de roman. La première raison en est que le roman est une terme historiquement connoté, mais aussi qu'il nous semble supposer une intrigue construite selon une structure logico-temporelle, que nous ne retrouvons pas toujours dans les quatre livres du corpus, en particulier dans celui de Carl Einstein. D'ailleurs, il est à noter que dans l'ouvrage Les avant-gardes au XXe dirigé par Jean Weisberger, «l'idée d'«antiroman», qu'on entrevoit mieux qu'en filigrane chez l'Allemand Carl Eisntein.» est évoquée.

Afin d'en mesurer les possibilités et implications possibles dans le cadre d'une étude comparée sur quatre récits d'avant-garde, il est essentiel, avant toute chose, de préciser la notion même de «contamination».

Ce terme est, en tout premier lieu, un terme médical. Le Larousse le définit comme l'«envahissement d'un organisme vivant ou d'une chose quelconque par des micro-organismes pathogènes. Propagation d'un mal, d'un vice, d'un défaut.». Le mot est apparu au XIVe siècle. Si l'on consulte le Grand Gaffiot, le nom latin «contagio, onis» renvoie d'une part à l'idée de «contact» (tangere en latin), «relation», «rapport» et d'autre part à l'idée de «contagion», «d'influence pernicieuse», «d'infection» et de «souillure» ce qui montre qu'elle peut prendre des connotations d'ordre moral. La contamination peut exister dans tous les domaines: les idées, les sentiments, les attitudes, la littérature, la pathologie évidement et d'autres encore. Quant au terme «épidémie» qui lui est souvent associé, il vient du latin médical epidemia «qui circule dans le peuple» et qui apparaît au XIIe siècle sous la forme espydymie, il contient déjà une idée de mouvement et touche au peuple, à la foule donc.[...]
Anaïs Giordano
— Université Stendhal

















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